Ya vimos en artículos anteriores los intentos de Vicente Fidel López, en el siglo XIX, de demostrar que los incas descendían de los arios y que el quechua estaba vinculado al pelasgo, un idioma primitivo de la Grecia continental y de la isla de Creta. Vimos también los esfuerzos de Florentino Ameghino por señalar los orígenes de la humanidad en la Costa Atlántica de la Provincia de Buenos Aires. El deseo de Leopoldo Lugones en el Primer Centenario de visualizar un “linaje de Hércules” en el mestizo gaucho argentino. Posiblemente Jacques de Mahieu, nacido en Marsella en 1915, quiso a su modo unir el pasado de América con la diáspora de los nazis hacia el Cono Sur luego de la debacle del Eje. ¿Quién sabe? Quizás fue su modo de sentir que los arios —una raza imaginada a partir del Siglo XVIII— regresaban a reclamar un reino perdido en la profundidades de América en donde renacerían los derrotados con nuevo esplendor.

Jacques de Mahieu fue un militante del Movimiento Monarquista Francés, funcionario de la República de Vichy y miembro de la 33.ª División de Granaderos SS Voluntarios Charlemagne. Participó en la encarnizada defensa de Berlín en esa especie de Legión Extranjera que representaron los SS reclutados en Noruega, Dinamarca, Francia, Holanda, Croacia, Hungría, Rumania y Turquía, y que formaron lo último de un ejército alemán ante la inminente la caída del Reich. Condenado a muerte por el gobierno de Charles de Gaulle logró fugar a la Argentina.

La Argentina de 1946 no era un mal lugar para asilarse, si bien la Constitución proclamaba el “Para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”, la Comisión Argentina de Recepción y Encauzamiento de Inmigrantes sostenía desde uno de sus documentales de propaganda que “cada solicitud es estudiada con detenimiento y se selecciona rigurosamente al inmigrante de esta nueva era evitándose los efectos perniciosos del aluvión humano incontrolado que podría llegar desde la Europa deshecha. Ante todo se tienen en cuenta las aptitudes de cada persona. […] Los aspirantes a integrar la familia argentina son individualizados y sometidos a un estricto examen médico sicológico, se controlan los antecedentes de cada uno, sus condiciones morales y su capacidad para adaptarse sin vacilaciones a la idiosincrasia de nuestro pueblo. […] El examen físico es igualmente minucioso y destinado a poblar al país de habitantes fuertes, dignos de mezclar su sangre en el magnífico crisol de nuestra raza.”

No sabemos si de Mahieu tuvo que pasar por este minucioso procedimiento de aceptación, pero seguramente le facilitó la entrada estar plenamente de acuerdo con los interdictos de esa política de inmigratoria. De hecho, una vez arribado participó de “La Comisión Peralta”, nombre dado a la organización estatal a causa de su director, don Santiago Peralta, comisario filonazi de la Policía Federal. Según varias fuentes (Daniel Schavelzon, Marcelo García, Juan Luis Besoky) la comisión bajo el simpático mote de Verwandte (“los parientes”). Dependiente de la Dirección Nacional de Migraciones, se ocupaba de vender pasaportes a los criminales de guerra que buscaban refugio.

De Mahieu, bien recibido, se posicionó como director de la Escuela de Formación Política del Partido Peronista. Obtuvo una rápida membresía en la Academia Argentina de Letras (1952-1955). Fue miembro redactor de la Constitución Argentina de 1949 y afiliado allende los mares al grupo neonazi Círculo Español de Amigos de Europa. Más tarde fue mentor del Movimiento Nacionalista Tacuara, en el que curiosamente figuraba también Carlos Disandro, aquel que sostenía la entraña helenística-romana de Juan Domingo Perón. Según Disandro, permítasenos el paréntesis aclaratorio, el líder justicialista emergía del substratum galo-itálico que lo alejaba como una frontera sanguínea del germano, y por que no del vikingo, algo que como veremos complementará de Mahieu con su afición por lo nórdico.

Escuchar al profesor de Mahieu es una experiencia extraña. Podemos verlo en un documental de 2017 llamado Memoria de la sangre de Marcelo Charras. Allí aparece una reproducción de Walhalla, Los civilizadores del Mundo cuyo orador es el mismísimo de Mahieu. La filmación, hecha en video, es posiblemente de fines de los 80. Comienza con el emblema de una runa nórdica y la música dramática de Wagner creando un ambiente cuasi hollywoodense. La runa parece un palo con dos ramas hacia arriba: la que entendemos que representa a Eolh, símbolo de defensa y protección para mantener alejados a los intrusos y para defender de todo maleficio al que la usa. Un sigilo que aparenta mano abierta o posiblemente la señal de los cuernos que se usaba para apartar el mal de ojo. Sería el equivalente a los cuernitos que se apuntan para abajo para devolverle al diablo los males que desea sobre la tierra.

