“En mi pueblo no hay librerías, y en mi casa tampoco había biblioteca, así que llegué a la escritura casi por casualidad, a través de la música”, dice Alan La Veglia, escritor, poeta y profesor de historia oriundo de San Miguel del Monte.
La Veglia conoce su oficio, y habla de poesía y literatura con la seguridad que ostentan las personas que transitaron varios años de escribir, escribir y escribir. Alan, a pesar de su juventud, pertenece a este grupo. A sus veinticuatro años cuenta con cuatro libros escritos: tres poemarios y un libro de ensayos “Canción triste para un asteroide” que va a publicarse a principios del 2026.
“Mi inicio en la escritura fue a los doce o trece años. En mi casa no había libros, no había ciclos de poesía, no había librerías cerca. Nunca estuvo la costumbre de leer. En mi pueblo el libro no importa demasiado, o al menos no importaba hasta que yo publiqué mi primer libro. No es una crítica, para nada, es simplemente una realidad. Así que llegué a la escritura un poco de casualidad, y de una forma bastante hermosa: a través de la música, que me parece que es el arte perfecto, porque es imposible que te sea indiferente. Vas escuchando música en la calle, una canción, por ejemplo, y algo te impacta en el cuerpo. El libro, en cambio, tiene algo más pedante. Yo creo que, si tuviera un poco de talento con los instrumentos, eso sería lo mío de verdad. Empecé escribiendo letras de canciones con esta intención de querer imitar, copiar aquello que me deslumbraba. Después, llegó la poesía”, explica Alan con una fascinación que recuerda a la idea borgiana de “Todas las artes aspiran a la condición de la música, que no es otra cosa que forma”.
Después de la etapa de compositor de canciones, La Veglia se acercó a la poesía y escribió su primer libro “Las XXXIII cruces”, a los diecisiete años, influenciado por el surrealismo: “Lo escribí rápido, en unos cuatro meses. Se publicó así. Durante mucho tiempo renegué de ese libro, pero hoy elijo no ser tan crítico: rescato lo hermoso que fue empezar a escribir poesía. Fue la primera vez que escribía con tanta entrega. Nunca había estado en contacto con gente del mundo literario, y fue precioso. Escribir, en ese momento, era algo corporal, electrizante. Toda la etapa surrealista fue una época en la que me fascinaba el lenguaje, pero me aburre un mismo estilo sostenido en el tiempo, un mismo interés, una sola voz. Por eso me gusta que en un momento me haya encantado el surrealismo, aunque hoy rechazo muchas cosas de ese movimiento. Me gusta haberlo habitado porque también significó algo muy fuerte: que al principio, lo que me atrapaba era el lenguaje como tal, su vibración pura, su despliegue. El lenguaje por el lenguaje. Esa fascinación por cómo se dice, más que por lo que se dice”, sostiene.
Después empezó a estudiar con quien fue su maestro, el poeta Javier Galarza, y así llegó el segundo libro: “El pasto muerto cría luciérnagas”, publicado por Ediciones En Danza. “Con Javier empezamos a leer a Hölderlin, Novalis, Paul Celan, Mallarmé. Recuerdo con mucho cariño especialmente a Novalis y a Rilke. También a Eliot y a Pound: una locura. En ese momento dejé atrás el surrealismo por la influencia de dos autores que me parecen maravillosos: Jorge Teillier, poeta chileno, y su padre literario, Georg Trakl. En ese momento, también, llegó el haiku, que me hizo comprender que eso que tanto me interesaba —el erizamiento del lenguaje, lo sagrado en la literatura— podía estar en lo real, en lo cotidiano. La poesía japonesa y china me enseñaron que lo sagrado puede habitar en un instante, sin artificios ni metáforas. El haiku es eso: un poema breve, porque lo sagrado no necesita explicación”, reflexiona.
“El pasto muerto cría luciérnagas” se vendió muy rápido, y fue el libro que le permitió a La Veglia ser seleccionado para integrar la categoría “novísimes” del Festival Poesía Ya! organizado en el Centro Cultural Kirchner. “Fue una locura. Vengo de un pueblo muy católico, conservador… entrar en contacto con otros escritores me pareció algo increíble. Yo nunca había leído frente a otra persona. Y fue maravilloso que alguien se acerque y me diga: ‘Che, qué lindo lo que hacés’. No por una cuestión de consagración, sino por algo de lo que se comparte. La poesía, cuando se comparte, se vuelve una especie de comunión. La poesía tiene esa belleza que otros géneros no tienen: la voz. La voz y el ritmo importan muchísimo. Es como la música en ese sentido. Vivimos en una cultura de estar constantemente atiborrados de sonidos, de hablar de uno mismo. Romper ese espejo del yo, aunque sea por un momento, y volverse receptivo hacia otra voz, es algo hermoso. Y eso, para mí, no pasa en otros géneros. Amo la novela. Amo el ensayo. Pero la poesía guarda algo tan originario como sentarse frente al fuego de otra voz y escuchar que en los otros géneros no pasa”, explica.
El trabajo de La Veglia se vio muy influenciado, además, por el haiku. Alan explica que la poesía japonesa fue la escuela que le permitió alejarse de la búsqueda estética del surrealismo. “Lo que más me interesaba cuando empecé a estudiar poesía japonesa era pensar el aspecto de lo sagrado en la literatura. El haiku propone una descentralización de todo, es una ruptura del yo. Trabaja lo sagrado no como un concepto abstracto, sino como algo concreto. Me interesan esos erizamientos que genera lo real, como descargas eléctricas provocadas por el contacto con la vida. El haiku me mostró que lo sagrado podía ser completamente nombrable. Me enseñó, también, que no hay que buscar todo el tiempo. Está buenísimo buscar, claro, pero la vida misma se desborda, y ese desborde impacta en el cuerpo. El cuerpo es el principal receptor”, dice.
Bajo esta mirada nació su tercer libro de poemas, “La cornamenta de los ciervos”, que todavía busca casa editorial. “Es el libro al que más cariño le tengo. No sólo por los poemas, sino por el momento vital en que fue escrito. En el libro anterior había una gran obsesión por dejar atrás los restos del surrealismo. Ahí buscaba la precisión del poema, como un objeto capaz de expresar eso sagrado que habita la realidad misma. Un poema sin pretensiones ni artificios. Con “La cornamenta…” pude concretar eso de mejor manera. Son poemas que surgieron muy de repente, algo novedoso para mí, porque nunca nunca me había pasado eso de que el poema surja solo, como si uno tuviera un talento innato. Cuando ya lo consideraba terminado, aparecieron unos poemas nuevos que escribí entre la muerte de mi maestro de poesía, Javier Galarza, y la muerte de mi abuelo. Y fue muy fuerte para mí lo que surgió ahí en torno al lenguaje. Descreo de la idea del poema como un rayo que te cae y te atraviesa. Pero en ese momento, me pasó eso. Sentía una tristeza luminosa, no sé cómo explicarlo. Y recuerdo esas noches: sentarme, y que el poema surgiera de un tirón. Me pareció algo muy poderoso”, recuerda.
Hoy, Alan incursiona en la no ficción y en el ensayo. Su último libro, “Canción triste para un asteroide”, explora lo mitológico y lo sagrado a partir de la música. El autor se encuentra en proceso de corrección del material, que verá la luz a principios del año próximo. “Es el libro con el que peor me llevé: me peleé mucho, lo odié. Lo escribí a la fuerza muchas veces, pero es un libro al que le tengo cariño. Hasta ahora, me parece uno de los más logrados”, concluye.

