Esa noche, Cristina se quedó sin voz. No fue una noche más, como alguna de las tantas anteriores. Confiaba en que todo saldría bien pero también podía ocurrir lo contrario. Un mínimo error de cálculo, un descuido, un sonido de más. 

Cristina estaba presa en la cárcel del Buen Pastor, ubicada en una zona céntrica de la ciudad de Córdoba. Esa noche, Cristina se llenó de valentía. La fuga la mantuvieron en secreto, solo un grupo de compañeras sabían lo iba a suceder. El mismo día se lo comunicaron al resto y les dieron a elegir entre quedarse o irse. Todas aceptaron. Eran veintiséis presas políticas. Tenían entre 25 y 30 años, y la más joven 17. Estaban detenidas por repartir volantes con consignas políticas. Eran las ocho de la noche del sábado 24 de mayo de 1975

Cristina estaba entre la cocina y el lugar donde sus compañeras ensayaban una obra de teatro. Una posición estratégica para dar el aviso de salida. Sostenía una puerta que se cerraba solamente del lado de adentro y tenía una caja con ruleros en las manos. De esa caja de cartón salían unos cables para simular una carga explosiva. Cuando las compañeras la miraron, ella quiso decirles “¡Vamos!”, pero no pudo. La adrenalina y el miedo la dejaron sin voz. Tuvo que cruzar unos metros para avisarles con señas que se iban. Recién ahí empezaron a salir.

De las 26 presas políticas que se fugaron, algunas se exiliaron, a otras las volvieron a detener y nueve fueron asesinadas y desaparecidas.

Cristina temblaba. Hacía muchos meses que estaba presa y sintió en su cuerpo que existía el riesgo de que las mataran a todas. Sin embargo la fuga estuvo bien preparada, tanto de adentro como de afuera de la cárcel. Tenían la altura de la ventana de la cocina, por donde saldrían. Las familias colaboraron en el plan, que fue preciso y detallado. Mientras planeaban la fuga detectaron que al cruzar de un pabellón a otro había un lugar que era un blanco directo desde el cual podían dispararles los guardias armados del servicio penitenciario que de noche se apostaban en los techos y hacían su rondín. 

Entonces la mañana anterior a la huida, lavaron todas las sábanas que cubriría ese espacio para que no las vieran pasar. Ese fue el momento de más riesgo. Ninguna sabía cómo iban a responder desde arriba. Eran las ocho de la noche y había el doble de guardias en los techos. Pero hubo un elemento crucial: la relación que tenían con las presas sociales “mal llamadas presas comunes”, era buena. Esas mujeres tenían permitido bailar cuarteto, así que bailaron en minifalda para atraer la atención de los guardiacárceles del techo.

El plan y la fuga

Dentro del plan de fuga exterior, hubo compañeras que tomaron posición con uniformes de agentes de tránsito para desviar a los autos que cruzaban por la zona. En la iglesia de los Capuchinos ubicada muy cerca de la cárcel había un casamiento. El clima parecía estar tranquilo y el cambio de guardia se hacía por el otro lado, sobre las calles San Lorenzo e Hipólito Yrigoyen. Afuera tiraron algunas bombas de estruendo para evitar que se escuchara el ruido del camión Ford que arrancó la reja de la ventana hacia la libertad. Cristina corrió esos metros para avisarles a las compañeras y fueron saltando de a cuatro. Luego cerró la puerta de la cocina y dejó la caja que parecía tener una carga explosiva. Saltó a la caja del camión y luego a la vereda. Corrió media cuadra y se encontró con un hombre que empuñaba un arma. “Qué rápido caí”, pensó, pero enseguida lo escuchó decir “¡Adelante, compañera!” Las enfermeras del Sanatorio Allende miraron la escena completa desde la puerta y también las alentaban “¡Vamos chicas, vamos!”

Sobre la calle Obispo Oro estaban estacionados los autos a los que debían subirse. Los podían distinguir porque tenían en el ventilete, una calcomanía que identificaban. Eran los autos operativos. Así pudieron escapar y salir en libertad.

“Vamos Fierrito viejo y peludo”, le dijo Cristina al reconocer que el chofer que manejaba el auto al que se subió era un compañero. “Para Petisa, que para vos ya terminó pero para mí recién empieza!” En ese Renault 4 llegaron hasta la casa de un compañero que las esperaba con canelones. Hacía muchos días que no comían, habían estado en huelga de hambre.

Cristina y su nieta.

Eran momentos álgidos. Corría 1975, y el gobierno de Isabel Perón había firmado el decreto de “aniquilamiento de la subversión” que habilitó al Ejército a reprimir a los movimientos políticos y sociales. La fuga llevaba implícita el pase a la clandestinidad. El compañero de Cristina era dirigente en IKA Renault. Después de la fuga, ambos se quedaron en Córdoba hasta enero de 1976, cuando a su compañero lo detectaron y ya no podía seguir yendo a la fábrica. “Corríamos mucho riesgo, habían detectado la casa también, entonces nos fuimos a La Plata pero la situación era terrible, nos buscaban por todos lados, así que en febrero nos tomamos un tren a Constitución y nos perdimos en Buenos Aires”, recuerda Cristina. Allí le plantearon que saliera del país con su hija bebé, a trabajar en España, pero como su compañero, de nombre Gustavo García, se tenía que quedar, Cristina se negó. Dijo que no se iba y se quedó muy desvinculada hasta que en marzo de 1977, el día del primer aniversario del golpe, secuestraron a Gustavo en la estación Constitución.

Caídas de compañeros y exilio

Sus compañeros también habían caído. Ella trabajaba de empleada doméstica, limpiaba negocios y casas. Recuerda a una pedicura que la invitaba a quedarse a mirar televisión con ella y a una española, dueña de la pensión donde vivía, que había huido de su país y le enseñaba canciones de la guerra civil española. A su hija la había tenido que entregar el día que cayó su compañero, los únicos que la podían cuidar eran sus suegros. Abel, otro compañero de militancia, le dijo a Cristina que debía salir del país. Cristina se compró un bolso, pasajes y se fue a Río de Janeiro, donde se refugió en Naciones Unidas. Un año después se reencontró con su hija y juntas viajaron a Francia, a un refugio donde había compañeros chilenos, uruguayos, bolivianos y argentinos con hijos, que habían perdido a parte de sus familias. “Fue muy duro porque no estábamos bien y teníamos que adaptarnos a esa sociedad, a la frialdad de mucha gente. Fue terrible”, cuenta.

Regresó con su hija a Argentina en 1984. “Éramos vistas como las subversivas, yo recorrí todo el país buscando trabajo”. Finalmente, su hija empezó la escuela primaria en la provincia de Jujuy, donde vivía un familiar de Cristina. Cuando volvieron a Córdoba, su hija recuperó el apellido de su padre y Cristina trabajó como docente en escuelas y fue delegada. Este año se cumplieron 50 años de la fuga. De las 26 presas políticas que se fugaron, algunas se exiliaron, a otras las volvieron a detener y nueve fueron asesinadas y desaparecidas. Hoy, ese lugar, convertido en Paseo Cultural, tiene la reja señalizada para recordar a las nueve compañeras desaparecidas después de la fuga, y para decir también que ese paseo fue una cárcel con historias que las sobrevivientes nunca olvidarán. Quieren que a ese paseo se le dé el verdadero significado.