En El ferroviario de Pietro Germi, una de esas fabulosas películas italianas de los años cincuenta que muestran la realidad real (para desabotonar gargantas después de atragantarse en dolor seco), Sylva es Giulia Marcocci, la hija de un matrimonio de clase media que aguanta todas las tragedias. Sylva no era actriz pero se convirtió en la bella Giulia que corre con su hermanito Sandro por las calles de Roma haciendo volar a los volados de la pollera de su vestido ajustado, después de dar un beso. El beso del hechizo se lo dio a Rik Van Steenbergen (cuando el ciclista belga ganó una de las etapas del Tour de Italia) y como la foto de los labios se publicó en todos los diarios, la fan desconocida de la carretera transmutó sin medir tiempo, en estrella de cine. Ir a saludar al campeón fue su primera escena, ser la hija en la pantalla del polémico Germi, la segunda y definitiva. Después, su sonrisa sinuosa –eso solo pasa cuando la boca es cuerpo– la convirtió en un símbolo glamoroso de la Italia de los años sesenta.

La segunda guerra la sacó de Yugoslavia (se llamaba Sylva Košæina y había nacido en Zagreb) y la instaló en Nápoles donde terminó la escuela secundaria. Bueno, la segunda guerra y su hermana, que ya vivía en la península con marido italiano.

La mujer fatal (la primera actriz italiana en posar para una edición estadounidense de Playboy y una de las pocas en protagonizar casi todas las películas que filmó en una década en la que protagonizaban los hombres) hubiera sido una luminaria popular de Instagram. Hablaba de ella en tercera persona (las voces de la burla formaban un coro), decía que sus amigas aseguraban que siempre se enamoraba del hombre equivocado y lamentaba no haber podido nunca unir a la actriz y a la mujer en una sola persona.  Un rumor -un elenco- estable aseguraba que era mentirosa, muy mentirosa. La diva del cine péplum que admiraba al mariscal Tito (heroína junto a Steve Reeves de Hércules) y que a fines de los sesenta trabajó en Hollywood con Kirk Douglas y Paul Newman fue una de las hermanas de Giulietta Masina en Giulietta degli Spiriti.

Los años después de Fellini, cuando Sylva aprendió a actuar, fueron más cortos de lo que hubiese imaginado. Una carrera de afiches taquilleros, con centímetros de corpiño que iban en aumento, la estaba abandonando. El escándalo de su bigamia (se había casado en México con el productor Raimondo Castelli que ya estaba casado) apenas distrajeron la despedida anunciada.

“Durante demasiado tiempo trabajé como una loca, haciendo de ocho a diez películas al año, solo para ganar dinero y luego gastarlo todo”, dijo Sylva con la voz de un personaje. Un salpicré de escenas en algunas películas y algunos programas de televisión tuvieron su perfil de despedida en la coral Sunday Lovers (1980) su última vez en un set de filmación –y la última también de Lino Ventura–.

Hasta el día de su muerte habló de su cáncer de mama y participó en campañas de prevención. Murió en Roma después de navidad –como si fuera un cameo de El ferroviario o la toma robada de una bitácora neorrealista–,  tenía 61 años. 

Si la croata a la que todos llaman italiana hubiera mostrado en tiempos de fama vertiginosa su vida en las redes hubiera mentido con más estilo que con el que lo hicieron sus biógrafos, y seguramente habría robado –adaptado– aquella frase de Diane Arbus sobre la fotografía y los secretos para convertirla en un epitafio propio y sin tumba: una estrella italiana es un secreto que habla de un secreto. Cuanto más te dice, menos te enterás.