En 1793 el rey de Inglaterra George III envió una misión a China con George Macartney al frente de 700 diplomáticos, empresarios, soldados, científicos, pintores, relojeros, jardineros, músicos y seminaristas. Iban en tres buques con muestras del progreso como regalo: telescopios, relojes, barómetros, armas de aire comprimido, una carroza amortiguada y un globo aerostático. Querían convencer al emperador Qianlong de que necesitaba esos prodigios y debía abrirse más al comercio. China les vendía té a cambio de plata y les cobraba altos derechos de aduana. La relación les era deficitaria y Macartney debía inclinar la balanza hacia su corona: la magia de la tecnología para implantar el libre comercio.

Los ingleses navegaron trece meses para esa audiencia. Al llegar los agasajaron con 200 aves de corral. Pero los tuvieron meses en espera hasta el cumpleaños de Qianlong: debían honrarlo. En la negociación previa, les plantearon a los chinos que los artefactos serían parte de un intercambio diplomático. Pero estos aclararon que los recibirían como tributo:: los extranjeros llegaban en caracter de vasallos y debían prosternarse tres veces tocando el suelo con la frente.  

Llegó el día y lo único que aflojó la cara de piedra de Qianlong fue una lupa que provocó su carcajada: un eunuco se quemó un dedo al ponerla al sol. El emperador consideró a los instrumentos de astronomía, meros juguetes. Estudió la propuesta unos días y emitió un edicto: “nunca nos interesaron vuestros ingeniosos artefactos y no necesitamos ni uno solo. Pero para ustedes el té, la seda y la porcelana son de necesidad absoluta; como signo de gracia, les concedemos venderles eso”. Lo más humillante fue que el edicto estaba fechado seis semanas antes de la reunión. 

En 1860 ingleses y franceses impuseron a los chinos la compra de opio -los habían vuelto adictos- y atacaron Beijing: quemaron el Palacio de Verano y en un armario polvoriento vieron los artefactos regalados por los ingleses. Nunca se habían usado. Lo cuenta Julia Lovell en su libro La Gran Muralla: China contra el mundo.

En 1876 el emperador Guangxu aceptó construir un ferrocarril inglés desde el puerto de Shanghái, generándose tal ansiedad en cuanto a los accidentes, que aunque la dinastía Qing lo había pagado 285.000 talegos de plata, destruyó los trenes. Y los vieron como una herramienta colonial. China dejó pasar la Revolución Industrial a conciencia: no encajaba en su cosmotécnica, esa forma con que cada cultura da sentido a la tecnología, la cual nunca es universal (aunque el artefacto sea el mismo). Eso dice Yuk Hui en La pregunta por la técnica en China (Caja Negra).

China había sido vanguardia tecnológica del siglo II a.C. al XV d.C. No la aplicaron en conquistas ni para aumentar la producción. Allí dónde Occidente veía fracaso, los chinos concebían su realización. La cosmovisión taoísta y confuciana se centra en mantener la estabilidad. Era más importante fortificarse que expandirse: sus ingenieros edificaron la fortaleza más larga de la Tierra y se encerraron en ella. Las fuerzas externas podían alterar la armonía celestial del tao. Así China quedó “atrasada” tecnológicamente, respecto de Occidente. Pero hay explicaciones más profundas.

Francois Jullien dice que la modelización -el plan, la geometría aplicada a la guerra en Grecia- cimentó el actuar y la fuerza de Europa. La razón de que recién en la Modernidad, Europa sobrepasara a China en tecnología -vía Revolución Industrial- sería por la aplicación de esa matemática griega tomada por Newton y Galilei. Este dijo: “el universo es un libro inmenso abierto ante nosotros”. Para comprenderlo había que decodificar la lengua en que están escritas esas páginas. En cambio los chinos jamás habían pensado que la matemática fuese un lenguaje, ni sirviera para entender la naturaleza: la trataban en términos de yin/yang, energías opuestas en unidad.

Según Yuk Hui los inventos para ahorrar mano de obra -abundante en China- fueron la excepción: no hubo necesidad de ellos, aunque los chinos dominaban las ciencias. La industria de la porcelana estaba ruralizada. Mujeres y niños hilaban seda y tejían a mano en la aldea. China vivió la paradoja del crecimiento sin desarrollo: la producción de arroz no fue tecnificada. Los modernizadores chinos del siglo XIX tropezaban con la resistencia a la máquina: en una economía arrocera competían con las manos. La tecnología occidental produjo revuelo y por sobre todo, miedo.

