Estábamos podridos de no tener un mango. Yo estaba harto, pero no quedaba otra, todo el mundo andaba así y, por aquellos tiempos, solo ansiaba sacar mi cabeza de la mierda en la que vivíamos. 

En 1988, la información política nos llegaba de oídas, atravesada por varias interpretaciones. Eran otros tipos de contaminaciones, siempre con el mismo objetivo: ensuciar nuestras cabezas para confundirnos y sacar ventajas de las que nunca nos enterábamos.

La situación en nuestras casas era de mierda. Nos refugiábamos del mal humor en los hogares y de la bola inflacionaria del país en la placita del barrio. 

Allí había un viejo ombú que no solo brindaba sombra, sino que también era cobijo de nuestras delirantes gestaciones de futuro, que, a pesar del presente trabado, no nos quitaban las fuerzas de soñar diferentes vidas que se alejaban con cada anuncio de medidas económicas del gobierno.

Nos juntábamos en el ombú a intercambiar revistas: Tony, D´Artagnan y Nippur paseaban por las casas del barrio con cierta celeridad. Celebrábamos cada vez que aparecía alguna que no habíamos leído. 

En ocasiones, los más grandes asomaban sigilosamente desplegando un operativo de intrigas espectacular, operaciones conjuntas de ocultamiento de información, tan solo para prestarse alguna revista porno. 

No pasaba casi nada de tiempo hasta que el barrio tomaba conocimiento de aquellas operaciones y trastocaba todo lo que vivíamos, porque nos llovían los interrogatorios de nuestras viejas, súper espantadas por aquellas maniobras que iban preñadas de material catalogado de obsceno en las reuniones de la parroquia por el representante de Dios en el pueblo.

Una siesta, cuando habíamos recuperado nuestro reducto, aquella bonita cápsula, oímos que ingresó un verdulero, pero aquella voz que lanzaba la propaladora no era la que estábamos acostumbrados a escuchar. 

Además, la voz iba acompañada por música romántica. Con los vagos nos pusimos en alerta, era una novedad. La placita estaba cercada por algunos hilos de alambre, los atravesamos y no podíamos salir del asombro. 

Nos mirábamos entre nosotros y sonreíamos, pero la música nos gustaba por el ritmo y la hora, porque siempre las siestas en el barrio tenían que parecerse a un sepulcro y aquello era un acto de rebeldía. Festejábamos que algunos vecinos roñosos maldijeran al verdulero.

El tipo frenó justo donde estábamos y nos sacó conversación. No pasó mucho tiempo hasta que lo invitamos a pasar. Él se maravilló con las comodidades del ombú, y nosotros le pedíamos que continuara dándole masa a la música. Pasó un rato en el ombú y luego se fue a seguir su changa. Nos cayó re bien.

Con el paso de las semanas, el encuentro fue convirtiéndose en un ritual al cual él asistía con hermosas novedades hechas revistas. Lo esperábamos ansiosos, por las charlas, por las revistas y porque, en cierto punto, lo hacíamos hablar al pedo de política y de muchos otros temas. 

La vagancia al instante lo apodó El Romántico, por la música que le gustaba pasar mientras vendía verduras y frutas por las calles del pueblo.

Cada mes o mes y medio, El Romántico nos decía: “La semana que viene no vengo porque me voy con Carlos a tal o cual lugar”. Nosotros aprovechábamos y le dábamos a la lata para después cagarnos de risa mientras Cafiero y también un Carlos se medían en una interna en el Partido Justicialista.

El Romántico ingresó de lleno en la vida del barrio. 

No pasaron muchos meses hasta que se puso de novio con una vecina, empezó a quedarse algunos días, pero jamás dejó de asistir al ritual donde confluíamos. En 1989 sus inasistencias a los rituales se hicieron más frecuentes, pero siempre con previo aviso: se tenía que ir a acompañar a un tal Carlos. 

No tardamos en sacar conclusiones, y ese Carlos era el ya candidato a presidente, que le había ganado la interna a Cafiero y ahora se medía en las presidenciales con un cordobés que se apellidaba Angeloz. 

Cuando caímos, comenzamos a reírnos de lo mentiroso que era nuestro ya apreciado Romántico. Para nosotros, se había comido tanto el personaje que generaba coincidencias en las fechas cada vez que se intensificaba la campaña presidencial del ’89.

La mayoría de la vagancia activaba en alguna de las dos juventudes políticas: la radical o la peronista. La ebullición estaba instalada, todo el mundo hablaba de política, de los candidatos y se entusiasmaban porque las giras de los mismos se acercaban a nuestra zona.

Una siesta estaba esperando en el ombú que llegaran los vagos y no tenía ninguna revista, así que llevé un diario de la semana que encontré en casa. 

Ya me había incorporado a la juventud peronista, como la mayoría de los que visitábamos el ombú. Fueron llegando uno a uno, peronistas y radichetas. Se generó una pequeña discusión de la cual salimos airosos invocando las reivindicaciones de la época del General y provocando a nuestros amigos con la pasión infinita de su partido por golpear cuarteles. 

Hasta que, de pronto, uno de los vagos vio en el diario que nuestro candidato iba a estar en una ciudad relativamente cercana. Así como lo leímos, le caímos a nuestro referente peronista y nos garantizó que iríamos.

Fue así. El referente cumplió y fuimos al acto donde el candidato apareció con un móvil que parafraseaba su apellido. Alimentábamos nuestra bestia peronista, aunque todavía no sabíamos que ser candidato era una cosa y gobernante otra. Pero estábamos allí, en un lugar privilegiado que ganamos por haber concurrido con tiempo.

Apareció el candidato en su móvil y abrazado nada más y nada menos que El Romántico. Nuestra sorpresa fue total. Orgullosos y boludos, nos sentimos importantes.

El Romántico no volvió más al ombú. Nunca pudimos pedirle explicaciones, tampoco se enteró de cómo lo llamábamos. 

Solo supimos que lo mandaron a una embajada en Centroamérica y que las rutas se llenaron de camiones que en sus lonas llevaban inscripto su apellido.