Durante más de 30 años, en llamativos incrementos de dos horas de duración, Danny Boyle ha hecho que Gran Bretaña parezca el lugar más cool del mundo. Su Gran Bretaña es la de las bellas estrellas de cine, los montajes de música pop y el estilo frenético. Se puede pensar en Ewan McGregor saliendo de un mugriento inodoro de Edimburgo en Trainspotting. O a Cillian Murphy deambulando por las desiertas calles de Londres en 28 días después. Es La playa, pastillas raras, sexo casual y "Born Slippy". En Exterminio. La evolución (28 años después en el original), su brutal secuela del éxito zombi de 2002, las tripas salpican un televisor de finales de los noventa mientras emite Teletubbies. Los niños gritan aterrorizados. El estruendo coral y hip-hop de Young Fathers resuena en la banda sonora. Tinky-Winky hace una reverencia. Es suficiente para que den ganas de levantarte y cantar el maldito himno nacional.

La nueva película sitúa la acción en una isla fortificada.

Sentado frente a él -y frente a su colaborador habitual Alex Garland- en la suite de un hotel londinense, acabo de hablarle de lo cool que es Boyle, de su capacidad para presentar Gran Bretaña como un país un poco menos gris, ingenuo y enfurecido de lo que suele ser. Me regaña suavemente. "Soy de izquierda", me dice. "Y creo que el único problema de la izquierda es que nos gusta denigrar lo que queremos mejorar. Parte del peligro de eso es que no valorás lo bueno de lo que tenemos". Es decir: sí, a veces apestamos, pero por Dios que somos capaces de brillar.

"Hice esta cosa de los Juegos Olímpicos", continúa, modestamente, como si su papel dirigiendo la asombrosamente impactante ceremonia de apertura del evento de 2012 -¿recuerdan sus chimeneas, su reina Isabel saltando en helicóptero y su cerdo de Pink Floyd?- fuera tan ordinario como sacar los tachos de basura. "Una de las cosas a las que te exponés, y muy intensamente, es a la opinión que los demás tienen de nosotros. El valor que países de todo el mundo dan a lo que tenemos es enorme, y se denigra. Hay valores y decencias que deben apreciarse. Eso no significa que no podamos mejorar. Hay que mejorar. Y es especialmente peligroso en este momento, porque los tecnólogos que no están arraigados en este país pretenden hacerse con el poder, tanto en los negocios como más filosóficamente. Pero yo me comprometo a mantener las cosas buenas de esta tierra extraña que habitamos".

Boyle es un hombre delgado y brillante, inexplicablemente de 68 años, y poseedor de un entusiasmo increíble, casi infantil: imagínense al Geppetto de Disney si tuviera un poco menos de pelo. Boyle no ha trabajado exclusivamente en Gran Bretaña, por supuesto. Ha realizado su película biográfica sobre Steve Jobs y, sobre todo, Quién quiere ser millonario?, su drama ambientado en la India que le valió el Oscar al Mejor Director en 2009. Pero son sus obras centradas en el Reino Unido las que mejor han calado en la memoria cultural. Al menos en su país natal. Quizá les da lo que quieren ver. 

28 años después es una buena prueba. Aunque hay que decir que 28 años después no es un entretenimiento totalmente sano. La mayor parte de la película transcurre en una Inglaterra totalmente invadida por el virus que diezmó el país por primera vez casi 30 años antes. Pero 28 años después tampoco es insana.

Básicamente, trata de una madre y su hijo: la ambiguamente enferma Isla, interpretada por Jodie Comer, y el joven Spike (el asombroso recién llegado Alfie Williams, de 14 años), que huyen de la seguridad de su recinto incrustado en las Tierras Altas escocesas en busca de un médico que podría tener la cura al virus. Isla entra y sale de la lucidez, mientras que Spike, entrenado para matar por su padre (Aaron Taylor-Johnson), oscila entre una ingenuidad apropiada y una fuerza endurecida y cansada de la batalla. Es posible que el espectador llore más de una vez. Boyle admite que este aspecto concreto de la trama se ha mantenido en secreto en los materiales promocionales de la película.

