El domingo en el que se escribe esta nota –Día del Padre y a la vez celebración de la Madre que es Cristina Kirchner para millones de argentinos/as– el mundo está convulsionado como nunca antes, por lo menos en lo que va de este Siglo 21.
Dos potencias bélicas cuyas religiosidades parecen odio puro –Israel e Irán– se bombardean y amenazan, en ese orden, ante la sospechable conveniencia estadounidense, cuyo presidente Donald Trump es –como su colega argentino, Javier Milei– un dechado de desequilibrio e inconfiabilidad.
Y ambos sobrados de lecturas de Adolf Hitler, como puede comprobarlo fácilmente quien venza la repugnancia de leer ese Tratado de Odio y Resentimiento titulado Mein Kampf (Mi lucha). Y texto que fue escrito en la hermosa lengua de Gutenberg, Lutero, Marx, Kant, Beethoven, Nietzsche y Einstein, para por lo menos citar talentos que sirvieron y aún sirven a la humanidad.
Descubrir y reconocer que la lectura de ese libro abyecto evidentemente fascinó a ambos Jefes de Estado contemporáneos, es pertinente y recomendable para entender que es muy probable que el caudal electoral de Trump haya crecido en la medida en que seducía a millones de norteamericanos a fuerza de gritos y promesas, igual que en la Argentina el caudal de gritos y promesas de Milei.
Cabe una inquietante pregunta, incluso, como la que hace el notable editor y periodista salvadoreño Jaime Barba. "¿Es que Donald Trump se cree un emperador romano o un nuevo Hitler? Sus actos despóticos estarían indicando que la camisa de fuerza constitucional de Estados Unidos le aprieta el cogote y quiere zafarse de eso".
En el mismo sentido, diversas decisiones sorprendentes, radicales y sonoras y a la vez contundentes y pletóricas de grandilocuencia insutil definieron rápidamente a la administración Trump en Washington, donde desde el primer día de su segunda presidencia sus virulencias orales han estado tan impregnadas de gritos y exigencias que para auditorios populares resultan difíciles e irrebatibles. Y es en ese sentido que hay que reconocer que Trump viene batiendo records en saltarse reglas y formalidades institucionales.
En el otro lado de ese enorme país, por cierto, puede considerarse que algo igualmente radical sucede en las protestas callejeras, particularmente en la ciudad de Los Ángeles, donde la gran mayoría de los manifestantes enarbolan y agitan la tricolor bandera mexicana. Y ello porque casi todas las familias de inmigrantes, sobre todo ilegales, saben y recuerdan que en su fase expansiva imperial, entre 1846 y 1848, Estados Unidos invadió México y se apropió de del 55% del país, correspondiente a los territorios de los actuales Estados de California, Nevada, Utah, Nuevo México, y partes de Arizona, Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma.
De ese modo "los gringos" –como muchos los llaman despreciativamente– generaron un rencor histórico que nunca fue curado, ni disminuido, y sólo se contuvo recepcionando a muchos millones de trabajadores que hoy son casi los únicos que hacen los trabajos más desagradables y mal pagados, y en su enorme mayoría son devotos de la Vírgen de Guadalupe, patrona secular de la República Mexicana.
En su notable artículo, Barba dice que en 2021 –hace sólo 4 años– se estimaba que en los Estados Unidos había más de 10 millones de indocumentados de diversas nacionalidades, de los que 4,1 millones eran mexicanos y 2,2 millones provenían de Centroamérica. Esos solos datos producen un malestar que ante ciertos conflictos podría desatar violencia extrema. Como ya sucedió con inmigrantes indocumentados mexicanos y centroamericanos, ahora mismo en la ciudad de Los Ángeles.
¿Es un asunto de seguridad nacional como lo ha querido "vender" Trump? No parece, porque enviar a miles de miembros de la Guardia Nacional y a centenares de marinos ha sido más bien un acto de prepotencia y exageración, muy al modo Bullrich, diríase aquí. E incluso la amenaza de encarcerlar al mismísimo gobernador del estado de California es, de hecho, dice Barba, “una desubicación política inmensa o, aún peor, una muy peligrosa provocación”. Que bueno sería que tengan en cuenta los fundamentalistas de la derecha local que al cierre de esta nota llevan dos semanas celebrando la condena a Cristina Kirchner.
Salvadas las distancias, cabe señalar que en el caso estadounidense el estilo ya habitual de la retórica del presidente Trump –quien hace sólo dos días, el pasado sábado 14 cumplió 79 años– lo llevó a una intempestiva ruptura con el multimillonario Elon Musk. Quien según medios centroamericanos le habría advertido que si cambiaba de bando “sufriría graves consecuencias”. Amenaza insólita hacia un presidente norteamericano que por momentos parecería sentirse una especie de emperador romano. U otro Hitler.
Lo cierto es que la corriente anti inmigratoria ya es un hecho y es visible, o notable, en la vida política norteamericana. Donde a los acontecimientos y represiones de Los Ángeles hay que sumar que en su segunda presidencia Trump muestra tres características: implementar medidas gubernamentales excesivas, confrontar con casi todos (internos y externos) y partir de algunos presupuestos infundados.
De ahí que el espectáculo político y social norteamericano es, en estos días, sorprendente. Y no sólo por el show Trump-Musk sino porque los grandes poderes económicos estadounidenses aspiran a ubicarse en modo hegemónico en la economía mundial. Donde el problema no necesariamente es el Sr. Musk sino el el estilo violento de Trump, que no admite negativas.
Es cierto que su caudal electoral no ha mermado tanto, pero la inestabilidad al interior de su gobierno ya es un hecho y nada garantiza que algo no se desplome. Las acciones que la Casa Blanca ha emprendido desde el primer día de esta segunda presidencia están tan impregnadas de equívocos que resulta difícil observar lo que se está ganando. Aunque es claro que la gran pérdida de los Estados Unidos es la estabilidad política interna.
Esta segunda presidencia de Trump está hoy signada por su inestabillidad emocional, y esa especie de pasión íntima por jugar con fuego y siempre al límite. Los asesinatos masivos de palestinos en Gaza y las justificaciones extravagantes de Trump, delatan su posición deshumanizada. Como sostiene Barba: “Los Estados Unidos podrían detener ese genocidio en Gaza, pero no lo hacen. Le están dando tiempo al ejército israelí para que acabe con los palestinos. Ese es Trump, un manojo de desaciertos”.
Lo único y mejor que se lee en el panorama –evalúa esta columna– es que la violencia callejera en Los Ángeles también confirma que, aunque sea involuntariamente, Trump ha logrado despertar la conciencia crítica de gran parte del pueblo norteamericano. @