Las líneas que siguen sólo son observaciones remarcadas sobre el primer año del Gobierno. No pretenden ser un balance, o en todo caso se plantean preguntas y aseveraciones sobre los diferentes balances que se pueden hacer. Asimismo vale prevenir que son, estrictamente, reflexiones acerca de la gestión macrista. Más adelante y si cabe, por aquello de las costumbres de fin de año, corresponderá echar una mirada sobre el conjunto de los actores sociales. Esto último siempre es bueno subrayarlo, porque en política suele olvidarse que los aniversarios también los cumplen los gobernados.

Una alternativa es pararse desde lo que Cambiemos prometió en campaña. De hacer eso, sin contar la prosa de escuela primaria en cuyas frases vacuas persisten Macri y equipo, el arqueo da un contraste estremecedor. No se produciría devaluación alguna; el impuesto a las Ganancias para los trabajadores pasaría a mejor vida por completo, en rango de juramento primordial; las inversiones lloverían de la noche a la mañana por el solo efecto de abrirse al mundo; las pymes ocuparían un lugar de privilegio, al igual que Ciencia y Tecnología; la inflación sería el problema atacable de entrada; el Poder Judicial se convertiría por fin en un órgano independiente (la situación de Milagro Sala y los presos políticos jujeños eximen de cualquier otro comentario) y el Fútbol para Todos habría de mantenerse. La lista continúa y es larga, desde ya, pero abre el interrogante de si acaso era sensato creer en que un gobierno de naturaleza neoliberal explícita podría ejecutar semejantes promesas. Está bien: eso entraría en el campo de la responsabilidad de quienes lo votaron. Sin embargo, desde la Alianza gobernante se podría retrucar,  respecto de esas ofrendas de campaña insatisfechas, con comentarios y justificaciones diversos. Que no hubo devaluación sino sinceramiento básico, que el compromiso sobre Ganancias se relacionaba con una herencia que no percibían tan catastrófica, que el combate a la inflación debe ser visto a mediano plazo y así, sucesivamente, más que después de todo apenas llevan un año y las facturas hay que pasarlas cuando se cumpla el período total. La discusión, entonces, se torna algo estéril porque (les) cabe el beneficio de inventario de que todavía falta. Luego, apreciado desde los intereses de la clase dominante para la que administran en nombre propio, un tipo de balance diría que han sido eficientes y que merecen un 10 o un 15, no un 8, por la forma en que multiplicaron las ganancias del sector. Pero otra pauta de razonamiento señalaría que la impericia de Macri ya no sólo como conductor, sino como mero articulador político, pone en riesgo la estabilidad del Gobierno y, con ello, la tranquilidad futura de sus socios. No la individual, sí la corporativa. Es indesmentible que cooptaron al Estado, pero es incierto  –y muchísimo más en una sociedad con amplios reflejos combativos o conflictuales– que sus capacidades gerenciales en el mundo privado sirvan para comandar un país. No una empresa.

En el libro Plan Macri, Argentina gobernada por las corporaciones, cuyo compilador es el colega Ari Lijalad, las sociólogas Paula Canelo y Ana Castellani trazan una radiografía del gabinete nacional del gobierno macrista. Para los desmemoriados que más que faltar sobran, junto con quienes por razones generacionales o de vagancia intelectual no suelen revolver antecedentes gubernamentales, se recuerda que la extendida presencia de CEOs en altas esferas de la administración pública no es un fenómeno nuevo. “(…) En varios momentos de nuestra historia reciente hubo empresarios o dirigencia corporativa integrando gabinetes nacionales, sobre todo en las áreas de gestión económica y financiera y (…), en especial, en dictaduras y en los años de aplicación de reformas estructurales”. Recorren luego los argumentos que se esgrimen para incorporar a estos ejecutivos en campos decisorios. “La supuesta ‘expertise’, ‘eficiencia’, ‘modernización’ que traerían a la gestión estatal. (…) Si construyeron carreras laborales exitosas en el mundo privado, son ‘los mejores’ (meritocracia). (…) Como ya gozan de posiciones acomodadas, no se enriquecerán a costa del erario público. (…) Como no provienen de la política partidaria, tendrán independencia para aplicar criterios de gestión tecnocráticos”. Pero al cabo de esa sarta de cinismo o ingenuidad, subyacen “las lealtades que traen al seno del Estado y del Gobierno quienes desarrollaron sus trayectorias en el sector privado (no en cualquiera sino en el determinante, cabe añadir); las dificultades para cohesionar un cuerpo de funcionarios caracterizado por compromisos políticos débiles, y la extrapolación de criterios organizacionales propios del management a la administración pública”. La síntesis se pregunta qué es lo inédito o distintivo del primer gabinete nacional de Macri. La respuesta es que nunca se había visto, ni en cantidad ni calidad, semejante conquista del Gobierno y del Estado. Y en particular, “los CEOs desbordaron el área económica, donde tendían a posicionarse, para colonizar el área política del gabinete, transformándose así en actores decisivos”.

