El silencio se impone en el amplio salón de 6 y 54, en la planta baja del Club Español, construido en 1889, uno de los edificios más antiguos de la ciudad de las diagonales, fundada en 1882. Personas de todas las edades y géneros juegan en las muchas mesas que entran en el espacio. En una esquina, una especie de kiosco-bar-polirrubro, que posee una hermosa barra de madera de época en donde se exhiben alfajores, caramelos masticables, golosinas varias, café. De pronto, un “Hello Moto” acompañado de música polifónica corta el silencio. Es el celular de uno de los socios que, nervioso por interrumpir la partida, mueve sus manos a toda velocidad para encontrar el aparato y apagarlo. El muchacho del kiosco propone, en chiste, “sacarle el carnet”. El hombre finalmente apaga el celular y se excusa, agitado, diciendo que nunca en los treinta años que lleva en el club le había sucedido. Otros personajes del salón lo abrazan y le hacen bromas, dicen que lo tendrían que expulsar, pero que qué sería el Club de Ajedrez de La Plata sin él, sin su presencia fiel de todas las semanas.
El club se encuentra en la planta baja de la Casa de España desde hace más de setenta años. Fundado como el “Club de Ajedrez Eva Perón” (tomando su nombre de la ciudad, en ese entonces llamada “Eva Perón”) el 18 de noviembre de 1952, antes funcionó a unas cuadras, en lo que se conoció como el “Bar Rivadavia”, ubicado en 50 entre 7 y 8.
“Te preguntarás cómo un Club que juntaba a unos locos ajedrecistas llegó a tener semejante salón en semejante lugar y ubicación”, dice Gastón Bucciarelli, actual presidente del Club, que se presenta contando que comparte apellido con el bajista de Los Redondos, “Semilla” Bucciarelli.
Todo empezó en 1924, cuando en ese edificio funcionaba exclusivamente el Club Español, creado por la Sociedad Española. Cerca de 1940, la Sociedad, que necesitaba liquidez, le vendió el edificio a una familia con una condición: que el Club Español siguiera funcionando en el primer piso, aunque ya no les perteneciera. Años más tarde, ya en tiempos del peronismo, el gobernador Víctor Mercante expropió el lugar. “La idea era poner oficinas administrativas en la planta baja, y devolverle en papeles el primer piso a la Sociedad Española. Pero esas oficinas nunca llegaron a instalarse. Lo que sí pasó fue que ahí se armó una unidad básica, y se empezó a abrir el espacio a los ajedrecistas, para que el lugar contara con una curiosidad y tuviera cierta impronta cultural”, explica Bucciarelli.
Los jugadores que antes se reunían en el Bar Rivadavia rápidamente migraron al nuevo espacio, que cuando la ciudad volvió a llamarse “La Plata” fue rebautizado con el nombre que lleva hoy. Desde sus inicios, el club tuvo un rol importante en la escena nacional: pasó por ahí Paul Michel, un ajedrecista alemán que vino a Argentina a jugar un torneo en 1939 y, por la guerra, no pudo volver a su país. Como él, varios ajedrecistas que quedaron varados terminaron representando al país. “La presencia de Michel fue clave para formar a muchos jugadores locales. Uno de sus alumnos más destacados fue el maestro Raúl Ocampo, que aún hoy sigue vinculado al club. Otro gran referente es el Gran Maestro Internacional Carlos García Palermo, el ajedrecista más importante que dio la ciudad”, dice.
García Palermo (o “Carlos” a secas, como lo llama cariñosamente Bucciarelli), tiene un récord que ningún argentino superó: fue el único en vencer a un número uno del mundo en una partida de torneo pensada. Le ganó a Anatoli Karpov en 1982, en Mar del Plata. Otros argentinos han vencido a números uno, pero en modalidades más rápidas. “Lo de Carlos fue distinto: una partida oficial, anotada, en torneo”, recuerda fascinado Bucciarelli. “El domingo sucedió algo que nos llena de orgullo: terminó un torneo importante en Buenos Aires y Carlos, con 72 años, salió tercero. Sigue completamente vigente. Y, además, es alguien que ama profundamente al club. Muchos maestros dan clases particulares y no pasan tanto por acá, pero Carlos viene tres o cuatro días por semana. Siempre está, mirando partidas, charlando, siendo parte de la vida cotidiana del lugar”, explica.
