Dubravka Ugrešić, graduada en literatura comparada, conocedora de varios idiomas y atravesada por una genuina curiosidad cosmopolita, "redujo" finalmente su universo ficcional a un puñado de temas y lugares. El territorio real y simbólico de lo que alguna vez se conoció como Yugoslavia se convirtió -vaya milagro de la literatura- en su reducto más seguro. De allí surgieron también los maltrechos personajes de El ministerio del dolor, que en su diversidad y sus contradicciones no hacen sino hablar por ella misma. El sello Impedimenta acaba de editar esta novela que la escritora croata publicó originalmente en 2005, con las heridas de la Guerra de los Balcanes todavía en carne viva.
Ugrešić trabaja en este libro con las esquirlas de ese conflicto político, étnico y religioso que al romper en pedazos el mapa de la Europa del Este esparció por todo el continente miles de historias individuales guiadas por el exilio. La de este libro es una historia coral, situada en Amsterdam, pero regida por códigos, guiños, odios y amores que remiten a Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia, Montenegro y Macedonia. Y es, en términos temporales, la exploración de un pasado que se arrastra como si fuera un fardo imposible de alivianar.
La protagonista es Tanja Lucic, evidente alter ego de Dubravka, una exiliada croata que se refugia en la universidad de Amsterdam, donde enseña Lengua y Literatura Serbocroata. Está atravesada por demonios que exceden su mochila política, aunque cargan con ella: problemas familiares no resueltos, dificultades en el terreno afectivo, etc. Su trabajo de profesora parece abarcar terrenos más existenciales que pedagógicos, como si buscara exorcizar en el aula todo aquello que no puede siquiera nombrar en su austera y poco estimulante vida holandesa.
Sus alumnos, también desterrados de la antigua Yugoslavia, no lucen mejor afirmados que ella. Se ganan la vida como "sastres pornográficos" en un taller de costura de ropa para sexshops. Como en La Haya hay un club porno sadomasoquista llamado "El ministerio del dolor", ellos ironizan presumiendo que trabajan en "El ministerio". El curso académico de Lengua y Literatura Serbo-Croata que los reúne funciona menos como instancia de aprendizaje que como espacio de catarsis.
Todos ellos -al igual que otros miles de exiliados balcánicos que deambulan por una Amsterdam políticamente receptiva pero distante-, representan a "los nuestros", una definición que resulta tan imprecisa (por la diversidad étnica e ideológica de los involucrados) como necesaria para sobrevivir en la intemperie.
El lenguaje es la herramienta -un arma peligrosa, también - que utiliza Tanja (Dubravka) para intentar una improbable reconciliación con el pasado, aunque solo sea para luego librarse de él. Se trata de una suerte de excavación arqueológica que busca guiños compartidos pero olvidados en las ruinas de lo que alguna vez fue un país. La profesora se vale de un recurso aparentemente infalible: la "yugonostalgia", ese código de identificación que permite acercarse mientras todo lo demás aleja.
Una canción de Bijelo Dugme (la banda que tenía entre sus integrantes a Goran Bregovic), un tarro de ajvar macedonio (una paté muy popular hecho con berenjena, ajo y pimientos), los orgullosos trenes yugoslavos, una frase del escritor Ivo Andric, la bolsa de plástico con la que hacían las compras, el recuerdo de una bicicleta, reconstruyen una cartografía en apariencia más amable, donde las fronteras se diluyen...por un rato.
Tanja y sus alumnos -con los que establece un vínculo supuestamente horizontal, que será luego cuestionado- saben de todos modos que el mecanismo elegido es una trampa. La nostalgia puede cerrar provisoriamente diferencias identitarias artificiales, alentadas por la política o por la religión, pero también suele presentarse, en palabras de la autora, como un "agresor brutal y astuto, que en su ataque utiliza la emboscada, embiste cuando menos lo esperamos, golpea justo en el pecho y nos deja sin respiración".
La escritora parece plantearle al lector, del mismo modo en que Tanja interpela a sus estudiantes, una serie de dilemas vinculados con la memoria y con la identidad. ¿Quiénes somos, en definitiva? ¿Hasta dónde se puede recordar sin quedar inmovilizados en ese recuerdo? ¿El olvido ayuda a avanzar en un nuevo terreno? ¿A qué costo? Se trata de preguntas que la propia escritora debió formularse en su vida de exiliada.
Cuando en 1991 estalló la guerra de los Balcanes, Ugrešic fue muy crítica de los nacionalismos croata y serbio. La acusaron de "yugonostálgica", de intelectual sin patria, de puta y de bruja. Tuvo que irse de Zagreb, una ciudad a la que nunca pudo volver del todo. Después de trabajar en diversas universidades de Europa y América, y de publicar sus mejores libros (algunos se conocieron en español gracias al sello Impedimenta: El museo de la rendición incondicional y Baba Yagá puso un huevo, entre otros) murió en Amsterdam en 2023.
No se había llevado nada -salvo "objetos mentales"- de ese mundo que añoraba y a la vez la horrorizaba. Quizás haya podido identificarse con la frase de uno de sus personajes, a modo de pregunta, como casi todo en El ministerio del dolor, una novela donde no hay respuestas: "¿Y si el regreso era, en efecto, la muerte, simbólica o real, quedarse era la derrota y solo el instante de la partida era la única libertad real que nos había sido dada?"