Portada del libro de Murakami y Wada
 
 

Mi primer encuentro con el jazz moderno se produjo en un concierto de Art Blakey y los Jazz Messengers, en 1963. Fue en la ciudad de Kobe, yo iba a la escuela secundaria y ni siquiera sabía qué tipo de música era el jazz. Pero por alguna extraña razón sentí curiosidad y me decidí a comprar una entrada para asistir al concierto. Por aquellos años resultaba bien extraño que un músico extranjero hiciera una gira por Japón, y como además decían que se trataba de un músico muy bueno, me animé a ir a verlo. Recuerdo bien que era un frío día de enero.

Freddie Hubbard, Wayne Shorter y Curtis Fuller, miembros del sexteto de jazz modal recién formado, salieron al escenario. Constituían una banda muy joven y extraordinaria, que repre- sentaba muy bien el carácter musical de la época, por mucho que yo, obviamente, todavía no supiera nada de aquello. En la sección rítmica estaban Cedar Walton y Reggie Workman, además del propio Blakey. En cuanto al vocalista Johnny Hartman, solo hizo una breve intervención.

Supongo que aquella noche no llegué a entender apenas nada de la música que estaba escuchando. Desde luego, era una música de una complejidad extraordinaria para alguien como yo, que se limitaba a escuchar rock and roll en la radio o en discos que compraba, y a cuyos oídos llegaba de vez en cuando, como mucho, alguien como Nat King Cole; aún me encontraba, sin duda, a otro nivel musical. Había dos temas que ya conocía: “It’s Only a Paper Moon” y “Three Blind Mice”, pero el modo en que fueron abordadas por los Jazz Messengers distaba mucho de sus respectivas versiones originales. No comprendía qué motivo había para romper y estirar y encoger la melodía de aquel modo tan caprichoso. ¿Qué necesidad había de ello? Ciertamente, la idea de la improvisación me era ajena por completo.

En aquel concierto sentí, sin embargo, algo especial, algo que me impresionó y me conmovió. “No entiendo bien qué es esto que estoy presenciando, pero se trata de una forma artística llena de nuevas posibilidades”. Algo así sentí de manera instintiva. Desde todos los puntos de vista me encontraba ante una experiencia llena de riqueza musical y promesas, además de una profunda espiritualidad.

Creo que fue el tono lo que más me llamó la atención; aquel tono sugerente, provocativo, lleno de misterio, que surgía de aquellos seis enérgicos músicos. Era un tono incuestionablemente negro, que solo unos músicos negros eran capaces de recrear. Eso fue lo que pensé. Por supuesto, existían razones para ello. Una era que los seis músicos del escenario eran negros. Pero había algo más; algo más en el propio tono de la música, con aquellos aromas tan extraordinarios como los de un buen cacao. Lo cierto es que regresé a casa extasiado e impregnado de aquel aroma, de aquel color.

Después del concierto, compré un disco de Blakey, de una época suya anterior, y lo escuché fervorosamente. Era Les Liaisons Dangereuses, publicado por Fontana Records. Cuando lo escucho, me siento transportado a otra época y a otros ámbitos en los que flota ese aroma, por supuesto, a música negra.

OLVÍDALO, YA NO IMPORTA

Cuando escuché a Billie Holiday por primera vez, yo era todavía muy joven y recuerdo haber experimentado cierta emoción al hacerlo. Pero no me di cuenta de lo maravillosa que era como cantante hasta mucho tiempo después, lo cual significa que envejecer tiene sus aspectos positivos.

De joven escuchaba a menudo sus discos del periodo que abarca desde la década de 1930 hasta mediados de la de 1940. Fue una época de gran actividad para ella, en la que cantó mucho, con una voz joven y fresca. Columbia Records reeditó muchas de esas grabaciones después. Era increíblemente imaginativa y tenía una asombrosa capacidad para hacer volar las melodías. El mundo del swing bailaba con ella y hasta la Tierra misma se estremecía a su son. No exagero. Lo suyo no era arte, era magia. Además de ella, el único músico capaz de concitar a voluntad semejante magia fue, en mi opinión, Charlie Parker.