¿Qué puede esperarse de ese tipo de actor, en tanto cuadros empresariales en el mejor de los casos, para ofrecer “soluciones” al contexto local y global del capitalismo? Mónica Peralta Ramos, otra destacada socióloga con la virtud de ejemplificar en política económica concreta los exámenes de laboratorio, dio una contestación vertebral en el artículo publicado en PáginaI12 del martes pasado. Tras una descripción notable de un escenario mundial representado por la caída del empleo industrial y la circulación de papelitos de colores, resume que “la política de apertura al mundo de Macri ha derivado en un endeudamiento (externo e interno) cercano a los 90 mil millones de dólares. Por su rapidez y magnitud, este endeudamiento no tiene precedentes en la historia del país”. Hay “la enconada lucha entre los sectores monopólicos locales por apropiarse de una mayor cuota del excedente, de la renta (…) y de los ingresos de la población. A pesar de que apoyaron abiertamente a Macri en las elecciones, estos sectores desconfían de la política oficial y pelean por asegurarse –vía aumentos de precios– una mayor cuota de la torta a repartir”. Se “ha colocado al país ante un futuro cierto de mayor ajuste, creciente inestabilidad política y nuevo default de la deuda externa”. Su conclusión de que, sin embargo, también se han creado condiciones únicas para impulsar un amplio movimiento social y político, capaz de dejar atrás el sectarismo y los errores e invitando a aprovechar esta (nueva) oportunidad histórica, tiene el desafío de qué figura lo lideraría y con cuáles entusiasmos desde los sectores populares. Hoy por hoy, transcurrido un año de que los mandantes de Macri dejaran claro –como si hubiera hecho falta– que tutelan sólo para sí, la profundidad y rasgos más conservadores de la sociedad argentina dificultan pensar con optimismo. Los índices de popularidad que conserva el Gobierno, a pesar del elefante que está a la vista enseñando de qué se trata el destino por esta ruta, revelan el aún de cómo juegan los versos de la herencia recibida. 

Empero, el manual de lo imprevisible también dice que, hace pocos años, en uno de los peores momentos de la historia argentina, alguien supo leer la ocasión porque el clima de época lo generó. No hay quien esperara la anomalía surgida en 2003 en medio de un desierto que, ahora, dista de ser tal. Se constató la probabilidad de un rumbo diferente, que está más o menos equiparado entre los votos que no alcanzaron, ni alcanzan, y una energía significativa que la derecha no tiene. El macrismo cumple su primer año de gobierno sin enamorar absolutamente a nadie. Los ajenos lo aborrecen. Los propios le desconfían porque carece de liderazgo. Y los dichosos fluctuantes, que oscilan de un lado a otro según humores y sensibilidades pasajeras, comenzarían a advertir que hasta el último 10 de diciembre se estaba, de piso, bastante mejor que en la actualidad. Después de todo, lo que el kirchnerismo afectó no fue el bolsillo, ni de los pudientes ni de los sectores medios, sino los símbolos más caros del odio de clase y el individualismo racista. Primero sucedió la insolencia de un pingüino casi desconocido que hasta mandó bajar el cuadro de Videla del Colegio Militar. Y después una yegua plebeya, una Fernández, una figura sin la capacidad de construcción política en el barro peronista que tenía su marido pero suficientemente firme, atractiva, sin par entre la fauna, oradora extraordinaria, que los puso nerviosos. Muy nerviosos. Y todavía los pone. 

Que la excepcionalidad haya ocurrido una vez no quiere decir que necesariamente vuelva a acontecer. Sólo invita a pensar que en política nada está dicho. Por ejemplo, el bifrontismo Macri-Massa, que por estas horas atraviesa una disputa matrimonial no ideológica, puede salirle bien a la derecha. Y mal también.