Mauricio Macri tenía redactado el decreto para poner en marcha de esa forma la reforma previsional. La cuestión no mereció demasiados comentarios, más allá de la respuesta de la CGT que prometió un paro general si se dictaba ese decreto (la actual dirección sindical suele anunciar medidas de fuerza para después de que el daño irreparable se produzca). Razonablemente, las escenas de salvaje represión estatal a manifestantes pacíficos y el dramático desarrollo de la sesión en Diputados ocuparon la atención. Pero lo que estuvo a punto de suceder, a saber, la decisión presidencial de colocar al parlamento en el lugar de las cosas inservibles, es un hecho de extraordinaria gravedad. Más aún el solo anuncio de que ese hecho podía ocurrir –surgido claramente del frente de agitación y propaganda oficial– indica una decisión de saltar el obstáculo parlamentario para cualquier medida de las que el establishment considere de necesidad y urgencia. 

Es un paso más en la dirección ya asumida de construir un nuevo régimen político en la Argentina. La Constitución y las leyes quedan subordinadas a la necesidad de “terminar con el pasado” que es el santo y seña de la pretensión de una refundación político-cultural del país. Esta vez este objetivo, que tuvieron todos los golpes de Estado ejecutados por las fuerzas armadas, no se pone en marcha desde un gobierno de facto sino desde uno surgido de una votación legítima. Es una diferencia importante, la fuente de la legitimidad de este gobierno viene de “abajo”. Y el instrumento al que apela Macri cuando pone sobre la mesa el papel que esteriliza definitivamente al Congreso es la opinión pública. El actual es un gobierno de la opinión pública. Gobiernan las estadísticas que dictan las encuestas. A tal punto que la ampliamente negativa opinión sobre el ataque a los jubilados y jubiladas fue la que encendió las luces rojas en el Gobierno. Y cuando las luces rojas se derivan al Ministerio de Seguridad, entonces hay que prepararse para lo que sea. Sin embargo, parece una contradicción: cómo es que un gobierno basado sobre la opinión pública va a dictar un decreto contra esa opinión y que, además, es un gesto autoritario inédito en el país desde 1983 (esto no es un veto, esto es un decreto que coloca al Poder Ejecutivo por encima del Legislativo, algo que ya se ensayó con la designación de jueces por ese medio al principio del gobierno). Pero Macri está dispuesto a doblar la apuesta; si consigue imponer en la opinión la justificación de que estamos en una emergencia por una conjura de delincuentes, ventajeros, vividores, violentos, indígenas, patrullas iraquíes y otros males, todos ellos articulados por el perverso kirchnerismo que quiere provocar otro diciembre como el de 2001, entonces todo el abuso legal e institucional le será perdonado y se despejará el camino hacia la refundación del país.

El camino de un extremo debilitamiento del Estado de Derecho comenzó desde el primer día de gobierno. No hace falta recapitular uno por uno los episodios que refuerzan esta afirmación porque eso llevaría demasiado espacio. Como para que no quede sepultado el hecho entre los nuevos y graves hechos, hay que decir que la resolución del juez Claudio Bonadio, las prisiones que de ella se derivan y la proscripción que es su esencia tiene muy poco que ver con un Estado de Derecho. La objeción de que Bonadio no forma parte del Gobierno luce de un emotivo candor y no merece ser atendida. El cambio progresivo de régimen político está a la vista. Lo caracterizan el autoritarismo presidencial, el desquicio del Poder Judicial y la colocación de las fuerzas de seguridad como guardia pretoriana contra la protesta popular. Pero el nuevo régimen tiene otro pilar, el dominio masivo de la información y la opinión. No es el dominio por parte del Gobierno, como lo demuestra la evidente capacidad de extorsión que ejerce el grupo Clarín contra el Presidente y su equipo; es el dominio que ejercen los poderes fácticos, cuyos límites se han ensanchado considerablemente a partir de diciembre de 2015. El control de la información y la opinión equivale a la construcción de opinión pública. Es por eso que la clave de comprensión de los movimientos del Gobierno está en la publicidad. Nos hemos acostumbrado a que las agencias estatales desplieguen un enorme dispositivo de conocimientos exhaustivos y profundos sobre los habitantes de este país. A que haya ejércitos de trolls invadiendo las redes. A los exorbitantes presupuestos estatales para la publicidad. Es decir, entre los oligopolios mediáticos y el aparato estatal se ha construido una extraordinaria malla de protección a las políticas en marcha y de construcción de un enemigo interior que justifique el estado de excepción. 

