Sigrid Nunez empieza su última novela, Los vulnerables, con una frase del libro Los años de Virginia Woolf: “Era una primavera vacilante”. La protagonista dice que leyó el libro hace tiempo y no recuerda nada más que esa frase. También dice que cuando era joven creía que era importante recordar lo que ocurría en cada novela que leía. Ya no. Luego, elogia a un novelista por confesar que lo único que le había quedado grabado después de leer Ana Karenina fue el detalle de una canasta de picnic.
La falta de memoria me acompaña desde siempre y con los años parece profundizarse. Me pasa como a ellos que no puedo recordar de qué van la mayoría de los libros de mi biblioteca. Podría perseguirme la escena en que alguien me pregunte por ellos y no tenga nada más para decir que “es muy bueno” o “no me gustó”, pero no me pasa. Sí, a veces me gustaría poder citar frases o nombres de personajes como si fueran mis conocidos; adopté la costumbre de subrayar para poder luego volver a los subrayados, que dicen, permiten fijar ideas. Pero ya me resigné.
Supongo que eso no es lo importante cuando se lee un libro, como advierte Nunes. Avanzado el relato también habla de la novela Me acuerdo, de Joe Brainard, quien recurre a un truco para liberar a quien escribe del bloqueo: empezar cada frase por las palabras me acuerdo. Brainard escribió todo un libro con ese sistema, y propone anotar un recuerdo tras otro como vengan a la mente y luego ver qué se hace con eso.
Los juegos entre el olvido y lo recordado son azarosos, y crueles a veces. No todos recordamos lo mismo de lo que hemos leído o vivido. Lo cual puede ponernos en situaciones embarazosas si no seguimos la hipótesis de Nunes, cuando alguien te puede espetar ¿cómo puede ser que no te acuerdes de semejante obra maestra? En el plano de los vínculo puede incluso tener consecuencias más complejas.
Será por eso que muchos escritores o grandes lectores dicen que cada vez leen menos libros nuevos, más bien releen a los clásicos o sus propios clásicos. María Teresa Andruetto recomienda volver al texto que nos fascina una y hasta mil veces para diseccionarlo si hace falta y así entender los mecanismos de su funcionamiento perfecto. Hay quienes releen para encontrar un tono para su propia escritura. También la relectura nos puede devolver a los subrayados, las marcas, las páginas dobladas y a quienes éramos cuando leíamos años atrás ese mismo libro, y preguntarnos por nuestros cambios (¿cómo me pudo gustar tanto? ¿Qué quise decir cuando anoté esto?).
Repetir nos salva de la angustia de la imparcialidad. Al releer podemos completar en nuestra mente una historia, descubrir otra parte.
Me pasa hace un tiempo que no solo se me da el gusto por la relectura sino que me sorprendo a mí misma mirando series o películas que no estoy segura de haber visto hasta que una imagen, un diálogo, una luz, me lo recuerdan. Y no me voy, me quedo en ese paisaje extraño que de repente se me hace conocido, ansiando llegar al desenlace olvidado. Juego una carrera conmigo misma para ver si logro recordar cómo se desarrollan los hechos antes de llegar al final. Otras veces repito porque sé que son buenas, que en una época me lo parecieron, aunque en este presente puedan surgirme dudas sobre esa veneración. Hay algo de andar por caminos ya transitados que me hace quedarme adentro, aunque a veces me aburra o me desilusione.
Releer, revisitar es una práctica que conocemos desde que pedimos que nos cuenten las mismas historias una y otra vez en la infancia.
Quizás es que no hay tantas historias que contar, quizás son siempre las mismas, con detalles, distintas formas, aunque tengamos la ilusión de estar innovando veinte siglos después. O también que la repetición, como al vocear un mantra una y otra vez, puede inducir un estado de calma y concentración, reducir la actividad cerebral asociada con pensamientos repetitivos, paradójicamente, y promover la relajación.
Repetir es también una manera de aprender, de fijar ideas, imágenes, recuerdos.
Alguien me decía que era como un caballo cansado, que vuelve siempre sobre sus huellas que son limitadas. Si repetir no parece un gesto muy sexy, la novedad siempre tuvo buena prensa. Mientras buscamos lo nuevo en estímulos que ni siquiera alcanzamos a registrar, nuestro cuerpo permanece inerte. Tal vez repetir sea también hacer partícipe no solo la mirada o la mente, sino algo más. Aunque siempre pueda transformarse en riesgo.
Me repito cuando cuento mis pesares, con una amiga o con otra. En la manera de contar nuestras historias una y otra vez hay algo aliviador aunque también de regodeo.
Como en el drama de Sísifo, repetir acciones que ya fueron determinadas por otros puede hacernos descansar, aunque también puede ser un castigo, un sufrimiento, que nos obliga a hacer lo mismo sin fin y sin esperanza. En un plano más cotidiano, la vida sería imposible sin repetirnos. Pero no es en ese tipo de repeticiones sobre las que me interesa pensar sino en aquellas que nos hacen quienes somos (¿serán también las cotidianas?). Lo que nos diferencia, también, es lo que repetimos.
Quién no tiene su propia “Era una primavera vacilante” a la que volver una y otra vez.