"Obviamente, el público principal es un público de terror, y están preocupados si demasiadas críticas la llaman una de llorar..." Boyle se interrumpe, haciendo una mueca. "Pero la primera película también era muy conmovedora". ¿Recuerda al pobre Brendan Gleeson instando a su hija a huir con Murphy y Naomie Harris después de haber sido infectado? "Así que nace de los instintos correctos", continúa Boyle. "Sólo están un poco preocupados por venderlo así". A mí también me pareció terrorífica la película, agrego. "Sí, 'llorarás de terror'”, bromea Boyle. "Con eso basta".

La nueva película tiene una interesante historia de origen. Una secuela de la primera película nunca interesó demasiado a Boyle, ni a Garland, entonces más conocido como el novelista detrás de La playa -adaptada a su vez por Boyle en 2000 con un efecto divisivo- y ahora cineasta de éxito (Guerra Civil, Ex Machina) por derecho propio. Es por ello que las ideas sueltas de Garland para una continuación se incluyeron en la película de ambos Sunshine: alerta solar (2007), por lo que ni Garland ni Boyle tuvieron una gran participación en la mediocre y americanizada secuela de 2007, 28 semanas después, y por lo que los acontecimientos de esa película están más o menos escondidos bajo la alfombra en la nueva película.

"Creo que a Danny y a mí no nos gustan las secuelas, incluaso puede decirse que desconfiamos de ellas", dice hoy Garland, que sirve de yin serio al yang jovial de Boyle. "Cuando se propuso una secuela anteriormente, dudé de por qué querría hacerla". No ayudó mucho el hecho de que hubiera tantos obstáculos en el camino para que hicieran una en sus propios términos. Durante años, los derechos de la franquicia estuvieron en el limbo, pasando de unos estudios de cine estadounidenses a otros o acumulando polvo en alguna estantería. Por eso 28 días después siempre fue tan difícil de encontrar en DVD (a mediados de los años noventa sólo se imprimió un número relativamente pequeño de discos) y por eso no ha llegado al streaming hasta hace poco. 

"Pero entonces me di cuenta del valor del hecho de que los derechos volvieran a nosotros", continúa Garland. "La relación entre una película original y una secuela, la razón por la que un estudio querría una secuela, todo tipo de cosas cambian. Simplemente cambian. Y en lugar de comprar los derechos, nos permitieron un período de tranquilidad en el que nos dejaron a nuestro aire. Y esto es lo que se nos ocurrió".

28 años después es el comienzo de una trilogía de nuevas películas, la segunda de las cuales ya se ha filmado -bajo la dirección de Nia DaCosta, de Candyman- y se estrenará en enero de 2026. La tercera estará protagonizada de nuevo por Murphy. "Es nuestro as en la manga", bromea Boyle. Así las cosas, 28 años después termina con un irresistible cliffhanger, si bien uno que conforma sin duda los últimos minutos más extraños e inesperadamente espeluznantes de una película de un gran estudio en la memoria reciente. No es conveniente revelar mucho más al respecto.

"El final trata de reintroducir el mal en lo que ha sido un entorno compasivo", explica Boyle. "Le pedí a Alex justo al principio del proceso de escritura que me dijera la naturaleza de cada una de las películas. Me dijo que la primera trata de la naturaleza de la familia. La segunda trata de la naturaleza del mal".

Boyle se salió con la suya gracias a la ética que desarrolló hace 25 años en el rodaje de La playa, en la que Leonardo DiCaprio interpretaba a un mochilero que se encontraba con una bohemia envidiable y una locura peligrosa en una isla tailandesa secreta. Para Boyle, la experiencia le enseñó que, probablemente, uno debe luchar por el control de un proyecto al primer soplo de problemas, o huir de él por completo. Las historias de la difícil producción de La playa -habitantes locales furiosos, numerosos accidentes en el rodaje, paparazzi luchando por pescar una imagen del Leo post-Titanic- son ya legendarias, pero Boyle dice hoy que fueron un poco exageradas. "La playa fue maravillosa para todos, menos para mí", dice riendo. "Las dificultades que tuve fueron personales y tuvieron que ver con el tamaño y la escala. Yo veo la dirección como si fueras un niño con un cajón de arena: querés mantener el control, y perdés esa sensación de control cuando la cosa se hace demasiado grande e inmanejable. Y si traés a las personas equivocadas para que te ayuden, perderás realmente el control".

