Desde Sorocabana
He aquí a lo que he venido: se trata de una entrevista con el intendente de Sorocabana, que expone opiniones pero, sobre todo, expone proyectos. Por eso estamos todos aquí en silencio, sentados, concentrados, porque ha llegado la hora de escuchar al intendente de Sorocabana.
Quizás los proyectos que él expone lleguen intactos y conformados desde un pasado venturoso donde apenas fueron vanas ocurrencias, y tal vez se haya decidido exponerlos a causa de un intenso ventilado al sol de los gratos años vencidos. Pero hay que estar aquí escuchándolo para ver en su entera dimensión las ideas del que habla, aún incluso, cuando vengan desde Sorocabana, tierra de sol y café.
Yo no diría lo mismo que él, magno intendente de Sorocabana, dice, no sería capaz, pero él, que se define como un hombre “panamericano”, que dice haber vivido en Toronto, en Tegucigalpa, en Texcoco, en las secas y rocosas sombras de Chuquicamata, a orillas del Paraná fragante, en el Uritorco, en Santa Ana del Yacuma, no es por eso que se llama a sí mismo panamericano, no es por su hondo conocimiento del Horco Molle, no por haber caminado desde Calacoto hasta Kantutani, desde Sopocachi hasta San Pedro Alto, por haber recorrido innúmeras veces el camino desde Babahoyo hasta Ventanas pasando por Vinces, ni siquiera se dice panamericano por haber ido desde Los Ángeles hasta Tijuana haciendo autostop, o caminando desde Escondido hasta Puerto Ángel, no, y tampoco piense el lector que la autodenominación le llega por haber sobrevivido a la fiebre amarilla, al dengue, al paludismo amazónico, al mal de Chagas, a la picadura de serpiente y al consecuente suero del instituto Butantán, no es por haber sobrellevado las fiebres de paludismo ni por haber sobrevivido a la mordedura del Candirú, que se mete por el extremo abierto y recorre el tracto urinario hasta encontrar un lugar placentero donde anidar y allí, ya ha crecido cuando empiezan los dolores que empeoran y la verga se te inflama y no es por para gozar, no, y el candirú anida, definitivamente, no.
Tampoco es que haya sobrevivido a la lanza de la mantarraya, a la mordedura suave y sensual de la piraña colorada, al tarascón soberano del caimán negro, se dice panamericano, simple y sencillamente porque es lo que le ha permitido, año tras año, seguir siendo el intendente de Sorocabana, un lugar donde los viejos y aún fértiles cafetales, dan unos granos de calidad superior que al mundo entero, pero por sobre todo a la América entera, seducen.
Me preguntarán si no es que hay cacaoteros en Sorocabana y es cierto que los hay, pero uno se da cuenta de que está en un lugar donde hay cacaoteros porque primero ve las semillas secándose en la orilla del camino principal, y si bien eso pasa en Sorocabana, mejor sabe el intendente que los cacaoteros se encuentran en toda América porque si lo dejan hablar, al mismo intendente de Sorocabana, al hombre panamericano, él contará cómo, en Toronto, ciudad de nieve y romance, uno de sus vecinos cultivaba, con una devoción muy superior a la de aquellos que cultivan cañas de cannabis, un cacaotero cuyos frutos daban esas semillas increíbles que los panamericanos de Toronto secaban en la estufa a gas y si se le permite seguir hablando, el intendente de Sorocabana es capaz de volver a contar la historia del marido de Elvira Gómez Hilton, quien cultivaba unos cactus de frutos comestibles cuya semilla había conocido bien a causa de un desdichado percance de urgentes trastornos intestinales al cabo del cual, en un verano inusualmente caluroso tal vez a causa del cambio global, brotó el primero de los cactus salvajes de frutos comestibles que en el desierto de Sonora, sin embargo, son tanto buscados por nativos como por extranjeros.
Y así sigue hablando, el intendente de Sorocabana, con sonora alegría, y hay, en lo que dice, retazos de áspartamo y felicidad, gestos de asombro, vestigios de pasión y otras cosas, y nosotros lo escuchamos en silencio porque hemos venido, incluso algunos desde Sorocabana, a verlo, a escucharlo, a sonreirle.
Y nos gusta.