La habitual combinación del policial del enigma, de raigambre británica, y el sórdido nordic noir, con sus ambientes helados y sus detectives atormentados, ha dado lugar a numerosos exponentes en las narrativas criminales contemporáneas: Broadchurch, Mare of Easttown, Marcella, la última temporada de True detective. Scott Frank no quería quedarse afuera de la tendencia y su intuición se acomoda a ese juego de correspondencias en el que la ironía americana aporta un desapego natural a la sagacidad inglesa y una digna morigeración a la oscuridad escandinava. De ese cóctel nace Dept. Q, la nueva serie policial estrella de Netflix, en dinámica tensión con la lógica del algoritmo y con los méritos de su creador a lo largo de su larga trayectoria. Gambito de dama, Monsieur Spade, una de cal, una de arena; la filmografía de Frank conoce de amalgamas falibles y exploraciones aggiornadas de las viejas tradiciones, y este experimento con el inglés Matthew Goode afirma que algunas cosas pueden salir bien pese a los conspicuos agoreros. Dept. Q cumple y dignifica, consigue anudar su narrativa con astucia y precisión, ir nutriendo los diálogos literarios del malhumor de su detective rebelde, y sembrar un misterio efectivo y devastador, tan opaco como estos tiempos que nos tocan transitar.
Pasado insular
El disparador del trauma ocurre en los primeros minutos de la serie: el detective Carl Morck (Goode) acude junto a su compañero James Hardy (Jamie Sives) a un llamado de un vigilador de calle por un extraño descubrimiento: un hombre apuñalado en la cabeza y sentado en su sala de estar. El humor peculiar de Morck exuda displicencia desde su llegada a la escena del crimen, y sus ínfulas de buen profesional culminan en la balacera de un enmascarado que deja al vigilador muerto, a su compañero herido y a él internado. Su regreso a la seccional luego de la tragedia confirma lo que sospechábamos: el trauma enraizado en una culpa silenciosa, sus relaciones tensas con la comandante Moira Jacobson (Katie Dickie), su superior, y el recelo que evoca en sus compañeros entre las burlas, el destrato y la indiferencia.
El destino de Morck será un sótano abandonado, donde escritorios y duchas en desuso se acumulan sin destino. Su misión, desenterrar viejos casos sin resolver y tratar de dar un sentido a esa vida milagrosamente recuperada. El obstáculo: las repercusiones corporativas para Jacobson, quien sopesa de antemano los beneficios de su flamante presupuesto. Morck es entonces la cabeza de una improvisada ‘Armada Brancaleone’ alla’ inglesa, destinada a sacarle el polvo al caso de una fiscal desaparecida hace cuatro años. Los hilos del relato se entretejen y la estricta y solitaria Merrit Lingard (Chloe Pirrie) asoma como la pieza clave de un nuevo misterio, el de su propio encierro en una celda sumergida, el de un castigo severo por sus propias culpas, el de un pasado insular que regresa, junto a la historia de su familia, de su hermano enfermo, a sus casos célebres, a sus amores prohibidos.
Héroes mancillados
La serie de novelas que inspira a Dept. Q fue escrita por Jussi Adler-Olssen, autor danés que ambienta su saga de casos sin resolver en una unidad policial sita en Copenhague, con el tono gélido y desapasionado propio de los dramas nórdicos. Frank y su co-creadora Chandhi Lakhani desplazan la acción a Edimburgo, donde Mork se ha mudado hace tiempo por el trabajo de su esposa, y hoy lidia con los fantasmas que persisten en la ciudad: la convivencia conflictiva con su hijastro Jasper (Aaron McVeigh), el divorcio de Victoria (Charlene Boyd), la culpa por el accidente de su amigo Hardy, y las sesiones de terapia con la doctora Rachel Irving (la notable actriz escocesa Kelly Macdonald) entre los traumas irresueltos y la tensión sexual que los envuelve. El Morck de Matthew Goode ofrece una combinación sintomática de esa alquimia entre el sagaz detective del enigma y los atribulados nórdicos, logrando en la dinámica con sus colaboradores del sótano un retrato más complejo que el de la mera culpa individual.
¿Se conectan de algún modo el misterioso enmascarado que disparó contra Morck en las sombras de Leigh Park con la desaparición de la fiscal Lingard? ¿Son el detective y la dura abogada dos expresiones de esa justicia signada por el trauma y el desconcierto? La mejor tarea de Frank, quien no solo escribe los nueve episodios de esta primera temporada, sino que dirige varios de ellos, se apega al sostenimiento de esa unidad pendular entre dos tiempos y dos misterios. “Siempre tuve en mente crear una serie de varias temporadas –revelaba Frank en una entrevista con el sitio Collider una vez que la primera temporada ya estaba disponible en Netflix–. El camino estaba concentrado en el encuentro posible entre personajes que estaban solos y que hallaban en ese sótano una posible redención”. Tanto Akram (Alexej Manvelov), un expolicía y refugiado sirio, como Rose (Leah Byrne), una joven agente con trastornos de ansiedad, e incluso el maltrecho Hardy, desde su enclave hospitalario, forman el ramillete de desclasados que Morck preside sin atisbo alguno de consideración o sentimentalismo.
Villanos aparte, lo que impulsa la astucia de Frank en la confección de la intriga es justamente lo que malogra los rasgos heroicos de sus criaturas y los acerca peligrosamente a ese otro lado de la barrera entre el bien y el mal. Así como la dotada Beth Harmon de Gambito de dama exprimía su talento en el ajedrez como réplica del tablero global de la Guerra Fría, moviendo cada pieza con inteligencia y explotando su doble condición de jugadora y adicta, el propio Mork explora sus oscuridades en la búsqueda de un mal que está más cerca de lo imaginado, en tanto la propia pesquisa sobre el destino de Merrit Lingard es también el hallazgo del propio. La unión de ambos casos no es solo narrativa sino moral, son los verdaderos termómetros de un mundo grisáceo donde el atisbo de la más mínima inteligencia encuentra la brutal respuesta de la violencia y el doloroso recorrido de la redención. “Decidí hacer de Morck un hombre heroico a su pesar. Su entrega es silenciosa, al igual que su castigo inicial. Sin declaraciones, sin conversaciones, sin escenas con las que yo como escritor me sintiera incómodo”, concluye Frank. Es justamente lo humano de esos héroes mancillados lo que les priva de cualquier condecoración del poder.