Allí, con tono doctoral, con su poblada biblioteca de fondo, ubicada en una casa con jardín en el centro del rodete de Ciudad Evita, el profesor francés habla del “imperio vikingo en América”.

¿Imperio? Se sabe que hubo presencia vikinga en Canadá, particularmente en un sitio llamado L’Anse aux Meadows (La ensenada de las medusas), en la isla de Terranova. Se estima a partir de aquí que los vikingos fueron los primeros europeos en poner los pies en América. Las mediciones que se realizaron por métodos de datación en maderas como el abeto y el enebro fijó con bastante precisión que el asentamiento en América del Norte tuvo lugar alrededor del 1021 un dato más que acompaña a la literatura vikinga de la Saga de los Groenlandeses y la Saga de Erik el Rojo que bautizaron a esta tierra bajo el nombre de "Vinland", el nuevo extremo occidental del mundo vikingo.

No es improbable entonces que otros vikingos hayan bajado al sur. Si el adelantado Alvar Núñez Cabeza de Vaca fue capaz de caminar 18 mil kilómetros desde Paraguay hasta las Rocallosas por qué un vikingo barbado no podría hacer los meros 8 mil que separan Terranova de Paraguay. Ahora, de allí a sostener —como lo hace de Mahieu— que los vikingos en América fundaron un “imperio”, y que fueron “los civilizadores” de todo un continente, de los mayas, los aztecas y los incas, que impusieron sus conocimientos en la construcción de caminos, que promovieron la línea recta y sugerir por añadidura que las pirámides son resultado de esta presencia danesa nos deja ponderando en el vacío que antecede a todas sus conclusiones.

Para empezar es curioso que si el imperio vikingo se impuso en América no se les haya ocurrido a estos civilizadores, compartir el invento de la rueda, aunque más no fuese para facilitar la construcción de las pirámides que el francés insinúa como arquitectura de tendencia escandinava. Los amerindios, curiosamente, conocían la rueda, pero se limitaban a usarla en juguetes. Una tesis sostiene que la ausencia de bestias de carga es la que anuló el uso de la rueda como método de transporte en los asentamientos montañosos. Pero los vikingos habituados al sistema esclavista aplicado en Europa bien podrían haber implementado la tracción a sangre de las tribus circundantes como supieron hacerlo los españoles una vez arribados al Nuevo Mundo.

No obstante, en su libro La agonía del Dios Sol. Los vikingos en el Paraguay publicado en 1977 por la editorial Hachette en su colección Los enigmas del Universo ya desde el primer párrafo nada parece estar librado al enigma:

“Hacia el año 967 de nuestra era, un jarl vikingo que se llamaba verosímilmente Ullman (…) desembarca en Panuco, pequeño poblado del Golfo de México. Era natural del Siesvig, la provincia meridional de Dinamarca donde escandinavos y alemanes ya se mezclaban, como todavía hoy (…) los drakkares de proa delgada, cuyos flancos cubiertos de escudos de metal centelleaban en el sol y cuya gran vela movediza parecía palpitar con el viento, les habrán parecido (a los amerindios) animales fabulosos. Tal vez sea ésta la razón por la cual Ullman entró en la historia mexicana con el nombre de Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada. (…) Unos veinte años después de su desembarco en Panuco, Ullman fue llamado al Yucatán por una tribu maya, los itzáes, que, traduciendo su apodo, lo llamaron Kukulkán. Sólo permaneció dos años en la provincia meridional de México donde encontró, sin embargo, el tiempo de fundar, sobre las ruinas de una aldea preexistente, la ciudad de Chichén-Itzá y de visitar las regiones vecinas donde se lo obligó a retomar el camino del Anáhuac”. Para abundar en seguridades, de Mahieu continúa con la enorme decepción que Ulman se llevó por no poder preservar la pureza racial:

“Una desagradable sorpresa lo esperaba allá: parte de los vikingos que había desoído las órdenes de uno de sus lugartenientes se habían casado, durante su ausencia, con indias y ya habían nacido numerosos niños mestizos. Furioso pero impotente, Ullman abandonó México. Con sus compañeros leales, se hizo a la mar (…) Reencontramos los rastros de los vikingos en Venezuela y en Colombia (…). Llegaron así a la costa del Pacífico donde reembarcaron, a las órdenes de un nuevo jefe (…) para ir a fundar, más al sur, el reino de Quito y, luego, hacia mediados del siglo XI, el imperio de Tiahuanacu.”