Los discos que escuché de joven formaban parte del final de su carrera, cuando grababa para la discográfica Verve y su voz ya se había roto y su estado físico se había deteriorado debido al abuso de las drogas. En esas grabaciones apenas había nada que me permitiera conectar con ella: las de los años cincuenta, en especial, me resultaban lamentables, incluso dolorosas. No obstante, después de haber cumplido los treinta y a medida que me aproximaba a los cuarenta, comencé a apreciarlas y a ponerlas en el tocadiscos cada vez con más frecuencia, y sin entender bien por qué, me sentía extrañamente conmovido por esa música.

¿Qué encontré en esa desbaratada cualidad vocal suya? Me lo he preguntado muchas veces. ¿Qué tienen esas interpretaciones que tanto me conmueven?

Es posible que se trate de una expiación. O al menos es lo que he llegado a creer últimamente. En efecto, esa voz ajada que tiene en los años cincuenta parece adjudicarse todos los errores que he cometido hasta el presente, parece asumir todo el daño que yo pueda haber infligido a tantas personas a través de mis convicciones, a través de mi escritura. “Olvídalo, ya no importa”, parece decirme Billie. Y eso no tiene nada que ver con una terapia. Sea lo que sea, no admite curación. De hecho, no es eso lo que busco; pero sí, al menos, el perdón, ser perdonado.

En cualquier caso, se trata de mi experiencia personal con su música, y por tanto no debe buscársele ningún valor objetivo. Así pues, me decanto por recomendar el magnífico álbum recopilatorio The Golden Years, del sello Columbia, y si tuviera que destacar una canción de este disco, elegiría sin dudarlo un instante “When You’re Smiling (The Whole World Smiles with You)”, que incluye, entre otras virtudes, un fabuloso solo de saxo a cargo de Lester Young.

“Cuando sonríes, el mundo entero sonríe contigo”.

Quizás no lo creas, pero es verdad.

LÁGRIMAS Y SANGRE

Durante mi segundo año en la universidad trabajé en el turno de noche de un modesto restaurante en el barrio de Kabukicho, en Shinjuku, y respiraba el aire viciado del local desde las diez de la noche hasta las cinco de la mañana, hora a la que regresaba a mi apartamento en Mikata, junto a borrachos que habían perdido el último tren de la noche anterior. Trabajé allí desde finales del otoño hasta principios de la primavera del año siguiente, de manera que cuando rememoro aquella época, el paisaje que me viene a la mente siempre está teñido del frío invernal. Fue, de hecho, un invierno gélido y gris, en el que me sentí solo y mi vida carecía de alicientes.

No lejos del restaurante había un pequeño bar de jazz llamado Pithecanthropus Erectus, un nombre que obviamente tomaba el título de un álbum de Charles Mingus (solo un aficionado al jazz puede recordar un nombre tan largo). El bar permanecía abierto hasta bien entrada la madrugada, así que cuando tenía algo de tiempo libre iba allí a tomar un café y escuchar algo de jazz. Hacia 1970, Shinjuku era un lugar muy animado, y entre toda esa agitación y desorden se entreveraba también una ardiente ilusión por el futuro. El entusiasmo se respiraba en el aire y uno tenía la sensación de que a su alrededor estaban teniendo lugar acontecimientos extraordinarios.

Ahora no recuerdo si en ese bar escuché alguna vez el disco Pithecanthropus Erectus, de Charles Mingus. En cualquier caso, cada vez que lo escucho me acuerdo del local del mismo nombre. Me siento transportado mentalmente al barrio de Kabukicho, en Shinjuku, durante el invierno.

Lo que sí recuerdo es la primera vez que escuché el mencionado disco: yo era todavía un estudiante de secundaria y no comprendí demasiado aquella música ni me pareció especialmente emocionante. “¿Qué clase de cosa es esta?”, debí de preguntarme, perplejo. Por supuesto, se me escapaba toda aquella turbulenta sensibilidad y el sutil humor de temas como “A Foggy Day”. Me preguntaba qué necesidad había de añadir todo aquel ruido a una canción (por otro lado) pegadiza.

