Por Laura Galarza

Por fin toma coraje y sale de su box. Le va a pedir aumento al jefe. La oficina del Gordo da a una terraza con  pileta y jacuzzi incorporado. El Gordo lo llama “muñeco”, como a todos sus empleados. “¿Vos sabés cómo te quiero muñeco?, yo por vos daría un riñón”, dice el jefe mientras él se ve reflejado en sus Ray Ban. La situación es dramática, pero el lector siente aflorar el espasmo de la risa. Y ahí queda, flotando en ese limbo incómodo. Porque después de Freud se sabe que la risa puede ser indicio de algo profundo; liberadora de aquello que internamente resulta contradictorio y no se alcanza a procesar.  

Nada contra qué chocar, los cuentos de Jorge Muñoz, premiado en 2016 por el Fondo Nacional de las Artes, pivotean -sin desbarrancar jamás- en esa encrucijada. Que nunca es explícita ni grandilocuente, porque lo que se cuenta  es un recorte de vida común y reconocible para cualquiera. Como en el cuento “El regalado”, donde Paludi, el niño protagonista disfruta cuando a su amigo cumpleañero le hacen “puente chino” y le patean el culo, porque su amigo tiene esa madre que él siempre se muere por encontrársela, a la que se le ve la tanga cada vez que se agacha a consolarlo. También el niño de “Osobuco y yo” al que sus padres llaman “manocaca” (porque estropea todo lo que toca), mientras ellos que están separados, se putean por teléfono y en una de esas, la madre termina estrellando el aparato. También los niños de “Zapatos” (que durante el recreo cuando a Ramiro Gómez se le salga el zapato que parecen los del abuelo y que llaman la atención entre tanta zapatilla de lona) van a hacerle pasar un momento que con seguridad, marcará su vida para siempre. 

Hay varios cuentos donde los niños están en primer plano. Y ese es uno de los valores de Nada contra qué chocar porque ellos son los que dejan al descubierto lo peor del mundo. O dan cuenta de en qué se convierten los hombres cuando el tiempo pasa. Entonces el chico de “Avalancha” que en vez de mover la pelota en el campito de fútbol, le dice cosas a las mujeres que pasan (“Rubia, el felpudo lo tenés haciendo juego con las cortinas?”) podría llegar a ser pasados los años, Víctor, el abuelo de “Pendeviejos, pigmeos y autómatas” que le asegura a su nieta que “las tetitas le crecen porque se le achica el cerebro”. O el niño de “Zapatos” que soporta que revoleen uno de los suyos por todo el patio durante el recreo al ritmo de “ole”; bien podría convertirse -volviendo activo lo pasivo - en el “Pez Gordo”, el jefe que ningunea.

Se sabe que en la literatura de la buena, debajo del humor imprevisto se revela la tragedia. Por eso Muñoz, lejos del efectismo, logra poner la risa ahí donde duele. Y el humor flota en el aire, enrareciéndolo. Y entonces esas  situaciones en escenarios tan reconocibles (cumpleaños, colegio, oficina, vacaciones) se tornan siniestras solo por el hecho de funcionar como el espejo de un mundo que tal como está, no tiene salida. 

Es por todos conocido qué complicado se les ha vuelto a grandes escritores hacerse un lugar en la literatura en general y en especial, en los ámbitos académicos, solo por abordar la miseria del mundo desde el humor. Basta poner sobre la mesa a Mario Levrero o a Fontanarrosa, a quien Cortázar cita junto a Macedonio Fernández en su clase sobre literatura y humor en Berkeley. “La intención del humor (a diferencia de la comicidad) es desacralizar, echar hacia abajo una cierta importancia que algo pueda tener, cierto prestigio, cierto pedestal. El humor está pasando continuamente la guadaña por debajo de todos los pedestales, de todas las pedanterías, de todas las palabras con muchas mayúsculas. El humor puede ser un gran constructor pero al destruir construye”. 

“Esta especie, la humana, es un virus milenario que tiene este planeta, pibe”, dice un empleado de oficina metido en un ascensor, que podría ser el mismo de otro cuento al que despiden mientras su jefe “pondera a los chinos”, porque se toman las crisis como una oportunidad. 

Muñoz muestra la peor cara de la especie humana, trabaja con el fracaso y los materiales de la derrota. Pero lo hace desde un lugar sin aspavientos, y sin aspiraciones “literarias”. Dando cuenta de aquello que Kafka le hace decir al ratón en su parábola: “Ay, el mundo se hace cada vez más pequeño”, pero de una manera sutil, como si estuviera de paso. Aunque claro, no lo está. Porque una vez que se empieza a leer Nada contra que chocar, es como adentrarse en un túnel oscuro del que sin embargo no es posible sustraerse. Y cierto magnetismo obliga a poner el ojo en aquello que las sociedades niegan o desestiman.