“Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo”, dijo Aníbal Troilo alguna vez. Esperanza satisfecha. Mucho antes de morir –eso le sucedió el 17 de mayo de 1975, a los 62 de edad– Pichuco ya tenía a su alcance sobradas pruebas de trascendencia. Su mítica orquesta, que no había dejado de modular desde su fundación en 1937, su estilo interpretativo en el bandoneón, su fenomenal talento compositivo –casi siempre en relación de sinergia con grandes letristas– y su figura adorable, elegante y popular, de porteño platónico, eran elementos acreditadísimos. 

Pero aun así, la esperanza de Troilo no era vana ni redundante: el ingreso al panteón de la memoria social nunca es inmediato. Quizá tampoco ajeno a las disputas de sentido que provee la historia. Cada época esgrime su propia tabla de valores artísticos. Los dioses del ayer pueden terminar en los depósitos de grandes museos, a la espera de alguna próxima reivindicación. Lo notable del caso Troilo ha sido su situación solar en el sistema de la cultura musical argentina. Pudo haber brillado más en algún momento que en otro: hay consenso respecto a la brillantez de la época en la que “arreglaba” Argentino Galván. Pero en definitiva ningún eclipse pudo con él. Ni el de los grandes bailes sociales del 40, ni el del tango orquestal, ni el de la poética de un género tardíamente atado al modernismo literario. Por lo tanto, tampoco hizo falta su reparación cuando a fines de los 90, tratando de superar el peso intimidatorio del coloso Piazzolla, una camada de jóvenes instrumentistas pareció suscribir la célebre máxima de Verdi: “Volver a lo antiguo será un progreso”. 

 Cuando en 2013 se conmemoraron los 100 años del nacimiento de Troilo, hubo homenajes por todos lados. Decenas de bandoneones reprodujeron su influjo. Periodistas especializados escribieron el inventario de sus logros y su genio, a la vez que reconstruyeron la cartografía de sus amistades y querencias. Arqueólogos de la fotografía –¡y del cine!– exhumaron todos los perfiles del gran “gorrión con gomina”, según supo entenderlo Horacio Ferrer. Expertos en su discografía compartieron data escondida (por caso, Irene Amuchástegui dirigió una serie de textos que venían con algunas grabaciones inéditas notables). Sin embargo, no hubo en el centenario un libro entero sobre Troilo. Es cierto que aún se conseguían los de Oscar del Priore, Horacio Ferrer, Federico Silva y, con más dificultad, el muy documentado de Osvaldo Sanguiao. Pero faltaba un nuevo texto. Otra lectura, quizá también otra escucha.

 Liberado de los números redondos, y en cierto modo también del ambiente un tanto asfixiante de la experticia tanguera, el narrador y ensayista Eduardo Berti respondió con certeza el convite de fraguar un texto relativamente breve sobre algún músico favorito. Si el interés de Berti por la galaxia rock ya había quedado documentado en Rockología y Spinetta, crónica e iluminaciones, su menos conocida relación con el tango se dio, allá lejos y hace tiempo, cuando coordinaba el ciclo de TV Volvertango. Una vida literaria después, en Por qué escuchamos a Aníbal Troilo (Gourmet Musical) Berti aborda obra y figura de Troilo de modo inalienable, facetando las distintas caras de un ícono que narró con sus canciones y piezas instrumentales el repertorio completo de los sentimientos de un país. 

 Diversidad en la unidad: Troilo lo abarcó todo, para luego devolverlo a la sociedad en la forma de una cierta religiosidad de arte popular. Todos en uno. El heredero instrumental de Gardel. El porteño fiel a su barrio. El bandoneonista conmovedor. El dúctil director de orquesta. El compositor, en ocasiones en coautoría con Manzi, Castillo y Contursi. El maestro: su relación con Piazzolla calificó alto. El descubridor de cantores que ya no serían estribillistas. Finalmente, el testigo de una decadencia convertida en elegía.

 Si bien tributario de la bibliografía esencial del tema, por momentos (los mejores momentos, en verdad) Berti se atreve a abducir al creador de “Sur”, “Garúa”, “María” y “La última curda” para ponerlo a dialogar con el Barthes de Lo obvio y lo obtuso, el Italo Calvino de Seis propuestas para el próximo milenio –la fábula del pintor chino le cabe a la perfección a Troilo y a muchos otros artistas intuitivos– o el Francois Cheng de Cinco meditaciones sobre la belleza. Es sorprendente el modo en que Berti se las arregla para no dejar fuera de su libro prácticamente nada del mundo de Picucho, y al mismo tiempo mantener un estilo de escritura ágil, axiomático, capaz de encontrar en algunos detalles la clave de toda una poética musical. Su abordaje combina el análisis musical con la exégesis discográfica; la ponderación de los letristas con los que Troilo trabajó con el estudio del funcionamiento interno de su orquesta; el don instrumental –esa respiración troileana que parecía retrasar la melodía respecto al ritmo de la masa orquestal– con el relato de la intimidad musical de sus grandes cantores, principalmente Fiorentino, Rivero y Goyeneche. 

Cuando percibe que no tendrá espacio para contarlo todo, Berti opta por un ingenioso “Retrato japonés de Aníbal Troilo”. Ejemplo: “Si ‘Muchacha ojos de papel’ (con su voz de gorrión) fuese una canción del repertorio de Troilo, sería ‘Malena’ (con su voz de alondra)”. Tampoco ignora la gestualidad del intérprete, allí donde una semiótica del cuerpo le permite profundizar en los ojos, el abrazo, la forma de tomar el bandoneón (Si los viejos tocaban sentados y Piazzolla parado, él lo hizo desde una silla pero con el fueye sobre una sola pierna: la síntesis perfecta).

 La noción de balance emerge como signo dominante del paso de Troilo por la música argentina. Balance entre tradición y modernidad del tango, musicalmente resuelta en el marco de una orquesta que fue cambiando a lo largo de los años sin cortar jamás el vínculo con su propio pasado. Balance entre la demanda del baile –ese marcato de la fila de bandoneones que encendía la ronda nocturna– y el lirismo de las voces, las cuerdas y el bandoneón canoro, en un momento floreciente de la canción porteña. Balance, en fin, entre un temperamento pasional y la morigeración del énfasis para poder valorar así los silencios. A propósito de esto último, Berti nos recuerda lo que decía Troilo de un intérprete virtuoso: “Toca muy bien, pero tiene un problema: no toca los silencios.”