El anudamiento entre neoliberalismo y revolución de Internet no trajo mayores libertades como muchos creen y gritan (“Viva la libertad carajo”), sino por el contrario, el reinado de imperativos que funcionan como mandatos estructurales y una obediencia hipnótica a ellos. Se naturaliza y estimula el odio que se exhibe sin renuncia, vergüenza ni culpa, se alimenta el nihilismo y se demanda la medieval “mano dura”. En esta época de máxima crueldad, gran parte de lo social obedece a mandatos brutales, se satisface en el sufrimiento y se regocija con la destrucción del otro. Resulta necesario entender para poder limitar esa obediencia hipnótica a la maldad.
La Biblia nos enseña que la obediencia fascinada y acrítica es también sacrificial. En el Génesis, 22 del Antiguo Testamento, se relata uno de los episodios más impactantes de la Biblia, el sacrificio de Isaac como prueba de fe sumisa a dios. Un oscuro dios caprichoso exige sangre, asesinato de su amado hijo y ofrendarlo, causándose al padre el máximo dolor. El obediente Abraham preparó todo para sacrificar a su hijo, pero en el último momento cuando alzó el cuchillo para matar a Isaac un Ángel lo detuvo. No le hagas nada, ahora sé que temes a dios. Abraham tomó un carnero y lo entregó en sacrificio en lugar de su hijo.
La obediencia hipnótica no piensa, solo actúa cumpliendo a la letra la oscura voluntad de goce, la orden cruel de un dios obsceno y feroz. La sumisión de Abraham y el sacrificio es un eco de la elaboración lacaniana de la obediencia al superyó que produce masoquismo moral, necesidad de castigo y padecimiento en el yo. ¿En qué queda convertido quien se somete incondicionalmente al capricho del superyó? En un siervo, un esclavo instrumento del goce del Otro que se inflige un daño ofrendando su sangre y vida a la sed del dios oscuro.
Kant con Sade es un texto clave donde Lacan no solo lee, sino que articula a Kant y a Sade: el sádico realiza el imperativo categórico de Kant que exige actuar por deber sin miramiento de las consecuencias ni de las inclinaciones. El Marqués de Sade, en La filosofía en el tocador publicada en 1795, postula una ética del goce absoluto: el sujeto debe realizar su deseo sin restricciones, incluso si eso implica destruir o hacer sufrir al otro, sería una ley inquebrantable del deseo: “Debo gozar, y tú, como objeto, lo soportarás”. Para Kant, el sujeto debe seguir la ley moral incluso contra su deseo, una obediencia ciega al imperativo, un deber desconectado del deseo, mientras que Sade pone el deseo como ley. En otras palabras, la ética kantiana y el goce sádico son dos caras de una misma estructura, ya que en ambos se juega la pura obediencia a una Ley absoluta, imperativa e incondicional que se impone.
Ambas colocan al sujeto como servidor de una causa que se vuelve superyoica, una ley que manda gozar o sacrificarse de forma cruel e impersonal.
Desde otra perspectiva, dos de los filósofos más importantes de la historia como Baruch Spinoza, filósofo del siglo XVII, y Hanna Arendt, pensadora crítica de los totalitarismos del siglo XX, vieron en la obediencia acrítica uno de los mayores problemas de la humanidad. El primero, en su obra Tratado teológico-político afirmó que la obediencia ciega junto con las pasiones tristes --como el miedo o la humillación-- disminuyen la potencia de actuar y es una respuesta que buscaba el poder para esclavizar.
Hannah Arendt vio en la obediencia ciega y estúpida uno de los principales males sociales que puede conducir a totalitarismos y genocidios, escabulléndose la responsabilidad del sujeto, el pensamiento y la decisión singular.
La pensadora alemana fue enviada como cronista por The New Yorker para cubrir el juicio de Adolf Eichmann, uno de los principales organizadores logísticos del Holocausto. Lejos de encontrarse con un monstruo o un fanático ideológico, Arendt vio en ese nazi a un mediocre, burocrático y sin pensamiento crítico que solo quería ascender en su carrera dentro de la burocracia, sometido a una obediencia ciega incapaz de reflexionar sobre los propios actos. Un hombre que no se hacía cargo de su responsabilidad, que “solo hace su trabajo”, aunque ese trabajo sea organizar trenes hacia los campos de exterminio. La “banalidad del mal”, puede ser cometida por personas ordinarias que se someten, obedecen irracionalmente, no piensan éticamente y muchas veces conduce al mal más extremo.
Tanto Freud, Lacan, Spinoza y Arendt coinciden que la obediencia ciega y acrítica a cualquier mandato es sádica, sacrificial y siempre un modo de servidumbre voluntaria que le concede al Otro consistencia y poder sobre sí. El sujeto se hace objeto, instrumento del goce del Otro.
En este tiempo de tecnofeudalismo, como definió Yanis Varoufakis, la obediencia ciega a las redes sociales y a las aplicaciones es uno de los mayores flagelos de la humanidad. Vivimos en una realidad creada por la “Matrix” donde los señores nubelistas, nuevos amos del universo, ya no buscan acumular riquezas sino datos y control de la información. Estas oligarquías tecnofinancieras, junto con las ultraderechas emergentes, pretenden colonizar la vida cotidiana, decidir el futuro, modelar el comportamiento social, las elecciones y los gobiernos. Uno de los mayores peligros para la subjetividad es la obediencia hipnótica a los mandatos injustos y sacrificiales que funcionan como imperativos naturalizados.
Ante el veredicto judicial de cárcel y proscripción para desempeñar cargos públicos, Cristina optó por la desobediencia --no a la ley civil-- sino al imperativo de crueldad que la quería indigna, humillada y triste. La lideresa popular, con el baile y la risa en el balcón de la dignidad, mostró el camino: la desobediencia popular a las pasiones tristes y a los imperativos de odio y crueldad que nos gobiernan.
Nora Merlin es psicoanalista.