Cobre el martes. Pagamos la luz, el gas, la cooperadora de la escuela de los chicos, y me quedaron mil trescientos pesos. No alcanza ni para un porrón. Pero bueno. Acá estamos. Él y yo. Ninguno es malo. Pero estamos cansados.

Nos queremos, supongo. O nos cuidamos, que es parecido. Vivimos juntos en una casa que se sostiene de milagro, entre paredes que se humedecen cuando llueve fuerte. Acá todos la reman. Algunas cosas se pueden hacer. Otras brillan un poco antes de apagarse. La vida es esa mezcla.

No hay nada épico en prender la hornalla con un fósforo humedecido. Ni en contar los puchos. No hay gloria en tener la heladera vacía y hacer rendir la tristeza echándole agua a la botella de champú. Pero igual, sigo.

Me levanto porque no queda otra. Porque el cuerpo, como un bicho sin rumbo, se arrastra hasta el día. Enciendo la radio, no por compañía, sino por no escucharme. El televisor se rompió hace como dos años, me entretenía más, ya nadie arregla esas cosas.

Afuera, la ciudad bosteza con olor a aceite quemado de colectivo fundido y humo. Adentro, yo: una mujer cualquiera, en cualquier barrio de cualquier ciudad latinoamericana, sobreviviendo a esta coreografía sin música.

Él duerme todavía. Lo miro. Parece otro. Siempre parece otro. Compartimos el colchón como quien comparte una ruina. Nos tocamos a veces, sí, pero más por reflejo que por deseo. Ya ni siquiera nos reprochamos. Es un vínculo que se pudrió en silencio, como una fruta olvidada en el cajón de la heladera. La costumbre de no estar solos nos hizo esta trampa.

La tristeza se ha vuelto mueble. Una silla sin una pata. Una mancha en el espejo que no limpiamos para no vernos. Está, se queda, decora todo. No lloro. No tengo tiempo para llorar. Llora el vino barato cuando cae sobre el mantel de plástico. Llora el viento que entra por una rendija. Llora la perra de la vecina. Yo no. Yo seca. Yo firme.

Mi vieja vive a seis cuadras. Jubilada y enferma, peor que yo. Antes no le cobraban los remedios, ahora sí. A veces me dice que comió pastel de papas o que se hizo un guisito con lo que tenía. Yo le reviso la basura cuando voy, y sé que miente. Entonces, sin decirle nada, le llevo una vianda. Me quedo sin almorzar, pero ella cena. Y me alcanza. Me alcanza con unos mates y unas galletitas. Me alcanza para seguir.

No hay esperanza, ni sueño, ni redención. Hay rutina. Hay cuerpo. Hay una especie de fortaleza que me habita, aunque no la haya pedido. Una forma de no morirse del todo. Me vi con lo que hay. Camino con lo que queda. Me sostengo sin saber en qué.

Resisto. No por heroísmo, sino porque no hay opción. Porque desaparecer cuesta más que seguir. Porque me cubro con la misma frazada agujereada desde hace más de quince años y porque a veces, por suerte, me río.

Y esa risa -mínima, seca, hueca- también es política. También es mi forma de decir: no me vencieron.