Debido al elevado presupuesto de La playa, Boyle recibió la orden de darle un final más feliz que el material original de Garland. Y con sólo Tumbas al ras de la tierra, Trainspotting y la infravalorada, aunque económicamente poco exitosa, cuasi comedia romántica Una vida menos ordinaria en su haber, Boyle accedió. Es algo que no hará hoy. "Lo que he aprendido -especialmente con películas más grandes como 28 años después- es a controlarlo y a asegurarme de que tenés a la gente adecuada a tu alrededor. Y cuando llegan esos momentos en los que tu control se ve amenazado, ahora puedo detectarlo mucho antes y apartarlo lo más amablemente que puedo". Esboza una sonrisa. "O si tengo que ser grosero, seré grosero. Porque ahora tengo suficiente experiencia para saber que las películas y las historias son cosas valiosas, y hay que contarlas de la manera que mejor refleje lo que tienen de valioso, no lo que la gente cree que tienen de valioso".


Tengo curiosidad por saber si esto es lo que pasó con James Bond. Boyle había firmado para dirigir la que habría sido la última vuelta de Daniel Craig como 007 -que finalmente se convertiría en Sin tiempo para morir en 2021-, pero abandonó en 2018 por supuestas "diferencias creativas" con sus patrocinadores en MGM. ¿Podría percibir una incipiente pérdida de control?

"Se echaron atrás", dice. "John Hodge y yo teníamos una idea muy romántica de lo que podíamos hacer con ella, pero no la aceptaron". Se encoge de hombros. "Tomaron un par de ideas, y tienen derecho a hacerlo, ¡pagaron un buen dinero por ella! Pero nos fuimos porque no querían comprometerse con lo que habíamos soñado".

Parece extraño que un estudio fiche a Boyle y luego no apoye adecuadamente su visión, pero siempre ha habido una ligera infravaloración de su importancia en general. Ciertamente, no hay muchos como él en Gran Bretaña, auténticos estilistas y experimentadores estrictamente comerciales, cuyo trabajo es siempre interesante, aunque no siempre ganador (¿recuerdan su extraña comedia de "¿Y si el mundo no tuviera a The Beatles?", Yesterday?). Siempre me ha desconcertado un poco, pero no puedo evitar preguntarme si en parte es cosa de Boyle. Suele ser modesto hasta la saciedad, ya en 2019 dijo a The Independent que no se considera tan buen director, y en 2022 levantó ampollas al declarar en una proyección del British Film Institute de 28 días después que no está seguro de que "los británicos sean grandes cineastas".

"Sí, lo he visto", interrumpe Garland, con el rostro repentinamente enrojecido por la confusión. "¿De qué coño estabas hablando? Alfred Hitchcock es británico. Ridley Scott es británico. Y, por cierto, vos también".

Boyle agita los brazos. "Lo que dije fue que creo que somos grandes músicos pop, y que lideramos el mundo en eso".

"¿David Lean?", agrega Garland, aún confuso.

"¡Sí, pero son figuras históricas! Podés mencionar a 20 directores estadounidenses por cada uno de ellos. Mientras que si les decís a los estadounidenses: “Nombrá a los músicos pop, a los creadores pop”, estamos ahí arriba y dominamos".

Boyle se vuelve hacia mí. "Escuchá, hay que ser sincero con cosas como ésta. Algunos días me levanto y pienso que soy un gran cineasta. Otros días me despierto y pienso: “La puta, soy horrible”".

"Sos un gran cineasta", le dice Garland.

"Eso no significa que seamos un gran país cinematográfico", responde Boyle. "De hecho, sos una de las excepciones. Si mañana aparecieran una docena de Alex Garland, podría empezar a reconsiderarlo. Pero hasta que eso ocurra, no creo que haya mucho que discutir".

A su manera, sin embargo, es capaz de convertir esto en algo vagamente patriótico.

"En este país no somos estúpidos", dice desafiante. "Tenemos una especie de claridad sobre lo que es importante y lo que no lo es, y un sentido del humor que saca punta a las cosas. Es el resultado de ser una potencia postimperial en declive, le guste o no a la gente".

Boyle se anima aún más.

"Nos da una perspectiva. Y se transmite en las familias y en las escuelas. Y esa es la realidad. Es lo que somos".

Una vez más, casi dan ganas de levantarse y cantar el himno nacional.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.