Francamente, les tenía miedo. Al coche no le tenía miedo, porque era un regalo de mi abuelo a mis padres: un Renault 12 amarillo, para que viajaran y celebraran que hacía diez años que estaban juntos -y que se odiaban-: diez años, las bodas de aluminio.
El Renault era un coche espléndido, cuando íbamos por la ciudad todos nos veían y alzaban el brazo para saludarnos; él tocaba apenas dos veces la bocina: era su forma de decir hola y adiós. Cada vez que sacaban el mapa y estudiaban las carreteras del Brasil, me recorría un escalofrío por la espalda; empalidecía. Ellos ni siquiera se volvían a mirarme. Mi hermanita jugaba con un muñeco, un duende o un enano y se figuraba que se llamaba Daniel y que era su esposo. Tenía una caravana este Daniel y la llevaría por todo el mundo y así era feliz.
Las carreteras del sur del Brasil son muy desoladas; el pasto es verde y amarillo y hay cebúes. La joroba del cebú también se come, en la casa o en un restaurante, basta con pedir morrillo. Además, cómo no iba a tener miedo. Íbamos huyendo de Porto Alegre porque incendiamos un cuarto de hotel. En realidad, no supimos que incendiamos el cuarto de hotel hasta que fue muy tarde. Ella, como siempre, como todas las tardes, encendió el cigarro en la boca del fetiche, un Ekeko. Un hombrecito boliviano de arcilla, cargado de bolsas, al que debía dársele de fumar todas las tardes y todas las noches, para que trajera suerte. Nosotros nunca teníamos buena suerte; él perdía los trabajos, y no terminaba la carrera de abogado, ella gritaba con demasiada frecuencia y a mí no me abandonaban los dolores de estómago. Un día iba a morirme del dolor de estómago, estaba convencido; sólo que nadie se enteraría porque había aprendido a que el dolor no me trasluciera en el gesto. Un día me desmayé del dolor y después me quitaron el apéndice. Ella me lo reprochó: esto sucedía por comer demasiadas salchichas con mostaza, Coca Colas infinitas que iban cuesta abajo por mi garganta. No era verdad, dije, y me pegó. No era la primera vez que me pegaba; me saltaron las lágrimas igual. Las lágrimas eran unas traidoras perras; un día, si era muy valiente, me arrancaría los ojos y ella ya no sabría si suelto lágrimas o no. Primero tendría que averiguar si los ciegos lloran, si los tuertos lloran con sus ojos fantasmas. Porque de hacerlo, no valdría la pena quitarse los ojo.
El hombrecito, el Ekeko, incendió la cortina del hotel de Porto Alegre, un hotel de lujo, y cuando ella vio eso, no pidió auxilio ni llamó al conserje, simplemente nos sacudió de la cama y nos dijo que había llegado la hora de irnos. Salvó al Ekeko de las llamas y bajamos sin prisa por el ascensor, disimulando. El sacó el Renault de las cocheras del hotel y nos marchamos. Después ya no supimos qué pasó, si el hotel pereció en el fuego o no. Cuando parábamos en una gasolinera ella pedía los periódicos; los leía de pie a cabeza, pero no encontraba noticias del hotel que quemamos. En la última gasolinera compró un mapa de Santa Catarina, el Estado por el que estábamos dando vueltas. Creo que nos dirigíamos al norte; no lo sé con precisión: ellos no lo sabían con precisión. Río de Janeiro era una ilusión sin duda cuando ella lo pronunciaba con su boca golosa; Manaos era una ilusión aun mayor. Así como recorríamos el Brasil, un día, tal vez el año próximo -las bodas de acero- viajaríamos por Paraguay; el lago de Ypacaraí era un sitio precioso adonde ir, tan bonito que hasta le habían dedicado una canción, explicaba ella.
Cada tanto, ella abría una lata de cerveza y bebíamos los tres, ella, él y yo, aunque yo no tuviera edad de beber cerveza. Me hacía sentirme mayor; me hacía comprenderla. Hay que aclarar que, después de todo, yo la amaba. De pronto ella preguntó si la seguía viendo a Chita. El, mi padre, si la seguía viendo. La pregunta sonó como un cachetazo. Chita era la madrina de mi hermanita; la que la sostuvo en alto en la pila de bautismo dos años atrás: era baja, culibaja, morena, de cabello lacio. El hizo no, sin mover los labios y sin sonido y ella lo pellizcó. El coche frenó de golpe y del empellón casi salimos por adelante. Un gato negro, señaló él. ¿Qué?, la voz de ella era aguda pero no creo que estuviera asustada por la frenada: no le tenía miedo a nada. Hay un gato negro cruzando la carretera. ¿Y? Es de mala suerte, sentenció él, nos está persiguiendo la mala suerte. A esta altura bastante buena suerte tenemos en que no nos esté persiguiendo la policía. Era como en las películas, como Bonnie and Clyde: nos perseguía la policía. No voy a cruzar la carretera por donde pasó el gato, explicó él, voy a dar la vuelta por atrás y volveremos sobre nuestros pasos. ¿Hasta dónde?, preguntó ella, sudorosa, exasperada. Era el efecto de la cerveza caliente, hacía que sudáramos gotas pegajosas. Hasta el primer cruce de caminos y tomaré por ahí hasta más adelante. Nos desviaremos, chilló ella, son rutas de tierra, habrá polvo por todos lados, se nos meterá el polvo entre los dientes. Los dientes de mi mamá eran perfectos. Todo en ella era perfecto. El dió marcha atrás, retrocedió. No había nadie en la carretera, menos lo hubo después en el camino de tierra, polvoriento. Mi hermanita dormía abrazada a su enano; yo seguía soñando. Cuando sea grande, voy a tener un coche como éste, pensaba. Voy a recorrer América de punta a punta. Jamás me voy a casar, nunca voy a formar una familia. Libre, como un pájaro. La veo de vez en cuando, rompió él el silencio. Este es el fin de la paz, de la tregua, me dije. Ella suspiró y abrió la ventanilla, sacó el codo por allí. Ya no me acuesto con ella, aclaró él. Debe creer que estoy dormido, pensé y de inmediato cerré los ojos. Hablamos, tomamos café. Tuvimos una conversación importante; igual eso puede esperar. Prefiero esperar a faltarte el respeto acostándome con ella en cualquier hotelucho. Haces bien, resopló ella, haces muy bien. De todos modos, nuestro matrimonio está terminado, hagas lo que hagas con Chita. Estoy de acuerdo, lanzó él muy bajo, al fin y al cabo estoy enamorado de ella. Por eso no quiero mancillar…. No terminó la frase y agregó después, mucho después: Te dejaré todo, la casa, los chicos, una pensión; nada más quiero el coche. Eso solo, porque me sirve para trabajar; para ir a la empresa.
No, pronunció ella.
Ese único monosílabo.
No.
Tiró del volante y viró hacia un costado; el Renault dio mil vueltas, cayó de un morro, los famosos morros del Brasil con nosotros dentro. Fueron una, dos, mil vueltas. Cuando se detuvo, abrí la portezuela y salí. Me puse de pie, apenas un rasguño en una rodilla. Un dolor en el hombre, punzante. Quizá me lo había dislocado.
Un pájaro cruzó el cielo graznando y luego sonó una sirena.
Había silencio y olvido y ellos ya no estaban.