Allá abajo, entre los valles de piedra de Allesandría della Roca, Sicilia al sur, existía una casita de madera donde vivían mis abuelos. Nacieron en las laderas pero se vinieron más al centro de las montañas para esquivar el mundo agreste y la nieve de los inviernos. En los bosques aullaban los lobos, que según contaba mi abuela arañaban la puerta por las noches. Allí nació mi madre un 8 de diciembre, días de frío y la comadrona que la trajo al mundo se lavó las manos en el pozo de agua helada para dejarlo entintado. Mi abuelo se había venido solo a Argentina como se estilaba. Se despidió de su esposa una noche en que la amó con ternura, un poco de borrachera y dejó su simiente. Todo eso desapareció en las cavernas bajo la tierra, fundido con las toscas y el río subterráneo que atravesaba la comarca. A los nueve meses del viaje de su marido, mi abuela hubo de llamar a la comadrona. La vieja distinguió en sus manos restos del líquido: un dibujito sanguinolento -E un coniglio rosso. Y se lo quitó con ternura. Una noche mi abuela, a la luz de un foco de alumbre le escribió a su marido que ya estaba trabajando en un campo de Coronel Bogado.
-E una bella bambina, Antonio. Gli piace andare entre gli planti come un coniglio.
Mi mamá empezó a llorar levemente y con su teta mi nona la cubrió mientras que con su pie movía la cuna donde descansaba su otro hijo, mi tío Pepe. En la sartén a fuego lento se deshacía la carne de un conejo que un vecino había cazado para ella. Dejó de amamantar, se acercó a la hornalla y apagó el fuego. La carne parecía un diminuto corazón rubio y fragante oliente a romero y aceite. Me contaron que no supo porqué, pero se persignó al descubrir aquella forma. Luego cenó lentamente la carne, tragando a sorbos el vino de misa que Marcial, el loco, había robado para ella. Afuera Flecha, el perrazo de la casa, no paraba de ladrarle a la luna.
Cruzando al Atlántico se vinieron: mi Nona, el tío Pepe y mi mamá. En el pasaporte están los tres, mi abuela los sostiene alzados. Es un absurdo total: una foto donde apenas caben los tres. Yo tenía ese documento y lo perdí en sucesivas mudanzas. Llegaron y así como estaban tomaron un tren y después de larguísimas horas arribaron a Rosario y de ahí a Coronel Bogado, el campo de tréboles y alfalfa donde se iban a asentar. Mi Nono los esperaba con conejos asados desde la mañana. Se frotaba las manos de alegría y los sostuvo a los tres en el aire, con sus enormes brazos de cazador, de soldado desertor y de anarquista. Así sucedió y allí se crió mi madre, con sus otros perros, el surco, la escuela adonde asistió hasta el primer grado. Y el posterior asentamiento en Rosario, zona sur, descampado, caballada y aroma a zanjas floridas. Ese era el territorio que ella se vió, donde menstruó por vez primera, donde aprendió a coser y ser amable. Ella, mi mamá, la que fuera un conejito rojo.
La que siendo muy niña aún pensaba:
-Ya no hay luz…la luz del mar era linda. Ahora cuando atardece me pongo triste y no sé por qué si el mundo es bueno. El Pepe que juega ahí al lado a los soldaditos. Ya no se ve nada. La lamparita de la esquina se mantiene viva a la fuerza. Mi mamá -mi abuela Nina- dejó encendida la del lavadero y salió para el almacén. ¿Cuándo volverá? No es que tenga miedo, es que soy chiquita y los enanitos estos que me suben por los dedos, me dan impresión. Cuando tenga un hijo y crezca voy a enseñarle a que me defienda. Francesco o Antonio lo voy a llamar como mi tío que se quedó en la isla a trabajar de fontanero y murió en un derrumbe según oigo a mamá que cuenta cosas. Quisiera que sea escritor o musicante.
Cerca de la cocina y con la radio encendida, le contesta a los actores del teleteatro, mi mamá. Piensa “ahí vuelve, siento la puerta del pasillo y viene rápido, me voy a hacer la dormida, voy a rezarle a Diosito. Mi papá duerme porque trabaja mucho y vuelve cansado del ferrocarril”.
En ese momento mi abuela entra el vórtice del tiempo de un tirón y cavila: “Mis otros hijos van a nacer un día y me van a proteger y querer y van a abarcar todo el mundo con su altura, porque van a ser grandes y fuertes. ¿Cómo les pondré? Tengo que aprender otros nombres”. Mi madre se hace la dormida, “ahí entró mi mamá”, piensa ella en su cunita de madera de pino, ya en una noche de invierno poderoso y llameante con olor a kerosene y tangos en la radio. Los tangos también largan su olor. No sé a qué, ella lo percibe pero no dice nada porque no aprendió a hablar. Balbucea algunas palabras en cocoliche porque es italiana y está aprendiendo. Es jovencita mi mamá futura, será linda, sabrá coser, cantar y silbar con las agujas entre los labios.
Como sea, la nueva vida acá es buena, dice su papá -mi abuelo Antonio- que se levanta para cenar. Bosteza y asegura en su media lengua: -No nos corren por ser de afuera, todo lo contrario. Nos tratan bien, nos dan trabajo y casa.
Hoy leo las noticias. Les quitan viviendas adjudicadas a civiles para dárselas a los milicos. Entiendo a este país gobernado por monstruos. A mis parientes no les darían un centavo para crédito alguno, los verían oscuros a pesar de sus ojazos celestes y sus pieles blancas. Les dirían “negros”. Los acusarían de planeros, terminarían vendiendo frutos de las quintas. Les quitarían el acceso al agua y al hospital.
Y el que suscribe, les haría canciones de redención y justicia en vano.
O esbozaría estas oraciones para dejar una leve huella de memoria en honor al Valle de los Conejitos Rojos, Sicilia al sur.