El Gabino Sosa, icónico y legendario estadio de Central Córdoba, El Charrúa, es un club de fútbol barrial ubicado en Tablada, barrio picante de la ciudad de Rosario. Cuando había partido, los fines de semana, el lugar entraba en ebullición. Desde temprano llegaba gente de todas las edades, eran eventos familiares.
Aunque también el club tenía su barra brava, que no era masiva como las de otros equipos de la ciudad, pero lograba hacer escuchar sus cánticos bombeando tablones. Frente al estadio donde se bebía cerveza del pico había algunas despensas precarias. Entre medio de ellas, el gran semillero del lugar: AIR.
Conocido popularmente con el apodo de su entrenador y fundador, Don Pochi. Ningún pibe de Tablada podía ignorar su existencia, era un referente del fútbol infantil. Nosotros vivíamos a dos cuadras, sobre Virasoro, esa calle central testigo de las procesiones, los bombos y las banderas azules y rojas.
Todo el barrio convergía en nuestra cuadra y de ahí hacia el estadio. Los primeros ruidos nos alertaban para salir, amábamos los partidos del Charrúa y toda su mítica. Nos gustaba andar entre los barras, que por cierto, cuidaban de nosotros: éramos los pibes del barrio. Antes del partido solíamos esperar en la puerta de casa a que pasara alguien conocido, algún mayor, algún abuelo de algún amigo. En esa época los niños no pagaban entradas, pero tenían que ingresar de la mano de algún adulto, que minutos después se desentendería de nosotros.
Contra el alambrado y estallado de pasión estaba siempre el Gabi, con su pelito Balá, sus culos de botella y tartamudeando los cánticos con furor. Iba solo, no se perdía un partido y lo miraba parado con los dedos entrelazados al tejido.
Desde temprano, Nilda, la de la librería-kiosco, arengaba desde su platea. Era hincha de Rosario Central pero tenía su fanatismo por El Charrúa, como casi todos. Éramos de Central o Ñuls pero si había partido en el Gabino sólo importaba eso. Don Pocho también encontraba su lugar desde temprano, generalmente iba con el hijo y el nieto que tendría algún año menos que yo, en sus manos estaban las mejores pastas del barrio.
El lugar parecía una postal cada fin de semana, como en el juego de coincidencias “Alcoyana-Alcoyana” cada quien tomaba su posición: una especie de cábala. Y todo volvía a suceder, podría jurar que fui mil veces, pero no lo sé, quizás fue sólo esa vez.
El primer objetivo era conseguir unos pesos para comprar una pizza popular. Dos capas de masa aireada impregnadas de aceite: en una mitad, tomate y en la otra, verdeo, enfrentadas como un alfajor. Recorríamos el sector de plateas pidiendo hasta conseguir lo necesario.
No nos faltaba para comer, pero en esas épocas no era posible pedir dinero en casa para comprar una porción de pizza en la cancha, nuestros padres ni siquiera estaban al tanto de nuestras andanzas. Logrado el objetivo y con las manos grasientas nos dirigíamos hacia la popular para no ser vistos.
Aún hoy el estadio conserva en alguna zona esas gigantes estructuras de hierro atravesadas por tablones. La popular no era lugar para niños así que llegábamos por debajo y nuestros menudos cuerpos se colaban entre dos tablones para entrar. No existe al día de hoy en ningún parque del mundo un juego más vertiginoso que saltar sobre esos tablones. Era una especie de cama elástica gigante en donde había lugar para todos. Muchos años después la tribuna colapsó dejando varios heridos.
El partido estaba por comenzar. Jugaba Maranga de arranque. Era nuestro vecino. Vivía a la vuelta de casa, al frente de la fábrica de pastas de Don Pocho y pegado a lo del Colo Sarraceni, el cantante de tango que había estado una vez en la tele, ¿entendés? De Tablada a Grandes Valores del Tango a los doce años, una celebridad en el barrio.
Para ese entonces sólo algunas pocas casas tenían teléfono fijo, tampoco existía la televisión por cable. El programa iba los domingos por la noche y sólo había dos canales para mirar. Él tampoco se perdía los partidos del Charrúa, ni de ninguno, creo. No conocí hasta hoy alguien más fanático del futbol en mi vida, se sabía los nombres de todos los jugadores del mundo.
La tribuna vibraba más que nunca, el equipo estaba cerca del ascenso, sabíamos que era difícil y que era cuestión de guita también. No ascendimos nunca porque no nos daba la nafta para estar en primera. Muchas veces llegábamos a las instancias finales y justo ahí el equipo parecía desinflarse.
Pero esta vez pensábamos que sería diferente. Como cada vez. Y fue igual que cada vez: no ascendimos. Maranga jugaba de marcador central. Subió para una pelota parada y clavó un frentazo en el ángulo. Después nos metieron tres, pero arrancamos ganando y con gol de Maranga, esos minutos fueron inolvidables.
Nos fuimos un rato antes del final. Siempre hacíamos eso, no queríamos que nos vieran nuestros viejos, que a esa hora tomaban las veredas con los sillones. No había ambientes climatizados así que el atardecer era hermoso. Salimos por calle Galvez, bordeando el ferrocarril. Era nuestra manera de volver a casa sin levantar sospechas.