Sin embargo, con el paso de los años, Pithecanthropus Erectus fue ganándose poco a poco un lugar en mi corazón. Lo que antes había considerado burdo y tosco, aquello que había tomado por un sinsentido fue transformándose en algo especial, hasta el punto de que cuando escucho “A Foggy Day” en una interpretación de otro músico, sea quien sea, siempre me parece estar escuchando de manera simultánea a Mingus, como si este fuera el parámetro bajo el que guiarme. Puede resultar extraño, pero así es.

Es probable que Mingus no tuviera excesiva fe en la canción “A Foggy Day”, porque en cierta ocasión le dijo a Lester Young que mientras tocaba “A Foggy Day” tarareaba para sí la letra, que ese era el único modo de que el tema alcanzase la sensibilidad del público. Resulta curioso que lo que Mingus nos ofrece con Pithecanthropus Erectus sea algo opuesto por completo a la concepción musical de Lester Young, algo que dista bastante del “A Foggy Day” original, cuyo orden ha quedado alterado. Pese a ello, Mingus mantiene la calidez de la versión vocal de Lester Young y es igualmente poética; y a nosotros, a su público, nos toca el corazón: en ese tema hay lágrimas y sangre, y la ejecución de Mingus logra conmovernos.

UN MUNDO QUE YA NO EXISTE

Recuerdo un jazz-café ubicado en Suidobashi, durante mi época de estudiante universitario, a comienzos de los años setenta. Se trataba de un local bastante pintoresco llamado Swing, donde no se escuchaba otra cosa que jazz tradicional. Allí estaba vetado todo estilo a partir del bebop, y ni Charlie Parker ni Bud Powell tenían un lugar en su repertorio de discos.

Debe tenerse en cuenta que aquellos eran los años de esplendor de John Coltrane y de Eric Dolphy, de modo que aquel local no era especialmente popular entre los amantes del jazz, en general. Si el lugar se mantenía a duras penas abierto era gracias a un nicho de clientes que le guardaban fidelidad absoluta. A pesar de todo, o gracias a ello, la música que allí sonaba era de una calidad excepcional. A diario, de la mañana a la noche, sus viejos altavoces (el izquierdo de diferente tamaño que el derecho) emitían un reconfortante jazz añejo, sin hacer ningún tipo de concesión a estilos modernos. Solo para quienes seguían la tendencia general, es decir, para la mayoría, aquello no tenía mucho sentido.

Trabajé en ese jazz-café y aprendí todo lo que debía aprenderse para disfrutar del viejo jazz mientras escuchaba a Sidney Bechet, a Bunk Johnson, a Pee Wee Russell, a Buck Clayton... Pero mi mayor descubrimiento fue, sin duda, el de Bix Beiderbecke, cuyo sublime sonido de corneta me atrapó en cuanto lo escuché por primera vez. Fue, como otros, una estrella fugaz con apenas tiempo para lucir durante los años veinte del pasado siglo, y que se apagó debido a lamentables circunstancias cuando Bix solo contaba veintiocho años. Fue un astro efímero, un bebedor autodestructivo y el genio blanco de su instrumento.

La gracia de su música se encuentra en su intemporalidad. Por supuesto, su estilo se enmarca en un pasado ya lejano, de principios del siglo xx, y en ese marco es fácilmente reconocible; pero no me refiero al estilo, sino al sonido y a la intuición de Bix para los fraseos: nada hay en ellos que pueda tildarse de viejo. Su música surge con el encanto del agua que mana de un surtidor, lanzando alegría y melancolía a partes iguales, y cala en nosotros, que lo escuchamos ahora, con la inmediatez de la contemporaneidad; por tanto, nuestro gusto por ella no está teñido de añoranza.

