I. Los discursos del riesgo y el retorno a y de la peligrosidad. En los últimos meses, distintos episodios trágicos protagonizados por personas con padecimientos mentales han vuelto a colocar en el centro del debate a Ley Nacional de Salud Mental Nº 26.657 (LNSM). Como suele suceder en contextos de conmoción social, los discursos que se reactivan no siempre parten del conocimiento técnico ni del respeto por los derechos conquistados, sino que buscan reinstalar viejos prejuicios bajo la forma de soluciones urgentes. En este caso, el problema vuelve a ser la confusión entre riesgo y peligrosidad, una confusión que no es ingenua.

Uno de los puntos más utilizados para cuestionar la LNSM es la supuesta imposibilidad de internar a personas sin su consentimiento. Esta afirmación, además de falsa, forma parte de una campaña de desinformación que responde a intereses políticos y mediáticos. Como ya hemos escrito en otras oportunidades, la LNSM no impide la internación involuntaria: la regula, la condiciona a ciertos criterios de evaluación interdisciplinaria y la coloca como última instancia en un proceso que debe priorizar siempre los abordajes menos restrictivos.

Decir que las internaciones deben realizarse cuando otras formas de tratamiento hayan fracasado no significa negar su utilidad en situaciones de urgencia o gravedad. Significa, más bien, que el encierro no puede ser la primera opción, ni una respuesta automática ante el sufrimiento psíquico. Esta mirada promueve la dignidad, la inclusión y la posibilidad de un tratamiento en comunidad lejos del ideario de los viejos manicomios. Pero el uso malintencionado de ciertos casos-límite vuelve a activar un discurso que atemoriza y que, en lugar de proteger, estigmatiza.

El riesgo que se corre aquí es el de ceder terreno ante el retorno del paradigma de la peligrosidad. El énfasis en la asociación entre salud mental y delito, o entre sufrimiento psíquico y violencia, reactualiza el modelo de control social propio del antiguo Código Civil. En ese modelo, las personas con padecimientos eran consideradas "incapaces" y, como tales, separadas de la vida en sociedad mediante figuras de tutela, curatela o internación indefinida. El problema no era sólo la falta de derechos, sino la imposibilidad de imaginar otro destino que no fuera el encierro.

Como advierte Alicia Stolkiner, la idea de "peligro" suele ser el modo en que la sociedad reacciona ante lo que no puede integrar. En contextos de fragmentación y violencia, donde los vínculos están marcados por la desconfianza, es fácil construir un enemigo interno. El "loco peligroso" se convierte en una figura conveniente: es visible, temido y aislable. Pero esa figura no responde a un riesgo estadístico real, sino a una necesidad concreta de desviar el curso de las discusiones que interesan.

Esto es particularmente grave cuando los discursos mediáticos y políticos alimentan esa ficción. En lugar de promover el cuidado, se busca legislar desde la excepción, transformando hechos puntuales en pruebas de una supuesta falla estructural. Esta estrategia no sólo pone en riesgo el marco legal vigente, sino que también habilita nuevas formas de intervención coercitiva sobre cuerpos y subjetividades. No se trata de negar la existencia del sufrimiento, ni de omitir los casos donde las personas necesitan ser protegidas y proteger a otros. Se trata de no ceder al impulso de resolver con encierro lo que requiere escucha, tiempo, recursos y comunidad.

II. El lugar profesional: entre la demanda y la culpa. En paralelo al discurso de la peligrosidad, ha comenzado a instalarse con fuerza una narrativa que busca responsabilizar directamente a los profesionales de la salud mental ante eventos trágicos. Esta tendencia, además de profundamente injusta, constituye una amenaza concreta para el ejercicio de una práctica ya de por sí compleja, muchas veces precarizada y desprovista de las condiciones necesarias para sostener procesos de cuidado continuos.

La patologización de la vida no se resuelve con internación, ni el sufrimiento se cura con aislamiento. Sin embargo, frente a cada caso que toma estado público, surgen acusaciones hacia los equipos tratantes: "¿Por qué no lo internaron?", "¿Quién era el responsable?", "¿Qué profesional lo tenía a cargo?". Estas preguntas parten de una visión distorsionada del trabajo clínico, como si el profesional tuviera el poder de controlar completamente los avatares de la vida de otra persona. El caso por caso, que es el fundamento de toda intervención seria, se evapora frente al juicio sumario.

