"Mario Levrero descosía los cocodrilos de las remeras que le regalaban sus amigos". De eso me acordé cuando salí de visitar a Carla que se había operado las gomas. No pude verlas, tenía una faja y arriba una remera negra con una dorada que decía "Despertame cuando sea rica". Le pregunté por qué se había comprado esa remera.

‑-¿No te gusta?

‑-Qué sé yo, no me cierra mucho la frase.

Estiró la remera por la parte de abajo, la leyó, creo que por primera vez y luego, sin estar muy convencida, me dijo "Me gustó el color". Alguien le preguntó si le habían quedado cicatrices y la conversación viró para ese lado.

Antes de juzgarla, quiero que sepan que Carla es una de las personas más inteligentes que conozco. Llevó la bandera en el colegio, se recibió con honores en la facultad e hizo un máster o un doctorado (nunca entendí) en Harvard. Se que esto no garantiza nada, pero créanme que Carla es inteligente. Su cruz fue (es) la ambición, entró a trabajar en una multinacional ubicada en un edificio inteligente de Puerto Madero, donde el ritmo, los compañeros y la presión la terminaron gastando. Trabajaba de lunes a sábado, once horas por día. Ganaba casi quince lucas verdes pero nunca pudo ahorrar por el nivel de vida que la empresa le imponía. Tenía que vestirse con marcas importadas, ir a determinadas fiestas o eventos, a cenar en los restaurantes que estuvieran de moda y a alquilar un piso en Palermo, que aunque tenía todos los amenities posible, Carla nunca usó porque siempre volvía a las once de la noche y se tenía que dormir empastillada. Para hacerla corta, una vez tuvo un ataque de pánico al que no tuvo tiempo de tratar como debía, después vino otro y un día no pudo subir al avión que la llevaba a una conferencia en Chicago y terminó internada.

Ahora que volvió a Rosario, con las tetas nuevas y sin ojeras, se la ve renovada (ese adjetivo usó una chica durante la visita). Pero yo siento que no aprendió nada de todo lo que pasó, y que cuando se reincorpore al trabajo en Buenos Aires, va a volver al mismo círculo vicioso. Se nota en su manera de hablar en forma contínua, casi sin respirar, o en la cantidad de programas y actividades que hace durante el día, como si no se permitiera descansar. Cuando salió de la internación, fuimos a almorzar a un bar frente al río. Llevaba un sombrero para tapar los huecos que tenía el pelo que se le había caído, hablaba despacio y le temblaba la mano izquierda cuando sostenía el tenedor. Empezamos hablando de las vacaciones y de lo lindo que se ponía Rosario en verano. Después comimos en silencio, mirando el río, hasta que le pregunté "¿Cómo hiciste para vivir tanto tiempo así?".

‑-¿Así cómo?

Estuve a punto de decirle "llevando esa vida de mierda", pero en su lugar le enumeré las razones que creía la habían llevado a internarse. Empecé con las metas, que cada eran vez más difíciles e inalcanzables. Le recordé esa frase que repetía cuando entró en la empresa "los objetivos son como los cumpleaños, se deben cumplir siempre y cada uno debe ser mayor al anterior". Luego le hablé de la carga horaria, que la obligó a dejar de viajar a Rosario y pasarse los domingos adentro de los shoppings comprando cosas que después nunca tenía tiempo de usar. Por último, le recordé el tiempo que llevaba sin estar con ningún hombre, porque sus compañeros de trabajo competían todos por el mismo puesto, lo que los llevaba a convertirse en islas, donde no hablaban entre ellos, tampoco había reuniones después del trabajo, ni siquiera un abrazo cuando alguien se ponía a llorar en su cubículo.