Supongo que quien escuche a Bix por primera vez se dará cuenta de que no trata de ganarse la aprobación del público con su música. En ella puede percibirse un fuerte y extraño sentido de introversión e independencia inherente a su estilo. A donde dirige la mirada, con terca fijeza, no es a los oyentes que lo escuchan, ni siquiera a la partitura, sino a la secreta esencia de la música, escondida en un hondo abismo. La música que sumerge sus raíces con profundidad en semejante estado anímico llega a ser intemporal.

Basta con escuchar dos temas para comprender el talento de Bix: “Singin’ the Blues” y ”I’m Coming Virginia”. Muchas otras actuaciones suyas también deslumbran, rebosantes de calidad, pero ninguna como estas dos, en las que lo acompaña el también genial saxofonista Frankie Trumbauer. “Singin’ the Blues” y “I’m Coming Virginia” expresan, con claridad y convicción, con certeza y conciencia, una verdad con mayúsculas, indudable como la muerte, incuestionable como el reflujo de las mareas, inapelable como la declaración de impuestos. En los apenas tres minutos de música de cada tema se agazapa el universo entero.

Ambos temas fueron incluidos en la recopilación Bix Beiderbecke Story vol. 2. Me lo regalaron cuando abandoné el Swing y lo conservé con mucho cuidado, hasta que en alguna de mis muchas mudanzas desapareció. Es una pena no saber en qué momento se extravió ni adónde fue a parar.

Naturalmente, el Swing tampoco existe ya.

LLEGAR AL ALMA

Si alguien me preguntase cuál es la mejor cantante blanca de jazz, después de Billie Holiday, enseguida me vendría el nombre de Anita O’Day, sin por ello desmerecer la calidad de Chris Connor, June Christy o Helen Merrill. El talento de todas ellas es obvio, pero personalmente me quedo con O’Day.

Lo que en mi opinión la hace única es su sensibilidad jazzística: ¡todo lo que canta lo convierte en jazz! No se complica. Va al grano. Es concisa y directa. Esa es la clave, por encima de su indudable talento escénico y su sensibilidad femenina. Su fraseo es frío a veces y su voz de textura áspera, a ratos estridente. No posee una voz envidiable y, aun así, se produce la magia: su voz es jazz. Por lo que a mí respecta, me encanta ese “aun así...”.

Otras cantantes me arrastran y seducen hasta el desmayo cuando cierro los ojos. Con Anita, sin embargo, eso no me ocurre. Para bien o para mal... Quizás tenga que ver con su personalidad, pero en su música no hay niebla, no hay desmayo; todo es claro y límpido; determinado, bien enfocado. Su voz no se anda con ambages, toma una dirección u otra, no hay en ella ambigüedades. En ocasiones se vuelve tan nítida que se diría que exprime al máximo la música. Comprendo que ello cree división de pareceres entre los aficionados al jazz. A unos les gusta, a otros no.

Como cantante, a O’Day le influyó muchísimo Billie Holiday, que también perseguía la nitidez y ahuyentaba la bruma en su interpretación, y resaltaba la musicalidad del tema en toda su pureza, para sumergirse a través de una serie de capas hasta las profundidades más ignotas del corazón; aunque, para ser justos, debemos admitir que esta era una habilidad que Holiday poseía en mucha mayor medida que O’Day (y que prácticamente cualquier otra cantante).

Sin embargo, esa musicalidad concisa de O’Day, ese ir al grano con que abordaba su trabajo vocal me llega al corazón. El mejor ejemplo que se me ocurre para ilustrar lo que digo es la famosa escena de la película Jazz on a Summer’s Day, en la que interpreta el tema “Sweet Georgia Brown”. La actuación, grabada en directo, transcurre durante el mediodía, a pleno sol, en las circunstancias menos propicias para disfrutar del jazz, pero poco a poco el público asistente, que al principio la recibe con languidez y apatía, bajo un sol de justicia, va entusiasmándose y dejándose seducir por su voz. La impronta de ese estilo vocal tan suyo, lleno de tensión y de resolución, se muestra en su punto álgido en esta interpretación. Quizás no podía llegar más alto. De lo que no cabe duda es de la originalidad y humanidad de su estilo. Esa escena de Jazz on a Summer’s Day bastó para hacer de ella una leyenda del jazz.

