A Lila Gianelloni
El lenguaje es público. Nada se le adhiere del oro solar que resplandece en la alta medianera del edificio inconcluso, construido sobre el territorio de los desalojos: este campito vacío pero lleno de fantasmas pintados en el muro que lo bordea con murales coloridos en honor a los antiguos habitantes de la villa de La Sexta, junto a la esquina de Riobamba y Esmeralda.
Me duelen las plantas de los pies; ando despacio. Camino sobre vidas erradicadas en la noche, sobre historias borradas. Voy pisando el cimiento que guarda la traza de todo lo que arriba de la superficie se arrasó. Piso despacito, en una vana voluntad de reverencia; nadie más ve más nada ni presiente siquiera algún pasado en el césped que crece libre y desparrama su verde en esta mezcla extraña de ruinas y estructuras sin terminar.
Nada de esto me sirve de película sensible para la luz que pretendo que se irradie desde la memoria que aparece de golpe, como un ahora, cuarenta años disueltos o cincuenta años borrados de pronto en la luz nuclear, la luz biónica, la luz anterior que muerde el tiempo con hambre voraz y saca una dentellada que alrededor deja una herida y un gran silencio.
Me contó hace poco una antigua vecina del barrio que las topadoras de la dictadura militar erradicaron la villa. Ella vivía enfrente, en uno de los pasillos, por Riobamba. Vinieron los militares una noche y arrasaron con todo. Les destruyeron lo poco que tenían. Se los llevaron de prepo al barrio Las Flores. Venían a su antiguo barrio de a uno para ir pagando el fiado que les había quedado pendiente; pagaron hasta el último centavo, dice que le contó la almacenera de la zona.
Nadie más habla de eso. Las topadoras rompieron todo lo que aquí vivía y dejaron un desierto que se fue llenando de césped. Los árboles son testigos. Algo de mí toca en este lugar y en esta tarde aquel borde, el borde de una herida. Ellos se fueron pero no para siempre; muchos volvieron y pronto volvieron a sacarlos, pero no a todos.
Sigue fresca la tierra que las topadoras hirieron una madrugada de frío. Porque tiene que haber sido con frío, tal aquella crueldad. Familias enteras caminan apacibles ahora por el caminito que fue el de la villa y deben saber, no dicen nada pero deben ser los hijos o los nietos de aquellos que regresaron un día. Van por ese caminito en un ahora que es sólo de ellos, cuidados por el pasado que resplandece al último sol en los murales como capas de epidermis o cortezas de un eucalipto arcoris.
La firma quedó tapada bajo la enredadera salvaje. Es una firma colectiva. Alcanzo a ver una hormiga como las de Nazca, símbolo del Pocho; imagino una larga mateada a lo largo de un largo sábado. Un claroscuro embellece el carrito del cartonero que va en su bicicleta, pintado para siempre. Al lado, sin academia, los colores rojo y negro; y sobre lo negro, una hoja aserrada de cannabis. Y nombres en clave, apodos, abreviaturas y los trazos o las pinceladas de colores se mezclan en el muro por donde se desborda lo incontenible de un jardín desquiciado. Al otro lado del escudo, en una de las escenas del mural, una mujer joven barre la vereda; en un segundo plano, dos rectángulos representan las ventanas de la casa. Todo se ve liviano, coloreado, ennoblecido por el arte y la nostalgia. Hay dos perros pintados; uno de ellos parece de verdad. Tiene en las líneas que delimitan su lomo la gracia de lo vivo. Quien lo haya captado es alguien que ama a los animales. Es exacta la forma que tiene de enroscarse parado, con esa rara vocación de caracol que se suele ver en los perros flacos. Y a la vuelta del mural, sobre el muro, una pintada: "La Sexta resiste".
He vivido bordeando, pisando baldositas donde antes han raleado a puro guadañazo la maleza que sobra. Sin preguntar, transito al modo de la bordeadora un territorio en "guerra" de fuertes contra débiles. He aprendido a la fuerza a mantener el silencio, el silencio cobarde que me cuida de latigazos y ladridos; así es como me quedo con la conciencia tranquila de no haber atraído insultos sobre mí. A fuerza de andar cuidándome, he aprendido tarde que Gaza fue devastada.
¿Dónde estabas vos el 7 de octubre? En casa, en Gaza. Gaza está en todas partes. Habitamos nuestra propia Israel sionista. El cemento que cantamos al andar por nuestras calles se yergue sobre cadáveres de niños. No es que no estén los muertos; se los llevan a otra parte, donde cueste verlos, y nadie pregunta.
No tengo la conciencia tranquila. Nadie debería. No solamente entraron a fierro y fuego en las villas, con la excusa de embellecer la ciudad. Nos enseñaron, y aprendimos, que la culpa era siempre nuestra. He ahí nuestro quebranto imperceptible. Una vez le puse un nombre, una sigla: DRIA, Doctrina de la Responsabilidad Individual Absoluta. No solamente se llevaron los colores: el rosa rancho, el verde loro, el amarillo colla, el azul guaraní. Además nos vendieron un beige supremacista de soledad absoluta y lo compramos.
Hace cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta años que le ponemos el cuerpo a esto, aún sin pensar. A mí me duelen las plantas de los pies: es de haber andado tanto en silencio (y con casa a donde volver) sobre cadáveres vivos, sobre el infierno de los otros.
Es la fascitis, el fascismo hecho cuerpo. Hemos estallado, todos y cada uno de nosotros. Si no asumimos que este horror nos concierne, seguiremos contemplando como una película el paisaje del odio. Como si no tuvieran piel ni sangre los cientos de argentinos que pasaron este invierno sin garrafa ni comida caliente.
Los edificios nuevos, estos donde vivimos, tienen gas natural y agua corriente que las bombas les chupan a las casas del barrio. Los vecinos del edificio se quejan cuando falta, pero nadie dice nada cuando les falta a las familias de alrededor. No, no es un paisaje. Somos nosotros esto. Somos los del "matate", los del "hacete cargo". Somos quienes repetíamos al unísono con cada terapeuta el Dogma de la Responsabilidad Individual Absoluta. Resumible en esta denuncia que lo cuestiona: "la vulnerabilidad pasa a ser culpabilidad" (María Pía López, "Show y slogan", Página/12, 5/8/2025).
Escribe Anahí Pagnoni, en "Planificación, expertos y violencias. Operatorias de intervención en la costanera de Rosario, entre dictaduras (1966-1983)" (2022, Folia Histórica del Nordeste, Nº 45): "La ausencia de fuentes no permite precisar con exactitud qué población fue destinada a este complejo habitacional del Barrio Las Flores, inaugurado en 1969. Se considera como hipótesis que sus habitantes fueron parte de la población de villa «La Sexta», relocalizada por efecto de los primeros pasos del Centro Universitario Rosario, cuyas instalaciones habían comenzado a funcionar en 1971. No obstante, como han explicado Vera, Fernetti y Salamanca (2021), los desalojos masivos se postergaron y la mayoría de la población de esta villa fue erradicada por la fuerza al Barrio Las Flores, recién durante la última dictadura cívico-militar". Sobre eso pisamos.