Una parábola de Chuang Tzu habla de un joven que vio a un anciano transportar agua con sus brazos desde un pozo a su granja y le dijo: “existe una tecnología que en un día permite transportar agua a cientos de sembradíos con excelente resultado. ¿Te gustaría tener una?”. El campesino preguntó “¿cómo funciona?”. El joven explicó que es un artilugio de madera con una bomba de pozo. El anciano enrojeció de ira y dijo riendo: “he escuchado a mi maestro decir que donde hay máquinas, habrá preocupaciones por las máquinas; y los corazones de máquina que echan a perder lo que era puro y simple. Así la vida del espíritu no conoce descanso y el tao habrá dejado de mantenerte a flote. No es que no sepa de tu máquina: ¡me daría vergüenza usarla!”.

Aristóteles estudió la fisiología de los peces convertidos en objeto de estudio. El arquitecto Hipodamos reconstruyó Mileto racionalizando el espacio en damero con el ágora en el centro: creó el urbanismo desde la geometría, que se usaba en astronomía y óptica. Pero para los chinos, el concepto que lo atravesaba todo y daba sustento, era el tao. Esto les impedía objetivar el mundo, resultado de la unidad del cosmos. El tao excede al pensamiento técnico-instrumental: trasciende las limitaciones del objeto técnico. El uso de las herramientas debía ser guiado por el tao. Los griegos tenían un concepto más instrumental de la tékne: un medio para un fin. No venía dada como un don o regalo divino: era algo a dominar con estudio y ejercitación. El cincel no nos convertirá en artesano, ni la flecha en guerrero. Primero hay que adquirir la técnica.

Desde la mirada taoísta las máquinas son artificios que desvían al hombre de la pureza, al introducir complicaciones que echan a perder una forma de vida. Quizá por eso los chinos destruyeron su primer tren: rompía la armonía celestial. Y Chuang Tzu se adelantó 1500 años al Heidegger de la tesis del olvido del ser por el avance técnico. Las máquinas exigen una forma de razonamiento que desvía al tao de su forma pura, dando lugar a la ansiedad. El anciano no usó la máquina porque genera una mente calculadora, así como Qianlong le dijo a Macartney que no necesitaba sus juguetes. Desde la cosmotécnica china con base taoísta, se plantea que si pensamos en función de las máquinas, desarrollaremos un pensamiento maquinal. Y perderemos la conexión con el Cielo, la estabilidad emocional y la libertad. Esto estuvo muy presente hasta avanzado el siglo XIX.

La hipótesis de Hui es que en China los filósofos no reflexionaron sobre la técnica. Y cuando en el siglo XX les entró la ciencia occidental, la visión taoísta de la tecnología fue desmantelada, una destrucción de la cosmología moral del tao: China se sincronizó con el mundo. El resultado no fue una occidentalización calcada: hubo otro capitalismo con pragmática taoísta y rigor jerárquico emanado de Confucio, un concepto que llamo “tecno-capitalismo neo-confuciano”. Es la optimización del modelo occidental, tamizado antes por las culturas japonesa y coreana: una economía privada orientada desde el Estado proteccionista con un fuerte consumo interno y altas tasas de explotación y autoritarismo. Ese turbo-capitalismo trastocó el mundo: hoy China pide libre comercio y EE.UU. busca protegerse.

Pero los chinos no se desprendieron del tao: esa idea es la de un camino viable, sin dirección predefinida. China hoy lo está recorriendo en sentido inverso a los últimos siglos. Y lo camina hacia el futuro. Esto no es una paradoja en la lógica china. Identificaron un problema: el subdesarrollo técnico facilitó la colonización extranjera en el siglo XIX fragmentando al país. Hasta que decidieron copiar, mejorar y aprender a usar armas enemigas. Adoptaron el pensamiento científico con ductilidad: se dieron a sí mismos la Revolución Industrial que habían eludido, crearon una burguesía dentro del comunismo, sinificaron al capitalismo y lo radicalizaron.

Dejaron entrar tecnologías foráneas y las copiaron: Apple es el paradigma. Trump quiere traer a casa las fábricas de i-Phones pero a la empresa le cuesta irse: depende de la cantidad y calidad de mano de obra china muy calificada que EE.UU. no puede aportar. El nuevo emperador de la "14.ª dinastía” china en el siglo XXI ocupa un lugar distinto que Qianlong. Parece decirle a Occidente con parquedad: “los hemos invitado a entrar, nos interesó su tecnología y la mejoramos; si gustan, se pueden ir: ahora ya fabricamos nuestros propios juguetes”.