La dimensión social es “algo fundamental”: se trata de un espacio que reúne gente de todas las edades, desde chicos de cinco años hasta dos socios que ya pasaron los noventa y siguen yendo todos los días a las seis de la tarde, cuando el club abre. “Sabés que a las 18:05 hs llega Coco Meunier y se sienta en su mesa con Humberto Salvatierra, al lado de la ventana. Vos pasás y parece parte del decorado del club. Es esa constancia, esa comunidad, lo que también lo hace especial”, dice el presidente del espacio.
El Club de Ajedrez de La Plata tiene más de ciento veinte socios, una academia de ajedrez para todas las edades y niveles (semillero donde aparecen los nuevos talentos), y organiza tanto torneos internos (“para que los alumnos se fogueen y los socios se diviertan”) como externos: los más queridos son “el clásico de los lunes”, un torneo amateur, y el “torneo del pizarrón”, en honor al pizarrón antiguo del club donde se anotaban los puntos, que fue restaurado para quedar exactamente como antaño. La particularidad de este torneo es que pueden participar los primeros veinte socios en llegar. “No hay tu tía ni vale anotarse antes. Juegan los primeros que llegan”, explica.
Profesionalizarse en cualquier deporte es caro: competir implica viajes, hospedaje, comida, entre otras cosas. Por eso, Bucciarelli insiste en remarcar la función social del club, y explica que desde el espacio se busca apoyar a las familias y socios que no tienen recursos. “Cuando se acercó al club una familia del centro comunitario de Los Hornos, con dos nenas que hoy son campeonas argentina y bonaerense —las hermanas Núñez—, decidimos acompañarlas. Organizamos actividades para que pudieran viajar y competir. Una de ellas, Tatiana, después de salir campeona argentina jugó un sudamericano en Uruguay, su primer viaje al exterior. No le cerramos la puerta a nadie. Si alguien no puede pagar la cuota, lo apoyamos para que siga participando, porque creemos en el poder del ajedrez como herramienta de inclusión. Frente al tablero, todos somos iguales”, sostiene.
Desde el club explican que hay que trabajar para que haya más presencia femenina entre las personas que juegan. Por eso, junto a la UNLP organizaron para este sábado 28 un conversatorio sobre feminismos y experiencias en el ajedrez. “También hay que hacer algo con las escaleras”, explica Bucciarelli. Si bien las escaleras originales del ingreso al club son hermosas, el espacio no cuenta todavía con comodidades que permitan que personas con dificultades motrices puedan acceder. “El desafío es ver cómo conservar el patrimonio y volverlo accesible para todos”, dice.
Aparece la pregunta inevitable: ¿Es verdad que Rodolfo Walsh escuchó acá la frase que desencadenó la investigación de Operación Masacre? Bucciarelli prende un cigarrillo, como quien piensa “sabía que esto iba a llegar”, y explica: “Rodolfo fue socio. Tenemos afuera una placa en su honor, y por algún lado está el libro en donde quedó registrado su ingreso” (busca hasta que encuentra un libraco). “Acá está: 24 de julio del ‘53. Yo no lo conocí, pero Humberto Salvatierra sí. Rodolfo pasaba muchas horas jugando en el Bar Rivadavia, ahí se conocieron con Humberto, que cuenta que Rodolfo no era muy bueno en el ajedrez” (ríe). “Lo dice con cariño, como una anécdota. La verdad es que la frase ‘Hay un fusilado que vive’ Rodolfo la escuchó en el Bar Rivadavia”. Así se deduce del prólogo del libro, donde Walsh menciona que estaba “en un bar donde se jugaba al ajedrez” la noche de los fusilamientos, cuando escuchó los tiros del asalto al Comando de la Segunda División y al Departamento de Policía, en el fallido levantamiento del general Valle. Después, Walsh explica que huyó cruzando la plaza San Martín rumbo a su casa, ubicada en 53 entre 3 y 4, algo que, de haberlo hecho desde el Club, le hubiera implicado otro trayecto, más breve, para el que cruzar la plaza no hubiera sido necesario. “Pero las mesas, la gente, y el mobiliario del Rivadavia es el mismo que el de acá. El Rivadavia migró a nuestro Club…”, desliza con una sonrisa Bucciarelli, como queriendo torcer apenas las cuadras de la historia, para que las coordenadas lleguen al destino deseado, el club del que Walsh fue socio, el espacio que hoy sigue presente para sostener el mito y su memoria.