Algunas caras se parecen tanto entre sí que podrían ser calcos. Fotocopias de una belleza que aprendimos a desear. Una estética que se viraliza hasta volverse carne. Labios rellenos, pómulos marcados, narices afiladas. Una armonía digital, como si las caras también fueran parte de un feed: editables, deseables, compartibles. En este nuevo canon de belleza, el espejo no devuelve un reflejo, sino un algoritmo.

La imagen ideal se desliza con cada scroll: tutoriales de “armonización”, filtros que suavizan gestos, antes y después con subtítulos que celebran el cambio. Y ahí, detrás de cada transformación, quizás también habita un anhelo: gustar, gustarse, encajar. Porque parecerse a lo que muchos desean puede dar una forma de alivio. Y también, una forma de pertenencia.

No se trata de condenar la elección de transformar un rostro. A veces, el cambio no es disfraz, sino alivio. Hay quienes encuentran en ese nuevo contorno una forma de volver a sí mismos, como si una parte del alma por fin encajara en el espejo. Pero hay un límite sutil —y casi invisible— entre el deseo propio y el deseo impuesto. Entre lo que uno quiere ver, y lo que la pantalla le enseñó a desear. Como una corriente suave que, sin darnos cuenta, nos va llevando. Y un día, sin saber cómo, terminamos buscando en nuestro reflejo las formas que vimos mil veces en el rostro de otro.

¿De quién es ese anhelo que nos habita?

¿Y si dejar de parecernos a nosotros mismos también es una forma de desaparecer?

Hay algo inquietante en esa repetición. Como si estuviéramos todos intentando formar parte de una misma silueta. Rostros que se asemejan como si hubieran sido impresos en serie. No hay imperfecciones, no hay pliegues. Solo una superficie lisa donde habita una belleza sin grietas, sin historia, sin edad. Las redes no muestran solo rostros: muestran ideales. Y los ideales, cuando se instalan con suavidad, pueden ser más difíciles de cuestionar. No hay voz que ordene: hay imágenes. Y las imágenes se filtran como agua. Penetran el deseo, lo reformulan. Lo que parecía una elección propia tal vez fue una sugerencia que vimos mil veces. Una voz muda que dice: “esto es lo que gusta”.

Hoy, la cara puede ser un lienzo. Una interfaz. Como si se pudiera moldear para estar a la altura del like, del match, del comentario que llega con aprobación. Pero en ese proceso de afilar contornos y redondear volúmenes, ¿qué lugar queda para la identidad? ¿Qué pasa con los rasgos heredados, con la asimetría, con la risa que no encaja en los moldes?

En un lugar donde la belleza funciona casi como un mandato social, el fenómeno trasciende fronteras. En Corea del Sur — a menudo llamada “capital mundial de la cirugía estética”— hasta el 25 % de las mujeres menores de 30 años han pasado por el quirófano, y las operaciones más comunes son en ojos, nariz y mandíbula. Allí, los dobles párpados, el rostro en “V” y la piel de cristal dejaron de ser solo un ideal para convertirse en una expectativa cultural: un mandato para acceder a mejores empleos o encajar en comunidades digitales y reales. También comenzaron a llegar visitantes de otras partes del mundo —más de 200.000 cada año— atraídos por una promesa silenciosa: ese rostro pulido que hoy se conoce como “K-face”, una estética exportada por TikTok y las series coreanas, convertida en ideal global.

Ese contexto coreano es el espejo de lo que podría suceder aquí: rostros que se moldean no sólo por deseo propio, sino por un sistema que impone cánones tan sutiles como invasivos. Ahí también cabe preguntarse: ¿elegimos para reflejarnos o nos adaptamos para encajar? La belleza, como siempre, se vuelve moda. Y hay modas que pesan más que otras. Lo que hoy se celebra mañana se descarta. ¿Qué sucederá cuando ya no esté de moda el labio relleno? ¿Con qué rostro quedaremos cuando el algoritmo cambie?

No hay respuesta única. Tal vez se trate de eso: de poder elegir. Y para elegir, también hay que poder mirar. Mirarse. Volver a preguntarse: ¿es esto lo que deseo para mí, o es lo que me enseñaron a desear?

Entre los rostros en fotocopia, también hay personas más felices. Algunos que por fin se reconocen, no en el reflejo, sino en la imagen que imaginaron. Tal vez ahí también haya una victoria.

Pero la pregunta persiste, como un susurro que no se calla: ¿Y si un día despertamos con la cara de otro?

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