“Cuando mi madre se enfadaba conmigo, algo que sucedía con frecuencia, decía: “El Demonio nos llevó a la cuna equivocada”.

La imagen de Satanás frenando por un rato la Guerra fría y el macartismo para visitar Manchester en 1960 –propósito de la visita: engañar a la señora Winterson- es de una comicidad extravagante. Mi madre era una depresiva extravagante; una mujer que guardaba un revólver en el cajón de los trapos, y las balas en una lata. Una mujer que permanecía toda la noche en vela preparando tartas para no tener que dormir en la misma cama que mi padre. Una mujer con prolapso, problemas de tiroides, insuficiencias cardiacas, una pierna ulcerada que nunca sanaba y dos juegos de dentaduras postizas: una mate para ponerse a diario, y otra perlada para las “ocasiones”.

Desconozco por qué no quiso/ no pudo tener hijos. Solo sé que me adoptó porque quería una amiga (no tenía ninguna), y porque fui para ella como una bengala lanzada al mundo –un modo de decir que ella estaba ahí- una especie de X en el mapa.

Mi madre odiaba ser una don nadie así que como todos los niños, adoptados o no, he tenido que vivir alguna de las vidas que ella no pudo vivir. Es algo que hacemos por nuestros padres, no tenemos otra opción.

Mi madre todavía vivía cuando, en 1985, se publicó mi primera novela, Las naranjas no son la única fruta. Es un relato semiautobiográfico que cuenta la historia de una jovencita adoptada por unos padres pertenecientes a la iglesia pentecostal. Se supone que tiene que crecer y convertirse en misionera. Sin embargo, la chica termina enamorándose de una mujer. Desastre. Se va de casa, consigue ir a la Universidad de Oxford y regresa al hogar para descubrir que su madre ha montado una emisora de radio para llevar el evangelio a los infieles. La madre tiene un apodo: se llama “Luz Bondadosa”.

La novela empieza así: “Como la mayoría de las personas, viví mucho tiempo con mi madre y mi padre. A mi padre le gustaba ver los combates de lucha libre y a mi madre discutir de lo que fuera”.

***

Durante gran parte de mi vida he sido una luchadora a puño descubierto. Quien golpea más fuerte, gana. De niña me pegaban, así que pronto aprendí a no llorar. Si me dejaban fuera de casa toda la noche, me sentaba en el peldaño de la puerta hasta que pasaba el lechero, me bebía las dos botellas, las dejaba vacías para enfurecer a mi madre e iba caminando al colegio.

Siempre caminábamos. No teníamos coche ni dinero para el autobús. Para mí, la media eran cinco millas al día, dos entre ir y volver de la escuela, y tres entre ir y volver de la iglesia.

Íbamos todas las tardes a la iglesia, excepto los jueves.

En Las naranjas escribí sobre algunas de estas cosas y, cuando se publicó, mi madre me envió una airada nota escrita con su inmaculada letra de caligrafía, exigiéndome que la llamara.

Llevábamos años sin vernos. Yo ya había dejado Oxford, a duras penas me abría camino en la vida y había escrito Las naranjas no son la única fruta siendo muy joven: tenía veinticinco años cuando se publicó.

Me dirigí a una cabina: yo no tenía teléfono. Mi madre se dirigió a una cabina: ella no tenía teléfono.

Marqué el prefijo y el número de Accrington como me indicó, y allí estaba ella ¿quién necesita skype?. Podía verla a través de la voz, su forma se solidificaba ante mí mientras hablaba. Llenaba la cabina. No encajaba, era más grande que la vida misma. Era como un cuento de hadas en el que el tamaño es aproximado y variable. Surgía. Se expandía. Sólo mucho más tarde, demasiado tarde, comprendí lo pequeña que en realidad se sentía. El bebé que nadie quería coger. La niña a la que nadie acunaba todavía en su interior.

Pero aquel día estaba aupada en los hombros de su propio agravio. Intenté explicarle qué había querido hacer. Soy una escritora ambiciosa: no veo el sentido de ser una don nadie, y ni siquiera eso, si no te lo propones. 1985 no era el momento de escribir mis memorias y, en cualquier caso, no estaba escribiéndolas. Intentaba alejarme de la idea comúnmente aceptada de que las mujeres siempre escriben sobre "experiencia", mientras que la escritura de los hombres es más amplia y audaz, un gran lienzo, el experimento con la forma.

Pero a la señora Winterson le daba igual todo eso. Tenía muy claro que los escritores eran bohemios obsesionados con el sexo que rompían las reglas y no salían a trabajar. Los libros estaban prohibidos en nuestra casa, por eso para mí haber escrito uno, publicarlo, y ganar un premio, y estar en una cabina dándole una clase sobre literatura y una disertación sobre feminismo.

Pitido. "¿Y por qué no estás orgullosa de mí?". Y otra vez me echan y me encuentro sentada en el peldaño de la puerta de casa. Hace mucho frío, tengo un periódico debajo del culo y me acurruco. En casa, la luz está encendida. Papá tiene turno de noche, así que mi madre puede irse a la cama, pero no dormirá. Se pasará toda la noche leyendo la Biblia, y cuando papá regrese, me dejará entrar y no dirá nada, y ella no dirá nada, y todos fingiremos que es normal dejar a tu hija fuera toda la noche, que es normal no dormir nunca junto a tu marido. Y que es normal tener dos juegos de dentadura postiza y un revólver en el cajón de los trapos.

Fragmentos de ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? de Jeanette Winterson, recientemente publicado por Lumen. Son las memorias de infancia y adolescencia de esta extraordinaria escritora británica que dio a conocer su primer libro a los 25 años (en castellano se lo conoce como Fruta prohibida), donde ficcionalizó su vida como hija adoptiva y retrató con humor, ternura y dolor la figura de su madre.