Es una pena que no fuera capaz de mantener aquel nivel que exhibió en Jazz on a Summer’s Day, esa tensión vocal tan particular con que hechizó a todos. Años después, su carrera sufrió un notable deterioro debido a la adicción a las drogas y a problemas mentales; pero lo que nadie podrá poner en duda es esa impronta rebosante de sinceridad y autenticidad que dejó en la música. De entre todos sus temas, mi favorito es “Loneliness Is a Well”, el poco conocido tema de Joe Albany, grabado con un trío de piano al acompañamiento, en un pequeño club de jazz de Chicago. Su interpretación aquí me llega al alma.

MENSAJES OCULTOS

A principios de la década de 1990, Ornette Coleman actuó en Japón en un concierto al aire libre celebrado en el parque de atracciones Yomiuri Land, en el área de Tama, con una banda en la que también tocaba su hijo. Yo estuve allí, disfrutando de la música, con mi cerveza en la mano y un poco sorprendido por lo que me encontré. “No me acordaba de que en la música de Coleman hubiera tanto sentido del humor e ingenuidad”, pensé, algo estupefacto. El recuerdo que conservaba de cuando lo escuchaba en mi juventud era el de una música intrincada, intelectual, enigmática, y así es como supongo que lo recordaba la mayor parte de mi generación.

Supuse que se debía al paso de los años, que va puliendo las aristas del carácter, y a que el mundo había cambiado notablemente desde los años sesenta, década en la que se le consideraba un músico de vanguardia. Sin embargo, en esencia, no me parecía posible que Coleman hubiese cambiado tanto –nadie lo hace de manera tan radical–, así que también podía ser que ese humor y esa espontaneidad hubieran estado siempre presentes, desde el inicio, en su música –al menos en potencia–. Con esa idea en mente volví a escuchar sus viejos discos y, en efecto, me di cuenta de que guardaba un recuerdo muy diferente de ellos.

Retrocedamos en el tiempo y situémonos en Shinjuku, en aquellos años sesenta de clubes de jazz atestados de humo y de jóvenes ceñudos, concentrados en la música arrojada por oscuros altavoces JBL. Inmersos en una densa atmósfera de intelectualismo y guerra de Vietnam, los jóvenes trataban de descifrar mensajes ocultos en los fraseos de Ornette Coleman. Se le escuchaba con el mismo poso de gravedad con que se leía a Kenzaburo Oe, o se contemplaba el cine de Pasolini, esperando encontrar codificados entre líneas comentarios sociales.

Aquella época convulsa quedó atrás, el panorama jazzístico cambió, el público fue olvidándose de Ornette Coleman. Desde cierto punto de vista, esto pudo constituir un alivio, tanto para él como para nosotros, su público, puesto que nos desprendimos del viciado hechizo de la época y aprendimos a disfrutar de la música tal como era. Eso pensé aquella despejada tarde de verano, ante el escenario desde donde nacía aquella música renovada de Ornette Coleman.

The Shape of Jazz to Come, editado por Atlantic, es, según mi criterio actual, su disco más redondo y compacto; el de mayor calidad, en definitiva. En él se incluye el célebre tema “Lonely Woman”. No obstante, el que más me gusta es Town Hall Concert, publicado por el sello ESP en 1962. Entremezcla fragmentos de exuberante intensidad con partes forzadas que sobran, pero resulta sorprendentemente agradable y calmante, como el arrullo procedente de un lejano riachuelo. Además, se atisba la influencia de Charlie Parker a lo largo de todo el disco, con ese sonido suyo, innovador y espontáneo a partes iguales, cosa que me satisface y me reconcilia con los defectos que puedan achacársele a este elepé. Es algo que no suele ocurrirme cuando escucho a quienes tratan de emular a Charlie Parker.