Lectoure estaba tan contento que el día que de casualidad coincidimos en un restorán con Eddie Kane, manager del campeón mundial Sammy Mandell, directamente le propuso una pelea por el título en Buenos Aires con mi hermano Justo Antonio. Y le aseguró 78 mil dólares. Kane abrió los ojos y en el cenicero volcó la ceniza de su habano; dijo:
- Le tomo la palabra, pero primero a lo primero…
Quiso decir que antes había que ver los resultados de las peleas de mi hermano, como era lógico. De todos modos, el combate con Mandell no se haría porque perdería el título mundial ante Al Singer.
Nosotros fuimos a nuestra mesa. Había una orquestita, un piano, un contrabajo, un clarinete y una batería que estaban tocando Cuando Kitty de Kansas me sonríe, según dijo alguien. El aserrín del piso estaba tan espeso y empapado de cerveza que caminar allí era caminar en tierra arada. Finalizó la canción y los músicos fueron a descansar y tomar unas copas. El silencio dejó ver el humo del ambiente. El rumor del bar parecía llegar desde la lejanía, casi como se oye una radio cuando una está sola en la pieza de un hotel.
Al terminar, cuando Lectoure pidió la cuenta, el mozo respondió que la cuenta ya estaba paga. Lectoure fue a estrecharle la mano a Kane. Luego, como Pepe seguía contento, nos llevó a un teatro a ver una obra musical. El mundo del teatro estaba en su peor momento. Y como se decía que en Nueva York no había futuro, la gente del teatro, actores, decoradores y demás se iban a Hollywood donde, se decía, aún circulaba el dinero. De todas maneras, Pepe nos invitó a ver Girl Crazy, una comedia musical de los hermanos Gershwin, en el teatro Alvin. Era uno de los pocos teatros que aún se mantenían activos y con esperanzas.
La obra me gustó a pesar de que no entendí nada. Se trataba de un joven adinerado que se enamora de una vaquera del Oeste de Arizona. Ginger Rogers era la protagonista. Fue una noche espléndida, sí, sí… En un boliche donde sólo había negros tomamos unos wiskis que me sacudieron feo. Luego en taxi al hotel.
Desperté con un tremendo dolor en la espalda y el cuello. Abrí los ojos sin saber dónde estaba. Miré la pieza. Oí una voz varonil cantando. Alguien se había levantado optimista, por suerte. Quise acompañar el canto, pero no encontraba mi voz, apenas logré una modulación temblorosa que, al menos, por el momento me servía. Mojándome la cara y la nuca, dejé que el agua del lavatorio me terminara de despertar… Chorreando agua me senté en la cama envuelta en el toallón, prendí un cigarrillo… Desde algún sitio me invadió un olor feo que me hizo estornudar. Abrí la ventana, una ráfaga de aire frío me dio en el rostro… Como tenía tiempo me puse a limarme las uñas escuchando radio para acostumbrar mi oído al inglés norteamericano. Al ratito miré la hora y tuve que meterme en el vestido con la velocidad de un relámpago.
Apenas salí del hotel, comenzó a nevar. Me quedé de una pieza. No podía creer lo que estaba viendo. No era época para que nevara, así que me quedé muy sorprendida. El clima se había puesto caprichoso. Sólo conocía la nieve de las películas. Caminé unas cuadras y me apoyé contra la ochava de una esquina. Me abandoné a mi asombro para poder disfrutar tanta belleza. De a poco las calles se transformaron en blancos senderos al paraíso. Un taxi tocó la bocina, anunciando la felicidad, pensé yo.
Todo iba adquiriendo un matiz azulado separándose de un cielo más claro, como si las tinieblas surgieran desde lo más profundo del universo. Las vidrieras absorbían los húmedos copos blancos que, cayendo sobre el vidrio, dibujaban paisajes imprecisos. Un marinero picado de viruela fumaba mirando el cielo. Entre los árboles resplandecieron duendes brillantes. Lánguida, la nevada caída se iba convirtiendo en fango bajo las pisadas presurosas de la gente, a la que poco y nada le importaba lo que para mí era un acontecimiento, una bendición. Varios chicos, con las narices azulinas por el frío, pasaron corriendo y la nieve crujió alborozada. Un perro ladraba y saltaba para comerse los copos.
El júbilo que yo experimentaba era para compartirlo, pero estaba sola... Rápido, como un actor que ingresa atrasado a escena, y con el cuerpo ligeramente encogido por el frío que lo estremecía, apareció Pepe con su pálido semblante. Estaba igual de conmovido por lo que, para nosotros, extranjeros sudamericanos, aquello, más que un prodigio climático, era la posibilidad de tutearnos con Dios... El chofer de un camión sacó la mano por la ventanilla para agarrar los copos blancos… En los techos bajos y en las ventanas, la nieve se acumulaba como notas cayendo en el pentagrama… Pepe me alcanzó su pañuelo, porque desde hacía rato y sin que me hubiera dado cuenta, mis lágrimas estaban tan exaltadas como yo… Nos quedamos en silencio admirando aquél regalo que era la sorpresiva precipitación … Luego, me aferré al brazo que él me ofrecía con un gesto posesivo. Sin apuro, tranquilitos, fuimos al gimnasio, con la nieve acariciándonos…
Justo Antonio se sentía raro de que nadie lo reconociera como el “Torito de Mataderos”, que no le pidieran autógrafos, y mucho más extrañaba la hinchada de fierro que lo alentaba en cada pelea. Ahora no sería así. Estábamos en el país más importante del mundo que ignoraba al resto de los países. Por más famoso que uno fuera en su país, en Nueva York era un desconocido que a nadie interesaba, y mucho más en la situación tan mala que se vivía en ese momento.
Había que empezar de nuevo. Ganar la primera pelea significaba que alguna gente pudiera molestarse en girar la cabeza para vernos, nada más. Había que ganarlas todas para que nos miraran de frente y con interés. Ni hablar si mi hermano llegaba a perder la primera pelea… Yo trataba de no pensarlo, pero lo pensaba… Para ahuyentar fantasmas me hacía la señal de la cruz, nunca fui tan católica…