Unas piernas de tero, los tacones que se van encajando en los adoquines, maquillaje corrido, corte de pelo primoroso, mucho fijador que le da forma de casquito, una semisonrisa permanente, ojos grandes, muy grandes, enormes, que portan una mirada melancólica. Del tipo de miradas que parecen no tener consuelo.
Viene de sus pagos modestos, viajó desvelada con nervios, saboreando en las horas del colectivo ese triunfo futuro. Ahora llega a la capital, camina firme aferrada a su madre, una señora muy aseñorada, de antiguas costumbres.
En otra provincia, una marica pueblerina que imagina canciones las murmura en las misas, las escribe en su cuaderno de colegio. Cuando pasa en una gira fugaz un cantante de moda, la marica, con temblor, le pasa un papelito donde está su creación, su pasaporte a otra vida mejor, una que la lleve lejos, lo suficiente como para no volver. Ese será el primer paso como compositor, pero el más crucial sucederá años después en Madrid, cuando se cruce con la otra pueblerina, la flacucha, la desgarbada, Tamara, la inolvidable.
Superestar es la serie, está en Netflix. La protagonista es Tamara, una diva trash de la televisión española, una mujer que en apariencia no tiene ninguna virtud descollante, no canta bien, apenas se zangolotea a modo de baile, no es particularmente linda, habla con una cadencia marciana.
Superestar describe el ascenso meteórico a partir de su hit “No cambié” y el movimiento posterior, inevitable a su caída estrepitosa, los personajes que la rodearon, eso que se suele denominar como “entorno” y que aquí es un conjunto estrafalario de buscavidas.
Y la relación amorosa de esa madre que acompaña infatigable a su hija en el viaje al estrellato. Las maneras que tiene la vida por imponerse ante el olvido. Y entre tantos temas está este, el sueño de provincia. El encuentro de la marica con la diva. Ambas deseantes del brillo, la unión, la canción hit en la que se encontraron, el estallido, la distancia, el reencuentro. Irse de la provincia, no mirar atrás, tener que volver un día, como vuelven los fantasmas, así, casi transparentes.
Hubo una época televisiva post estallido del 2001 donde desfilaban personajes que no se caracterizaban por tener algún encanto especial. Zap TV se llamaba el programa, pasaban por ahí un conjunto hipnótico que nos abducía de esa realidad. En el programa, capitaneado por Marcelo Polino, se sucedían tramas delirantes que acompañábamos siesta tras siesta. Era un cachivache narrativo que ayudaba a tolerar ese clima de apocalipsis social.
El mismo fenómeno sucedió en España. Audiencias cautivadas por esas apariciones, ratings que iban trepando ante cada nueva pelea. Todo estaba permitido con tal de ganar popularidad, separaciones, confesiones a cámara, filtraciones de video sexuales, cirugías plásticas en vivo, esoterismo vegetal, canciones y trompadas. Todo y todo junto.
Tamara emerge como un diamante rutilante de ese lodazal mediático. Ella, la de los ojos más tristes del mundo, la que raspa los oídos cuando canta, la desentonada, viene a erigirse con su hit como la reina. La aclaman con fascinación, la idolatran y como sucede siempre en la maquinaria mediática, la trituran, la escupen, la vuelven desecho, materia sobrante, una paria. Ella que generó un movimiento pagano al que llamaron tamarismo, retorna al anonimato de la manera más cruel, confinada al amargo olvido de quien ha conocido el esplendor.
La historia de Tamara, interpretada magistralmente por Ingrid García Jonsson en esta serie creada por Nacho Vigalondo y producida por esa cantera imaginativa queer que son Los Javis, tiene elementos de culebrón latinoamericano, los mismos culebrones que se nutren del deseo provinciano de superación. El movimiento más grande que hacen las personajas es ir hacia la gran ciudad. Esa ciudad que las encandila con sus luces. Esas mismas luces que puede que las alumbre tenues a la llegada, para luego quemarlas, enceguecerlas, dejarlas marchitas.
Porque la historia es casi siempre la misma para quienes vinimos de provincias, trajimos anotados números en papelitos, teléfonos a los cuales llamar que nunca respondieron, direcciones de puertas que no se abrieron. Vinimos cargadas de candor y rabia.
Hay justicia poética en la historia de Superestar. Como una revancha inesperada, Tamara, regresa cual ave fénix de ese olvido final al que parecía condenada. La vuelve a valorar y le restituye su cetro la comunidad LGBT, la aplauden, la amparan con orgullo.
Esta serie plagada de ideas narrativas se aparta de la ironía y abraza la monstruosidad, se acerca a esas personajas con una inmensa ternura y (algo que no abunda en estos días) piedad. La mirada se coloca a la par de quienes narra. Las muestra en su complejidad. Y arma para ellas una fantasía brillante y exagerada.
Porque, finalmente, lo que le sucede a Tamara, su posibilidad del estrellato, su tiempo de fama y aplausos, ¿no es algo que todas merecemos? Un sueño igualitario de triunfos, el tiempo glorioso de las raras, las que no sabemos cantar ni bailar, las carentes de gracia, las de carnes flojas, las viejas, las calvas, las pueblerinas, las burladas, las últimas de la fila, las añosas, las introvertidas.
Que vengan todas las luces para nosotras, las estrellas de la nada.