Recordar las visitas del Circo de Moscú a Argentina, entre 1966 y la Perestroika, reúne varias aristas, que remiten a toda una época en la historia del país. Hay todo un imaginario que su mención evoca; y el material reunido, sobre las vidas y la obra de esta comunidad artística, fueron una de las motivaciones que llevaron a Saula Benavente a la realización de Una vez, un circo, el documental que exhibe El Cairo Cine Público, y que contó con la presencia de la realizadora durante la función del jueves pasado. “En este trabajo se cruzan varias cosas. Por un lado, tiene que ver con mi primera infancia. Mi papá (Saulo Benavente) había sido uno de los productores, y trajo por primera vez el circo a la Argentina; fue un acontecimiento muy extraño, porque por esas cosas de la Unión Soviética, ellos no venían -digamos así- al mundo occidental, relata Saula Benavente a Rosario/12.
“Mi padre viajaba mucho, y además de escenógrafo, fue presidente del Instituto Internacional de Teatro; yo me críe, exagerando un poco, entre libros soviéticos. Y llega un momento en la vida donde al pasado uno lo visita bastante, ¿no? Por otro lado, hay algo que tiene que ver con cómo los tiempos avanzan, a un ritmo tan rápido; y uno quiere preservar cosas que han pasado para que no queden en el olvido. Ahí apareció en mi vida (el productor ejecutivo) Carlos Garaycochea, con un montón de material sobre el circo; empezamos a mirar videos y a hablar por Zoom con artistas de circo, para encontrar una historia y la razón de ser del documental”, continúa.
-Que el documental comience por la entrevista problemática con Lina Nicolskaya, la artista que pidió asilo con su marido a Estados Unidos, parece señalar que nada será fácil.
-Una película tiene un montón de dificultades, pero las de ésta fueron muy particulares. Por un lado, por la pandemia; pero después, a Lina Nicolskaya la perseguí durante tres años, porque no nos iba a dar una entrevista. Para mí, era el personaje más rico porque era distinto, era alguien que se quiso ir, se fugó acá, en la Argentina, y fue algo muy escandaloso, se metió en la embajada de Estados Unidos. El suyo es un caso mucho más complejo, porque además hubo un intento de cambio de prisioneros entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Le insistimos durante un tiempo hasta que un día dijo que sí; lo loco es que ella me invitó a tomar el té a su casa, pero sin la cámara. Sin embargo, cuando llego me dice: “Ok, prendé la cámara”. Por suerte, yo tenía una cámara en el bolsillo. Ella nos dice: “Nosotros ya no somos estrellas, somos jubilados norteamericanos. No tenemos nada que mostrar”, también tenía esa riqueza. Finalmente, la dificultad estuvo en que cuando teníamos todo listo, empezó la guerra, no podíamos viajar a Rusia, y se sumó el problema con el INCAA.
-¿Cómo fue la búsqueda de los entrevistados?
-Arrancamos online, durante la pandemia, charlando durante dos años con los artistas; la mayoría vivía en Rusia. Pero cuando vino la guerra, no pudimos viajar, y tuvimos que volcarnos a los que estaban fuera de Rusia. Fue un cimbronazo. Hubo quienes, por el mismo tema de la guerra, no quisieron participar en el documental, porque tenían miedo que fuera político. Por eso te digo, nos pasó de todo. Pero creo que mi gran dilema ahí era que, si lo hacíamos con personajes que estuvieran fuera de Rusia, podía leerse como una postura, era raro. Fue un gran desafío esquivar esa lectura, ya que no se trataba de bajar una línea política, porque además no estoy capacitada para eso. Así que, ¿cómo hablaba de artistas rusos, sin poder ir a Rusia, y que no se leyera como si me estuviera yendo para otro lado? Empezamos a buscar a quienes podían contarnos cosas, y que fueran diferentes entre sí. Y si bien no fue exclusivamente una decisión cinematográfica, otra cosa tuvo que ver también con nuestras posibilidades, porque esta es una película hecha con una financiación acotada, cine independiente. Aprovechamos viajes por otras cuestiones para ver quiénes estaban cerca. Hubo muchas cosas que determinaron la selección, no era solo por gusto, y también muchos personajes quedaron afuera.
-En la narrativa se cuela el espionaje con los “chequistas” que acompañaban al circo.
-Los agentes de la KGB que les metían.
-Es increíble.
-Claro, porque también se acostumbraban a eso. ¿Viste que siempre dicen que nunca hay que perder la capacidad de sorpresa o de indignación? Ellos sabían que los acompañaba un agente de la KGB, pero de alguna manera lo naturalizaban. Ninguno habla con horror sobre eso, era parte de ese sistema. El chequista hacía reportes y decía quién se portó bien, quién se portó mal, y quién podía estar pensando críticamente. Es muy fuerte eso. Hay también un testimonio que a mí me parece muy simbólico, el de una contorsionista que cuenta cuando no conseguía frazadas para tapar a su bebé, y tuvo que escribirle a Valentina Tereshkova, la astronauta emblema en la Unión Soviética, para que se las consiguieran. A mí eso me parece delirante, es fuerte.
-A pesar de todo esto, llama la atención cómo se recuerdan con añoranza aquellos años.
-Creo que todo lo que es la Unión Soviética ejerce un gran atractivo, o por lo menos es lo que me pasa a mí. Con esto no estoy dando una postura política o ideológica cerrada, sino diciendo que es muy rica la contradicción. Es una añoranza a un tiempo que no era perfecto, y eso es muy atractivo.
-Es también interesante la menciones que hacen del Cirque du Soleil.
-Los artistas soviéticos con los que estuve relacionándome no son muy fanáticos del Cirque du Soleil, y consideran que su circo, el circo de la Unión Soviética, fue superior. Lo critican por su vacío, es decir, por la gran tecnología y el mucho show; porque se apropiaron de los avances, de las conquistas técnicas y de la destreza de ellos, para llevarlos a otro lugar, donde todo es más un gran espectáculo. Muchos de ellos, de hecho, no lo consideran circo.
-En ese sentido, pienso en el número de Popov, tratando de atrapar un haz de luz; tan íntimo y artesanal.
-Claro, porque los números no eran solo de destreza y de impacto, sino que contaban historias. Yo no conseguí materiales al respecto, y a los que tuve acceso no me funcionaban, pero ellos hacían muchos números, por ejemplo, homenajeando a los muertos de la Segunda Guerra Mundial, abordaban el mito de Prometeo, se metían con la carrera espacial, y tenían un número que era una gran discusión entre el campesino y el hombre de la ciudad. Es decir, este circo tenía también una intención propagandística, y había un relato que la Unión Soviética quería llevar al mundo, como diciendo: “Che, no nos comemos nenes crudos; hacemos estas cosas”.
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