El “más extranjero de todos” nació en Alejandría (Egipto) en 1955, donde balbuceó sus primeras palabras en francés, vivió parte de su infancia y adolescencia en Milán (Italia), y a los quince años se instaló con su familia en México. Su lengua materna, el italiano, no es su lengua literaria. Fabio Morábito, poeta, cuentista y novelista, se subió al tren del español un minuto antes de que partiera y lo dejara para siempre en el andén. 

De esa traición al habla del idioma de Italo Calvino y Eugenio Montale surgió uno de los escritores mexicanos más “raros”; un poeta que, como dice en uno de sus poemas, escribe prosa mientras “junto valor para los versos”; un narrador que es consciente de que sus poemas rezuman prosa “sin desbordarse de los límites del verso”. Un autor que es traidor y leal a las lenguas que lo han constituido, como si el español en el que escribe admitiera cierto grado de traición con el italiano. Como si el italiano en que lee, reconociera la infidelidad del español sin reproches.

Morábito, que estuvo en Buenos Aires invitado por la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, participó del Festival de Poesía y presentó Un náufrago jamás se seca, editado por Gog & Magog, una edición aumentada de la antología de los cuatro libros de poesía que publicó entre 1984 y 2024. Como si se moviera a dos bandas, aprovechó también para hablar de su último libro de cuentos Jardín de noche, publicado por Edhasa. El “procedimiento” de composición de los doce cuentos que integran el libro parece sencillo. El escritor toma la frase inicial de un cuento fantástico del japonés Haruki Murakami incluido en El elefante desaparece: “El tiempo siempre pasa veloz cuando miro el jardín. Y debieron haber transcurrido muchas horas, porque todo alrededor estaba oscuro”. Esta es la frase con la que comienza cada uno de los relatos de Morábito; en todos las narradoras y protagonistas mujeres están en un momento crucial de sus vidas en el que descubren que podrían haber vivido más intensamente, si no hubieran optado por privilegiar la tranquilidad o cierta concepción de “normalidad”.

Los libros de cuentos de Morábito, La lenta furia y Grieta de fatiga, fueron publicados en Argentina por Eterna Cadencia; La sombra del mamut, por Edhasa. Su obra ha sido traducida al alemán, al inglés, al francés, al portugués y al italiano; es autor de las novelas Emilio, los chistes y la muerte y El lector a domicilio, con la que ganó el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2018 y el Premio Roger Caillois 2019. También ha publicado híbridos bellísimos entre ensayos, relatos y misceláneas como El idioma materno y Berlín también se olvida.

 

 

Lengua madre

-En la nota final de Jardín de noche señalás que todos los cuentos arrancan con la frase del cuento fantástico de Murakami, pero llama la atención que la cita de la lectura la hiciste de la edición en italiano. Es curioso porque escribís en español, pero tu lengua materna es el italiano. Pareciera que siempre volvés a la lengua materna, ¿no?

-Esto fue porque doy clases de traducción literaria en la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) del italiano al español. Una de las alumnas propuso el texto de Murakami para traducirlo obviamente al español, que es lo que hacemos. Generalmente no traducimos de traducciones. Pero este caso lo quisimos hacer porque sucede mucho en el campo laboral de la traducción, que tienes que traducir un texto previamente traducido. Entonces, ella nos trajo ese cuento. Lo trabajamos y yo lo tenía un poco olvidado y después de cierto tiempo por alguna razón volví a ver la traducción y esa frase me llamó mucho la atención: “El tiempo siempre pasa veloz cuando miro el jardín. Y debieron de haber transcurrido muchas horas, porque todo alrededor estaba oscuro”. Yo lo traduje del italiano, no sé cómo lo tradujeron en español.

-Es como si el italiano nunca te dejara en paz. ¿Te pasó en otros textos que escribiste que haya estado metido inicialmente el italiano?

-Que yo recuerde algo así tan notorio como esto, como una frase, no. Pero siempre está muy presente el italiano porque leo bastante en italiano. Seguramente por ahí debe haber habido frases que he visto en algún libro de algún autor italiano que me haya movido a hacer algunas cosas. Ahorita no recuerdo nada en concreto. El italiano es una lengua materna que siempre se está metiendo y supongo que debe haber interferencias en la escritura. Sigo teniendo a veces alguna duda cuando se me va la palabra del italiano y no recuerdo cómo se dice en español. O al revés. Es una interferencia soterrada, tampoco tan molesta.

 

 

-Sergio Pitol decía que sos uno de los “raros” de la lengua; que tu prosa es exquisita e irrepetible. ¿Le atribuís esa rareza al italiano?

