La culpa de su vida viajera la tuvieron los ferrocarriles, pasión y especialidad de su padre piamontés que se vino a la Argentina del Centenario a tender vías y mantenerlas. Por eso es que nació en Arroyito, Córdoba, pero de pibe iba de acá para allá con los traslados del viejo, un nómade ferroviario. En los catorce años que vivió en Argentina, contó muchos años después, anduvo por medio país, cambiando de colegio hasta tres veces por período, un lío. Pero Lorenzo Aldo de María, que ni terminó el secundario, terminó inesperadamente hablando cuatro idioma y sabiendo cómo administrar plantaciones. Pero eso bajo el sol de Africa.

Su historia despega en 1926, cuando muere su madre y su padre, amargado, decide volverse a Italia. Hay un hermano algo mayor, que se pierde en la historia porque don De María enseguida consigue un conchabo bueno con una compañía ferroviaria francesa que le estaba construyendo la primera -y todavía única- vía de Etiopía. Gobernaba un joven Haile Selassie, el emperador que no sabía que iba a ser el último, y el novedoso objeto ferroviario unía la capital, Adis Abeba, con Djibouti, la ínfima colonia francesa en el Mar Rojo. Buena parte de la nunca vista ceremonia de coronación era la inauguración de la estación a la francesa, que sigue ahí intacta, y del monumento al León de Judá, que también sigue ahí. Por esa estación iban a llegar los príncipes y mandatarios invitados a lo que era la única nación independiente del continente. El joven Evelyn Waugh fue de los que fueron a cubrir el evento, y escribió dos libros, uno en serio y otro de ficción en joda, inolvidables.

A los De María les terminó gustando el lugar y, terminada la obra, pidieron que les adjudicaran tierras, pensando en dedicarse a ese misterio de la agricultura. Etiopía en esa época no exportaba ni café por la simple razón de que todo lo que se plantaba se consumía y nadie tenía plantaciones comerciales. Para ir cambiando ese esquema es que le dieron al blanco y a su hijo buena tierra, pero con una trampita: era en Oromia, la provincia rebelde y la única pagana en un país que se convirtió al cristianismo antes que Roma. Allá fueron padre e hijo, con los pesos ahorrados del contrato, suficientes para una casa de madera y material, y un arranque se semillas.

Les fue bien y a las tierras cercanas a Adis Abeba les agregaron unas más adentro, en Jima, la capital de la provincia, hoy una ciudad pequeña y por entonces una aldea. Los De María llegaron a tener doscientos braceros para sus campos de algodón y café, y les pagaban según el viejo sistema santiagueño de vales para el almacén que ellos mismos abrieron, y algo de dinero cada tanto. Se ve que en la economía de trueque de la región esto convenía, porque nunca les faltaban empleados y raramente les pedían cash, que no había dónde gastarla. En 1948, vuelto de sus aventuras internacionales, Lorenzo Aldo le contó a la revista Aquí Está que las relaciones con los locales eran respetuosas y lejanas. De hecho, los oromo no les daban ni la hora.

El muchacho y su padre aprendieron el amariña, la lengua oficial de Etiopía y la que hablaba el emperador. Lorenzo de alguna manera agregó el francés a su repertorio, pero la vida en Oromia era de trabajo y alguna escasa visita a los otros tres, exactamente tres, blancos que vivían en la provincia. Lo que sí veían eran guerras, porque los líderes locales se alzaban en armas seguido y ahí venían las expediciones punitivas desde Adis Abeba. Una cosa visible en la región era que todo el mundo tenía en su casa una espada, un escudo, una lanza y un buen fusil moderno, casi siempre francés. 

Los combates generalmente les creaban el problema, menor, de la falta de mano de obra, que todo el mundo se iba a la guerra. Pero una vez los alzados les quemaron buena parte de las cosechas y Lorenzo, que hablaba fluido el amariña, fue a la capital a pedir ayuda al emperador. En esos tiempos, el negus era una celebridad mundial por la enorme cobertura de su coronación, y Lorenzo lo había visto varias veces en desfiles y ceremonias, pero nunca de cerca. Para su sorpresa, le dieron una audiencia, cinco minutos para explicar su situación. El ras an ras lo escuchó atentamente, pero parece que no le dio mucha importancia al tema y lo conformó mandando alguna bosa de semillas para recomenzar. Probablemente, Haile pensaba que si se habían ligado tanta tierra gratis, tenían que bancarse que estuviera en una comarca conquistada hacía apenas décadas y bastante irreductible.

