Por suerte lo he olvidado todo. Fue por pura casualidad, nada provocado. Magia providencial del deseo y del instinto. He olvidado todo involuntariamente, al menos creo es la única manera en que puede suceder.

He olvidado los más simples fundamentos de todo fundamento y los más complejos universos compuestos, que sólo la mente del hombre –o de un solo hombre- ha podido generar y luego desactivar.

He olvidado la tabla del dos –y también la del uno– que comienza pero no termina en dos, ya que el infinito y sus infinitas repeticiones no son equivalentes; he olvidado además las fórmulas casi pares del amonio y del amoníaco, como así también su insignificante diferencia e importancia; la fecha en que se libró la batalla de “Nowhere Hill”, cuya existencia nadie pudo comprobar sino conjeturar; el número de viajes del Gran Conquistador, tan insensatos como necesarios y también he olvidado el número de elementos de la tabla periódica, seguramente más de uno y menos de cien mil millones. 

Olvidé el nombre del emperador que ordenó la construcción de la muralla, de la longitud de ella y de ella misma, así como él olvidó que la abolición del pasado no incluía la sentencia del olvido. 

He olvidado el número de las notas musicales, igual al de los días de la semana, los pecados capitales, las maravillas del mundo, los colores del espectro solar y los años que tenía cuando aprendí tales vanalidades. 

El nombre de mi primer maestra, el apellido de mi primer maestra y el rostro de la última. También los órganos del aparato reproductor, conocimiento cuyo olvido no invalida su funcionamiento. 

He olvidado el teorema de Tírades, como él también lo olvidó en su ocaso senil sin enseñarlo. Olvidé como se dice “olvidar” en inglés y “forget” en español. También cuántas faltas estaban permitidas por año en el colegio secundario y cuántas presencias prohibidas. 

El número del documento de identidad de mi padre, seguramente menor que el mío; la altura de la cumbre más alta del mundo y del abismo más profundo del océano –metáforas inútiles de la vida-, lugares ambos reservados sólo al entendimiento de los Dioses, la valentía de algunos pocos hombres y el insistente y fútil envanecimiento de los geógrafos. 

He olvidado los artículos más importantes de la Constitución Nacional y los nombres de todos aquellos que los olvidaron –o desconocieron y abolieron- antes que yo. El número “Pi” y su utilidad circular, el número de los ilustres Mosqueteros, en realidad distinto al que indica el título de la “memorable” novela. 

Así también el número de millones de kilómetros al que se encuentra la estrella más cercana, y si cercana es la palabra correcta; de todos modos, aunque lo recordara sería imposible de recorrer, ni tan sólo pensar con el auxilio veloz de la imaginación.

Me olvidado de todo y de nada, que fue lo que resultó del todo después de olvidar. He olvidado cada cosa en particular y nada en general, ya que esto último no tiene existencia olvidable sino puro nombre y concepto. Es pura materia de abstracción y por lo tanto no se puede olvidar. He olvidado lo uno y lo otro, esto y aquello, lo mío lo nuestro y lo ajeno, lo real y lo imaginario – pura esencia de particularidad de nuestra mente -, lo igual y lo diferente, lo menos y lo más, el fundamento y el detalle; también lo primero y lo último, el génesis y el apocalipsis, lo efímero y lo eterno, la certeza y quizás, aunque no estoy seguro, la duda.

Y aquí o allí estoy, sumido en mi olvido, casi el mayor y el más perfecto de los universos, en los cuales toda diferencia se torna invisible y toda igualdad pierde sentido. Sólo hay una sombra en la luz enceguecedora de este olvido que me atormenta, que es todos y ninguno a la vez. Una sola cosa no he olvidado, el hecho azaroso tal vez, de haber olvidado.

Es como no poder completar una obra maravillosa y despreciable al mismo tiempo; como estar agonizando y viviendo las consecuencias infinitas de una muerte que tarda todos los tiempos en llegar, una tortura que se me proporciona para extraer el más precioso secreto que ni yo ni nadie jamás supo, sabe o sabrá hasta los confines del devenir. 

No puedo olvidar que he olvidado, una especie de círculo mágico, un ciclo ilógico, incompleto, de línea curva sin origen ni final, que nunca me generó y me proyecta a ningún lugar, estela sin barco ni mar, de completa inexistencia; golpe que tras cada golpe me devuelve sólo a mí mismo, siempre a mí mismo, aunque nunca sea el mismo.

 

Quizás sea yo el Gran Olvidador, antítesis del Soñador que imaginó el maestro y del Pensador en que millones, obstinadamente, confiaron; todas ellas representaciones del Gran Creador, al que también he olvidado. 

Y esta es mi mayor incertidumbre: ser el Yo único y absoluto, dueño del olvido de lo que fue y lo que será, o una pieza más, un punto más que una línea, un instante más que todos los tiempos, un eón más que todas las eras geológicas, a la espera del dictamen el último y verdadero de todos los olvidos.