-Probablemente, sí. En una charla que tuve en la Feria del Libro con Jorge Fondebrider él decía que me veía como una presencia un poco extraña dentro del panorama de la poesía mexicana. Y me preguntaba si yo me sentía igual. Yo le dije que no me sentía tan extraño; pero que seguramente había peculiaridades por el hecho de que vengo de otra lengua. Yo creo que tiene ver con otra cosa también, con el hecho de apostar mucho a la imaginación en mis textos, cosa que quizá en México no es tan frecuente. En México prevalece una línea más realista, más apegada a lo que ocurre.
Por ejemplo, en muchos de mis cuentos es raro encontrar referencias, el nombre de la calle, el barrio. Todo es un poco universal, abstracto; se describen los lugares, pero no se los nombra. En general, por instinto tiendo a no localizar, a no regionalizar mis historias. Yo llevo medio siglo viviendo en México, o sea que escribo en un español mexicano, aunque no se caracterice por ser un español mexicano coloquial.

La espera y el peligro

-Los personajes de estos cuentos son seres un tanto solitarios que o están literalmente solos o se sienten solos; hay una suerte de “familia” de mujeres insatisfechas. ¿Qué te interesaba explorar de esa soledad en espera de que pase algo?

-“El monstruito verde”, el cuento de Murakami, es un cuento fantástico. La mujer está esperando a su marido, cosa que es una situación que aquí no ocurre nunca. La espera es una situación vital que siempre me ha interesado. Una de mis obras preferidas es Esperando a Godot, esa espera en la que tú sabes como lectora que Godot nunca va a aparecer. También ellos (Vladimir y Estragón) saben que nunca va a aparecer, pero hay que esperar. La espera es una una tarea muy absorbente. Cuando tú esperas, tu cerebro funciona de un modo distinto porque en ese lapso puedes dedicarte a pensar cualquier cosa; te abstraes un poco de tus obligaciones acostumbradas y dejas correr la imaginación, el recuerdo. En los personajes femeninos de mis cuentos hay cierto ajuste de cuentas: ven el pasado y en dónde están ahora. La espera es un disparador de situaciones, además ocurre en un jardín y de noche. Eso fue lo que me cautivó: un jardín de noche donde los árboles pierden sus formas, las flores pierden sus colores y todo es una especie de amenaza. Un jardín pareciera que es beneficioso, pródigo, hermoso, idílico, pero basta detenerse un rato para descubrir todas las amenazas. Cuántas películas de terror tienen que ver con jardines de noche, donde aparentemente estás en un lugar muy bien y es justamente ahí donde asoma el peligro. Me gusta cuando el peligro aparece y cambia todo el orden establecido.

-Las voces de esas doce mujeres suenan diferentes y muy bien. ¿Fue difícil escribir adoptando las voces de mujeres en un tiempo de reivindicaciones feministas? ¿Temías que te cuestionaran?

-Los cuentos los escribí con placer y libertad, despreocupándome de lo que pudieran decir. No creo que haya un alma femenina o un alma masculina. Estas son nociones para hacer congresos internacionales, igual que el alma mexicana o el alma argentina; son cosas tan abstractas... Yo había escrito un cuento en primera persona en el primer libro de cuentos, un cuento que se llama “La perra”. Ese cuento lo disfruté muchísimo y me sentí cómodo con esa voz femenina en primera persona, pero luego no volví a hacerlo hasta ahora. Y me sentí con una libertad de imaginación muy grande que me permitió poder pasar de un tema a otro y no tener que seguir una línea. No sé si eso tiene que ver con lo femenino de la voz. Así que me despreocupé completamente de que alguien pudiera decir: "No, así no son las mujeres"; “No, así no piensan”; “No, así no hablan”; “No has entendido nada”. A lo mejor no he entendido nada.

Cabeza de cuentista

-Se nota que nadás como pez por las aguas del cuento, aunque también hayas escrito novelas. ¿Te sentís más cuentista que novelista?

-Para mí la poesía es tan importante como el cuento; las dos novelas que tengo nacieron como cuentos y se fueron alargando; son cuentos alargados de algún modo. Yo tengo cabeza de cuentista más que de novelista. Un cuento busca retener el aliento; te dice: “no respires hasta el final”. La novela te dice “aprende a respirar de otro modo”; te deja respirar. En una novela de un capítulo a otro puede haber saltos de tiempo. Esto es algo que no podría hacer; algo se resiste en mí porque hay una situación que tiene que agotarse. Cuando se agotó, ya no se necesita saltar a ninguna otra cosa. Eso es de cuentista.