En el extremo, se busca un culpable. La figura del trabajador de la salud mental pasa a ser parte del problema: se lo acusa de inacción, de negligencia, de falta de pericia. Pero este movimiento es doblemente perverso. Por un lado, niega las condiciones estructurales en las que muchas veces se trabaja: falta de dispositivos intermedios, ausencia de redes de apoyo, discontinuidad en los tratamientos por motivos económicos, fragilidad institucional. Por otro, produce un efecto subjetivo devastador: inhibe, paraliza, promueve un ejercicio defensivo de la clínica, donde la prioridad ya no debería ser cuidar sino protegerse.

La salud mental requiere un vínculo de confianza, tiempo para construir sentido, posibilidad de ensayo y error. Convertir a las y los profesionales en garantes de resultados medibles, o en funcionarios de control social, es distorsionar completamente el sentido de su trabajo. El efecto es claro: retraimiento, miedo a intervenir, sobrecarga emocional, desmoralización. Lo que se pierde en ese proceso es, justamente, la posibilidad de una clínica viva, capaz de sostener lo imprevisible.

Como contracara, también está el riesgo de que se espere todo de la intervención profesional. Como si un tratamiento, por el solo hecho de existir, pudiera revertir años de exclusión, pobreza, consumo problemático, violencias o soledad. Este equívoco es tan grave como el anterior: ambos niegan que el sufrimiento subjetivo es también efecto de la corrosión de las condiciones sociales en que viven las personas. La clínica no sustituye a la política pública. Y el trabajo de las y los profesionales de la salud no reemplaza a una red social, a una comunidad integrada, a un sistema de salud equitativo.

III. El sistema de salud en el espejo roto de la desigualdad. Ninguno de los puntos anteriores puede comprenderse sin observar el marco más amplio: la situación actual del sistema de salud y los modelos de atención en los que se inscriben las intervenciones en salud mental. Desde hace años, pero con una profundidad alarmante en el presente, se ha venido desmantelando un modelo de salud pública orientado a la inclusión, avanzando hacia esquemas cada vez más fragmentados, precarizados y mercantilizados. Salvo honrosas excepciones, como el proceso de transformación sostenido por la gestión en la Provincia de Buenos Aires, el panorama general es de retroceso en condiciones de atención y con ello, en derechos.

Los efectos de este proceso son evidentes: recortes presupuestarios, cierre de dispositivos, vaciamiento de equipos, exigencia de productividad en términos que desconocen los tiempos del cuidado. Instituciones de referencia como el Hospital Garrahan o el Hospital Nacional en red “Lic. Laura Bonaparte” han sufrido recientemente recortes que ponen en riesgo su funcionamiento. La salud mental, lejos de ser priorizada, es relegada a un lugar marginal. En este contexto, exigir respuestas efectivas a las y los profesionales sin modificar las condiciones estructurales en que trabajan es una forma de crueldad institucional.

A su vez, la crisis económica, el crecimiento de la pobreza, el aumento del desempleo y la destrucción del tejido social generan nuevos sufrimientos que se presentan en la consulta clínica, pero que no se originan en personas singulares. La angustia frente al futuro, la medicalización de los malestares, los consumos problemáticos, la violencia intrafamiliar, los suicidios adolescentes: todo esto es parte de un diagnóstico más amplio. ¿Cómo abordar subjetividades dolientes en un contexto de ajuste y represión?

En este escenario, es fundamental profundizar una lectura política de la salud mental. No para partidizarla, sino para fortalecerla. La pregunta no es sólo qué hacer ante un episodio trágico, sino qué sistema construimos para que no sea la tragedia lo que determine la agenda.

La responsabilidad del Estado no se agota en garantizar leyes. También debe crear condiciones de vida dignas, sostener dispositivos, formar profesionales, y sobre todo: no ceder al miedo ni al odio. Porque en última instancia, de eso se trata la salud mental: de la posibilidad de vivir con otros, en condiciones de respeto y cuidado.

La salud mental no puede ser pensada por fuera del entramado social, económico y político que la atraviesa. Y por eso mismo, su defensa debe ser parte de una lucha más amplia por la igualdad y la justicia social.

Andrea Vázquez es doctora en Psicología. Profesora Adjunta de Salud Pública y Salud Mental II. Facultad de Psicología. Universidad de Buenos Aires.