A sus diecisiete años se siente un poco viejo. Lee desde la camilla que se tambalea un poco: “Servicio de cuidados intensivos ”. Con esta, cuenta Abel es la cuarta vez que entra en los últimos cinco meses.

Escucha unos sonidos metálicos y murmullos a su alrededor. También escucha la voz de Julio, su maestro de Carpintería del EEMPA que le dice palabras de aliento. Se esfuerza en sonar animado. Con Julio había hecho una cuchara y un banquito. Los guarda entre sus tesoros más preciados: la foto de su abuela, la cuchara, el banquito, una cadenita con una medalla que le dijeron había pertenecido a su madre y unas zapatillas Nike casi nuevas.

Al final cree escuchar -o quizás lo espera- la voz que se despide hasta mañana y termina con su frase de rigor: “No aflojes Maestro, no seas culiao.”

Abel se deja hacer. Siente cómo los enfermeros lo maniobran con destreza. Un, dos, tres, dicen y en un movimiento ya está en la cama, arriba del nylon. El se ve como de afuera: últimamente su cuerpo es un atado de carne y órganos poco inteligentes que no se ponen de acuerdo entre sí.

Al rato siente el olor a desinfectante y le llega una sensación fresca. Lo han higienizado y le han colocado una bata limpia y un suero.

-Descansá pibe- le dicen antes de irse .

Las primeras veces que lo internaron se resistía -solo mentalmente- a ese preámbulo de los enfermeros, a que lo manipularan con eficiencia. Es verdad que era el trabajo de los tipos, qué pretendía, pensó. Un , dos, tres, decían , y realizaban la fuerza correcta, el movimiento preciso. 

Esa parte le dolía, no sabía por qué, es verdad que se le juntaba con muchos otros dolores, y no sabía distinguir unos de otros. Se le mezclaban con un cierto sopor o mareo, producto del efecto de los “opiáceos” le habían dicho.

Está solo en el cuarto, en esas ocasiones, para distraerse, para que el tiempo transcurra, le gusta pasarse películas en su cabeza. Su preferida era Rápido y furioso 8. No sabe la cantidad de veces que la ha visto. La recuerda escena por escena. 

Algunos domingos por la tarde en el Hogar , cuando eran pocos, miraban una película. Cada uno proponía su película favorita y generalmente ganaba la suya. Quién, piensa , puede resistirse a las coloridas fachadas de las casas de la Habana vieja, a las piernas larguísimas de la Morocha que con su breve short de jeans , delante de la línea de largada, agita la banderiilla roja, y grita

-¡¡Ve rápido!! Ve seguro!!! Pero no llegues de último!!!

¿Y el actor? Para él, Van Diesel, o Toretto, su nombre en la película, era el mejor del mundo. Lejos, mucho mejor que Rocky o el otro pelado de El Transportador, e igual de bueno que el otro pelado que también actuaba en la saga de Rápido y furioso, Dwayne Johnson.

La parte de la película que más le gusta es la carrera en la que cruzan toda la Habana vieja zigzaguaeando por las callecitas angostas. Primero se ve que desarma el auto, le saca casi toda la carrocería para dejarlo liviano, queda el auto, pelado como si fuera desnudo, sólo el motor a la vista. 

Su novia que es experta, sabe mucho de mecánica, le conecta un tanque de nitrógeno al motor, pero le advierte, que se cuide que es muy peligroso, que tenga cuidado al usarlo.

A él le gustaría tener una novia como la de Toretto. Alguien que le diga que se cuide, que no haga cagadas. 

En realidad, le hubiese convenido tener una novia así hace rato, pero no se dio, quizás si hubiera tenido una novia que le dijera “no te metas con esos pibes de la placita”, no habría terminado así. 

Aunque ahora piensa también, no tenía sentido imaginar ”qué hubiese pasado si”. Lo mejor era tratar de no pensar, de pasar el rato lo mejor que pudiese.

Siente una voz apenas audible que se acerca a la cabecera de su cama, y pronuncia su nombre : ¿es la morocha de la banderilla o es la novIa de Toretto?

-Me llamo Luciana -dice la voz-. Soy pasante de la facultad, me avisaron de la Dirección Provincial.

Abel abre apenas los ojos. Es una chica joven que se sienta a su lado y acomoda la mochila a sus pies. Luciana, alcanza a entender y saborea la palabra tocando con fuerza la lengua contra el paladar: Lu-cia-na. 

Dibuja con la lengua ese nombre que ahora siente cercano. Recuerda la maestra de primer grado, la seño Clarita. Y siente que su lengua es una tiza húmeda y resbalosa que sube por el mástil de la L , desciende como una ola sobre la U, y vuelve a reaparecer braceando sobre una C, para erguirse un segundo apenas sobre la I y volver a bajar sobre un tobogán por la A. Lu-cia-ana. Luciana, Luciana, Luciana.

-Necesitas algo? -dice Luciana a media voz-. ¿Querés que te haga compañía un rato?

Le toma suavemente la mano. El entrecierra los ojos: pone su mano sobre la palanca de cambios, y acelera. Ella le refresca la frente con un paño húmedo.

-Tratá de dormir -dice-. Te va a hacer bien descansar.

Pero él no puede. No ahora que pone la última marcha , justo con todo lo que tiene que hacer. Ahora que viene la parte en que se empieza a incendiar el motor, entonces tiene que desviarse estratégicamente hacia el Malecón, envuelto en llamas. Ahora , tiene que sincronizar porque cuenta con pocos segundos: deberá arrojarse del auto, desviar el vehículo, hacerlo saltar hacia el mar, por encima del paredón que separa el mar de la calle, hacer que efectivamente caiga el auto para que no lastime a toda la gente que espera al final de la carrera.

-No te muevas tanto se te puede salir el suero.

La gente enfervorizada, expectante, que lo verá rodar por la vereda mientras el auto cae desde la altura para hundirse en el mar. Y después todavía le queda saludar a su contrincante que se sabrá perdedor, que lo mirará con inmensa admiración, y le extenderá las llaves de su auto flamante que habían apostado. 

Le quedará mirar a su contrincante con una sonrisa encantadora y decir. ”No quiero tu auto, me basta tu respeto”, para entonces sí abrazar a su novia y darle un beso delante de todos, seguir caminando como si nada por el Malecón.

¿Cómo se va a dormir justo ahora?