El cuadro, sin embargo, no termina de cerrarse. Porque la opinión pública es un artefacto frágil e inestable, cuyo sustento es una estadística. Las estadísticas pueden dar fotografías muy precisas, pero no pueden captar movimientos profundos de la sociedad. La historia reciente está llena de ejemplos al respecto. En octubre de 2001 las encuestas señalaban un apoyo ultramayoritario a la convertibilidad y ya se sabe lo que ocurrió en diciembre. La opinión pública es un número, en cambio el movimiento y el estado de ánimo de masas es un proceso continuo que parece estancado pero acumula experiencia y produce saltos y sorpresas. En estos días nos vamos encontrando con una novedad: la movilización social adquiere una sintonía con las estadísticas que produce un cambio circunstancial en la política. Las multitudes que salen a la calle empiezan a contactar con un ánimo mayoritario como es el caso del rechazo de la “reforma previsional”. Y en el mismo movimiento, lo que está “fuera” del sistema político produce efectos en el interior del sistema. La Cámara de Diputados registró el clima social; hasta tal punto que los sucesos de afuera fueron determinantes para la clausura de la sesión. No está muy claro si el quórum proclamado por el oficialismo fue real, pero la indeterminación sobre el curso del debate y la votación definitiva le aconsejó al oficialismo la retirada en orden. 

El Gobierno confía que un bono compensatorio alcanzará para conseguir los votos para la ley. Aún si fuera así, la escena de la disputa está llamada a dejar huellas políticas importantes. Una de ellas es la certeza de que el Gobierno no va a detenerse en el límite de la ley para abrir paso a su marcha. No es que el nonato decreto no tuviera antecedentes desde la asunción de Macri. Pero el contexto y la naturaleza del ucase presidencial son, sin duda, muy especiales. Otra consecuencia importante es el realineamiento político que está en ciernes en el Congreso. Porque si las cosas avanzan en esa dirección pueden pasar a expresar mejor en el ámbito institucional los humores sociales. Hasta aquí los arreglos políticos del Gobierno con algunos sectores formalmente opositores tuvieron un escaso costo político para estos últimos. Pesaba más para algunos de esos espacios la necesidad de aislar y debilitar a los sectores identificados con los gobiernos anteriores que la de diferenciarse de modo más claro y rotundo de la línea oficial. Algo que ver con ese cambio tiene la frustración electoral sufrida por esos sectores. Pero a eso se suman hoy los coletazos que sufre el prestigio del Gobierno cuando algunas de sus medidas empiezan a golpear a determinados segmentos sobre los cuales descansa una parte importante de su electorado. La escena parlamentaria fue dramática como no lo era desde hace mucho. Es enternecedor el escándalo de algunos columnistas por los gritos, por la irreverencia contra la institución de la presidencia de la Cámara y por alguna cachetada perdida en el aire. No se los ve tan alterados por el hecho triste de que nuestra democracia se carga de violencia oficial autoritaria y por la persecución política. Es muy bueno que no funcione la caballerosidad corporativa como regla de funcionamiento de los diputados. No hay que olvidar que junto a su rol legislativo los parlamentos tienen una función expresiva de los conflictos sociales. 

En pocas horas se define esta contienda. La puja tiene como objeto directo el destino de algunas decenas de millones de pesos, que es importante para el Gobierno a fin de ordenar sus cuentas actuales pero sobre todo para mostrarle “al mundo” su decisión de no reparar en gastos para terminar con la Argentina inventada por el peronismo. El macrismo ha avanzado sumando sectores que no han tenido fuerza ni coraje para retacearle el apoyo y han preferido refugiarse en el fantasma de la gobernabilidad y en el sonsonete de la “institucionalidad”. Así y todo se trata, en todos los casos, de aliados calculadores, autointeresados y, por eso, inestables y sujetos a los vaivenes del humor popular. Probablemente el Gobierno salte este obstáculo pero más allá de lo que ocurra el lunes en el Congreso, parece que los hechos del jueves pasado -sumados a un proceso importantísimo de reagrupamiento sindical y de confluencia de fuerzas sociales y políticas- pueden ser el anuncio de una nueva etapa política. Acaso la defensa del Estado de Derecho contra la judicialización y la militarización sea, en esta fase política, un requisito inexcusable para enfrentar el plan regresivo en lo social, económico y cultural que está en marcha.