--No fue tan así ‑empezó diciéndome. Quiso volver a hablar, pero la voz se le cortó como si alguien la estuviera ahorcando, y yo decidí posponer la charla. Dije posponer y no cancelar, porque hace tiempo que este tema me tiene preocupado. Y lo peor es que lo veo en todos lados. El domingo pasado mi tía llegó desencajada al asado familiar porque Normita, la chica que hacía cinco años limpiaba su casa, le había renunciado. No me pareció grave, mi tío está todo el día en la empresa, mis primos estudian en Capital y entre todas las reuniones sociales que tiene ella (y de las que siempre se queja), la casa está la mayor parte del tiempo vacía.

‑-Se volvió loca ‑dijo mi tía cuando le preguntaron la razón‑. Me dijo que desde que estaba en casa, no había podido leer un libro. Que necesitaba trabajar menos.

‑-¿Y vos qué le respondiste?

‑-Ay nena, yo hace años que no leo nada.

Voy a ser totalmente sincero con ustedes, el tema me preocupa, porque también lo veo en mí. Quiero dejar de actuar como si hubiera otra vida. Lo que dice la remera de Carla: "Despertame cuando sea rica", o lo que es lo mismo, "Despertame cuando llegue al cielo". Por eso, este texto no es para Carla, ni para mí tía. Seguramente ellas no lo van a leer. Estoy escribiendo esto para mí, para tomar conciencia, para salir del círculo. Para aprender a vivir, y así no pasarle esta esclavitud a mis hijos.

 

Antes existían tipos como Levrero, que nadaban en contra de la corriente, que sabían vivir, que se tomaban su tiempo y que parecían estar todo el día jugando. Hoy ya no existen, o no los escuchamos, y su lugar lo ocupa gente como Mayweather, tirando dólares en una habitación llena de negras en tanga. Y es triste, ese cielo donde queremos despertarnos, es muy triste.

Sé que voy a sonar anacrónico, pero creo que el tiempo pasado fue mejor. Cuando no existían los celulares, ni los canales de cable ni internet, la gente tenía más tiempo. Mi abuelo fue veterinario, electricista, intendente de Monjes y además tocaba en la orquesta del pueblo el acordeón. Yo de pedo puedo mantener mi puesto en el laburo y cuando no trabajo, estoy todo el tiempo cansado. Cuando llego a mi casa, mi novia me pregunta, "¿qué hiciste hoy?", y aunque lo intento, nunca tengo nada interesante que contarle. No sé cómo todavía sigue conmigo. Me gustaría tocar la guitarra, tener cosas interesantes que contar, escribir una novela. Juntarme con mis amigos, pero te juro que no puedo. Y me pone mal. Es como si esperara a jubilarme para poder hacer todas esas cosas.

Si, en el pasado todo era mejor, hasta los millonarios sabían vivir. Mi abuelo, el de los múltiples oficios, siempre me hablaba de Macoco Alzaga Unzué que nació (o se despertó, siguiendo la remera) en una cuna de oro. Pero al contrario de todos los millonarios que lo único que les interesa es mantener y si se puede acrecentar su capital, Macoco fue boxeador, corrió las 500 millas de Indianápolis y regenteó un cabaret en Nueva York donde le enseñó a bailar tango a Chaplin. Era tan millonario y vivía tan bien, que en Francia se puso de moda decir "Rico como un argentino" y "la ambición de toda mujer francesa es tener un perrito pequinés y un amante argentino". Macoco estuvo con Rita Hayworth, Gloria Swanson, Greta Garbo y otras beldades que aunque no eran tan famosas despertaban la misma envidia. El tango Shusheta está inspirado en él. Pero el máximo orgullo de Macoco ocurrió en el Maxim de Paris. Esperando la comida, se le ocurrió tirar los rulitos de manteca a los frescos del techo usando la cuchara como catapulta. Así inmortalizó la frase "Tirando manteca al techo", cuando se habla del derroche.

Mi abuelo nunca me contó los últimos días de Macoco, en un monoambiente prestado de Recoleta, pasando hambre. Murió en un hospital público. Mi abuelo solo me dijo "Se debería haber muerto dos años antes". Es que la historia no es la que se vive, sino la que se cuenta, y como se cuenta. Y uno siempre se enfoca en la parte que le interesa.

 

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