Pero un buen día, en 1935, Haile Selassie se les apareció por Oromia y se quedó en su casita. La tradición etíope hace que el emperador recorriera casi constantemente el país, con largos siglos en los que no hubo realmente una capital y la corte era una caravana de carpas. El negus aprovechaba para hacer política, premiar y castigar, y cobrar impuestos en dinero o especia. Recibirlo en casa era una carga de las caras, pero un gran honor por el que se peleaban los nobles locales. Los argentinos lo tuvieron en casa por tres días y descubrieron que a Haile le gustaba relajarse y conversar, y se los comía a preguntas sobre cómo era la vida económica y la forma de gobierno en estas pampas.

Además de la visita imperial, las guerras le terminaron dando un amigo a Lorenzo. Una de las tantas rebeliones incluyó una pequeña tribu que todavía practicaba el canibalismo ritual, que los cristianos viejos del norte consideraban una aberración imperdonable. La expedición punitiva estuvo al mando del ras Menguexa Demisié Hailú y fue feroz, con pocos prisioneros. Entre ellos, un chiquilín al que bautizaron con un nombre de su captor, Demisié Danté, y que les dejaron a los argentinos para que lo eduquen. Cuenta Lorenzo que se hicieron inseparables, su único amigo etíope.

Pero hubo otra ataque, y De María padre tuvo que escapar, herido. Se murió en la ínfima aldea de Agan Meder -todavía hoy inhallable en los mapas- y dejó solo a su hijo de apenas más de veinte años. Al tiempo, Lorenzo volvió a Jima, a reconstruir la plantación, pero poco le duró: al año siguiente, en 1936, vino la cruel invasión italiana. Benito Mussolini andaba en eso de reconstruir Lo Impero romano, ya se había comido Libia, purgado a sangre Eritrea y Somalia, e iba por el premio grande, Etiopía. Fue deliberadamente cruel porque además se estaba vengando de la afrenta de que Italia hubiera perdido la única invasión europea al continente.  En marzo de 1896, el vasto ejército de Menelik II destruyó el ejército italiano al mando de Oreste Baratieri en los campos de Adowa. Con miles de prisioneros italianos y libios, el emperador forzó el reconocimiento de Etiopía como nación independiente. Y luego fue al sur y conquistó Oromia y el Ogadén.

La venganza de Mussolini incluyó bombardeos aéreos a poblados civiles, el uso de los ya prohibidos gases y fusilamientos a mansalva. Para Lorenzo fue un desastre, porque Oromia se anarquizó y ser blanco resultó una desventaja mortífera. El muchacho se fue con lo puesto a Adis Abeba y ahí lo paró una patrulla italiana llena de preguntas. Cuando se dieron cuenta de que hablaba italiano y amariña, lo llevaron al comando, instalado en el palacio imperial, que hoy es la Universidad de Adis Abeba. A la fuerza, terminó conchabado de intérprete de los virreyes fascistas.

Poco duró el laburo, porque tres años después volvía el negus al frente de cien mil etíopes y con el apoyo de unos tres mil ingleses, que siguen diciendo que "liberaron" ellos Etiopía. En la volada, Lorenzo terminó de prisionero de guerra, como empleado civil de las fuerzas de ocupación. Primero lo mandaron al norte, a la maravillosa ciudad de Gonder, en Tigray, donde a la sombra de las residencias imperiales que hoy son patrimonio de la UNESCO vivió en una carpita de lona de uno por dos. Los ingleses no se preocupaban mucho de sus prisioneros, que vivían hambreados, con lo que fue un evento que un día se apareciera un muchacho preguntando por el argentino y cargado de alimentos. Era Demisié Danté, que se había venido caminando desde Oromia para salvar al amigo. En 1948, Lorenzo todavía se preguntaba cómo hizo para encontrarlo.

De Gonder lo mandaron a Kenia junto a las tropas italianas capturadas, y después lo embarcaron a Australia, donde se quedó un tiempo. Finalmente, algún genio decidió que era mejor tener a los prisioneros en Gran Bretaña, y ahí fueron en un gran buque de pasajeros. Un submarino alemán lo mandó a pique a la altura del canal de Mozambique, y Lorenzo se encontró flotando por horas agarrado del proverbial madero. Lo rescataron unos destructores de la Royal Navy, junto a los pocos otros salvados, y fueron llevados de acá para allá en el Africa inglesa, por entonces enorme. La guerra terminó, y el ya treintañero seguía varado por allá, hasta que algún otro genio se acordó de repatriarlo.

Lorenzo desembarcó en Nápoles, otra vez con lo puesto, después de seis años de campo de prisioneros, y se fue directo al consulado argentino. No tenía ni un papelito encima, pero hablaba como un argentino y lo repatriaron. Pocos años después contó su historia y posó para una foto de ojos gastados y corte de pelo a la Scalabrini Ortiz. Y después se esfumó en su país, a disfrutar de esa cosa rara que era la paz.