Cristina libre es un clamor que avanza. Podría ser otra consigna. Otra consigna que este nombre, otra cosa que la palabra libre Cristina. Sin embargo, nos convoca, inevitablemente, porque junto con esto, en perfecta contigüidad, decimos, presa política, y utilizamos la palabra prisión. ¿Cuántos obscenos días lleva presa mientras tanto Milagro Sala? Nos disparan desde el poder con sanciones y acusaciones que parecen definitivas y brutales, no tan lejanas de la palabra desaparecido, de cómo se naturalizan y se banalizan ciertos sentidos para neutralizar su alcance. 

Es la palabra desaparecido aquella que sigue convocándonos por arruinarnos la existencia y por haber roto no solo un encadenamiento histórico y generacional, sino también por perdurar en las secuelas de los negacionistas y de los cuerpos que habitamos. 

Si tomáramos la expresión conjunta, Cristina libre, podría ser un perfecto sello opositor a la promoción política de aquello con que han perseguido, intentado obstaculizarnos y aplastarnos en estos últimos dos años. Nos preguntamos por qué los oscuros profanan palabras tan hermosas, fugaces y luminosas, libre. También tener a la mano la posibilidad de referirnos a alguien por su nombre propio, Cristina en este caso. Los desaparecedores cooptan palabras como fueron silencio y salud, el silencio es salud, lo hicieron oportunamente y muchos repetían la musiquita y el slogan. También los nombres propios, para que no vuelvan a nombrarse. No se podía decir Perón

Pero hay algo que persiste desde Antígona en adelante, por transformar a los muertos sin sepultura en nombres que respiran y en verdades que asumen su propia idiosincrasia. Yo quiero sepultura para Polinices, hoy también, hasta nuestros días, para todos los Polinices, los hermanos de Antígona. Vibran, retiemblan a partir de allí, de nosotros, con la fuerza inevitable de la verdad, de eso que también conocemos como repetición, compulsión a la repetición. Llegan una y otra vez, y eso no es posible sin alguien que los nombre, sin un pequeño, luminoso, hasta austero relato, en donde las palabras inevitablemente se presentan y obligan a rememorar. Rememoramos una y otra vez, a nuestro pesar. Renacemos. Se cuelan esas palabras, en los sueños, en las pesadillas, en las referencias, en los tropiezos de nuestros decires inconclusos, en nuestros pensamientos. Y junto con esta conmemoración presente, están también las emociones que son nuestras y que también le dan cuerpo a los innombrados. Aquellos que han sido o intentan ser olvidados. Es difícil, en la experiencia humana, obligar al alma a que olvide definitivamente como si se tratara de la literalidad, un corte absurdo o absoluto que no deje restos ni resabio. Aun en las cenizas más brutales, aun en los incendios, aun con los vándalos que arrasan toda existencia, algo se escapa. Huyen los ecos por los recovecos, vuelven a nombrarse, a escucharse, una melodía completamente única, respirable, irrepetible. 

Es lo que le ocurre en el final de la historia a Zampano, el pobre personaje de La Strada, el film de Federico Fellini, cuando vuelve a escuchar la melodía que interpretaba esa desvalida joven que él toma en el camino para sus placeres y para su misérrima codicia cotidiana. Es en un sentido la propia diligencia de su carromato y su camino aplastado que lo lleva al espectáculo de feria y al camino marginado. Encontrarse con alguien tan parecido a él. Y solo, al final, en el eco embriagador, incesante, intenso, totalmente doloroso, descubre que eso que dejó escapar y abandonó, guardaba relación con el amor. Posiblemente el único amor que alguna vez recibirá jamás como conduelo el pobre Zampano, en una playa nocturna y desolado, en la Italia de la posguerra, a las orillas de una feria ambulante, después de haber roto por enésima vez las cadenas con su torso gastado. De rodillas. El mar bramando y él, por primera vez sollozando. Sollozando, que a veces es lo mismo que decir el nombre amado, las palabras en presente, los presentes que nos han amado. Tal vez en nuestros sollozos habitan también los nombres de aquellos que otros nos han obligado a acallar y olvidar. Pero nadie olvida del todo las palabras amadas, aunque estén prohibidas o mal vistas, nadie puede, tarde o temprano, apartarse de su influjo embriagador, desgarrado y verdadero.

Digo Gelsomina y Giulietta Masina, la actriz que interpreta al personaje por el que Zampano finalmente llora y recuerda. Digo todos los desamparados de este mundo que parecen ruinas y sin embargo tiene flores para darnos. Digo Bansky y su lanzador de flores. Digo libre, Cristina libre. Digo desaparecidos. Digo Greta Thunberg rumbo a la Franja de Gaza.

 

Cristian Rodríguez es psiconalista y escritor.