-¿Se podría pensar la diferencia entre cuento y novela por el abandono? ¿El cuento es difícil de abandonar, se lo suele leer de un tirón, en cambio la novela hay que leerla en varias sentadas, por lo tanto hay que abandonarla?

-Parte del placer de la novela es que hay que abandonarla: ahora regreso a casa y sigo porque estoy cautivado y tengo una cita puntual con esa historia, como sucede con las series que tienen tanto éxito. A lo mejor es una evocación de cuando nos daban la leche materna, que se establecía una cita con nosotros y nuestros cuerpos sabían que a cierta hora venía otra vez la leche materna como capítulos de la serie. Esto puede parecer absolutamente absurdo y luego sé cómo son los periodistas... Ya imagino que van a titular “Fabio Morábito dice que las series son como la leche materna”.

-Como poeta y como narrador te nutrís de ciertas lecturas y tradiciones diferentes. ¿Quiénes son tus referentes?

-Italo Calvino está siempre muy presente, cierto Calvino porque después se volvió para mí demasiado francés, demasiado enamorado de ciertas cosas académicas, estructuralistas, y cae un poco en el virtuosismo de “miren de lo que soy capaz”. Por ejemplo, un libro que ha sido muy festejado Si una noche de invierno un viajero, me parece muy antipático, incluso Las ciudades invisibles me aburre. Ahora su estilo y su dominio de la página es maravilloso; eso sí es una gran lección para mí, esa limpieza, ese no irse por las ramas. Él decía: "toda frase suprimida es un logro ético, incluso antes de estético”. Todo lo que puedas suprimir siempre es una conquista y lo demuestra por su estilo. Pero a veces peca un poco de autocomplaciente. Dino Buzzati tiene una imaginación espléndida, pero siempre se le puso el letrerito de “autor kafkiano”. Cuando empecé a escribir, tenía a Cortázar como referente. Y quien me quitó de la cabeza a Cortázar fue Silvina Ocampo, que me enseñó que no hay que dar explicaciones. Yo siempre daba muchas explicaciones y hay que dejar una zona de misterio, de cosas no resueltas. Hay que confiar más en el lector, que completará el sentido. En poesía, Jaime Sabines y Octavio Paz. Yo traduje a Eugenio Montale y mi primer acercamiento a la poesía fue con (Giuseppe) Ungaretti y Umberto Saba...Cuando leo poesía italiana, me siento como en casa. Me encanta (Alberto) Moravia, que sé que ha sido un poco desdeñado y tal vez sus últimos trabajos no fueron tan importantes; pero hasta las malas novelas de Moravia las disfruto muchísimo. Y no me gusta tanto (Pier Paolo) Pasolini, admiro más al personaje que a su literatura y su poesía.

El hermano menor

-Hay algo que aparece de Natalia Ginzburg en “Jardín de noche” y tiene que ver con la sensibilidad y empatía con que se observan ciertas cuestiones. Tus personajes siempre son muy empáticos; están disponibles y no son taxativos. ¿Cómo lo ves vos?

 

-Qué bien que lo dices...un rasgo estilístico que comparto con Natalia Ginzburg es la repetición. Incluso la repetición de conceptos, de palabras, y que alguien puede decir: “Bueno, ya deja de repetir esa palabra; no es importante”. Ginzburg repite todo el tiempo; es como una buena alumna que redacta muy bien y que siempre pone el sustantivo donde tiene que estar. Y esto que al principio pareciera una torpeza es una virtud, porque justamente es una virtud empática; no te quiere dejar solo, entonces repite para que estén juntos otra vez. No te dice: “Si no lo notaste, pues te fregaste; no te lo voy a repetir”. Ella lo vuelve a repetir y esta es una virtud empática. Ella dijo cosas que me caen muy bien. Ginzburg era la hija menor de una familia de intelectuales y cuando estaban en la mesa todos hablaban y a ella la dejaban un poco relegada. Entonces cuando tenía que decir algo, tenía que escoger muy bien lo que tenía que decir, porque solo así tenía la esperanza de que le hicieran un poco de caso. Mis frases son cortas y contundentes, porque así era la única manera como me podían oír. Yo era el hermano menor, un poco avasallado por las personalidades fuertes de mi padre, de mi hermano y de mi madre y yo era el que hablaba poco. Ahorita no recuerdo si fue ella que lo dijo, pero sí me identifico con esto: “si vas a abrir la boca, di algo que valga la pena”.