Por alguna razón, Michael Townley rompió el pacto de silencio y lealtad –y de amor, en definitiva– que mantuvo durante cuatro décadas con Mariana Callejas. Aunque ya no estaban juntos, años ya que no estaban juntos, él se había empeñado en protegerla del alcance de la justicia. Pero algo ocurrió para que, sin ninguna necesidad de hacerlo, decidiera declarar ante Servini de Cubría, la jueza del caso Prats en Argentina, y se aviniera a contar con lujo de detalles cómo fue todo, incluido el papel que le correspondió a su ex-esposa en el asesinato. Esa declaración fue fundamental para que en 2008 la justicia chilena la condenara en primera instancia a una pena de veinte años por su participación en el crimen de Carlos Prats y su esposa Sofía Cuthbert.

Cuando me reuní con ella, en mayo de 2010, estaba libre en su casa y esperaba el pronunciamiento definitivo de la Corte Suprema. De eso dependía si los últimos días de su vida los pasaría en la cárcel y ella no parecía muy preocupada. De seguro lo estaba; en su caso, quién no lo estaría. Pero el papel que se había propuesto representar ante el mundo la empujaba a proyectar la imagen de una mujer indolente, segura de sí misma, convencida de que no tenía responsabilidad alguna en lo que llamaba ese asunto, que le había valido pasar cinco meses en prisión preventiva siete años atrás.

Si algo le preocupaba a esas alturas, me dijo, era la literatura. La literatura, los hijos, los nietos, y pare de contar.

Portada del libro publicado por Ediciones Universidad Diego Portales

A MÍ NO SE ME TRATA DE USTED

Era un otoño particularmente frío en Santiago y Mariana Callejas –menuda, ojos penetrantes pero apagados– me recibió con una sonrisa al tiempo que ofreció una mejilla para un beso de saludo.

El departamento era austero y frío, dos ambientes, unos pocos muebles, algunas fotos familiares a la vista. Olía a incienso, un misticismo new age. En un antiguo equipo de música tres en uno sonaba un disco del dúo gótico Dead Can Dance, una música oscura, hipnótica, intrigante, como la dueña de casa: a sus 78 años era una mujer de voz calma y pausada, por momentos apenas audible. Una voz que contrastaba con su mirada punzante, capaz de sostenerse por largo rato ante quien tuviera enfrente, como un duelo. Al teléfono, la primera vez que la contacté para proponerle una serie de entrevistas para lo que pretendía ser un perfil literario, ella no demoró mucho en acceder, con una condición:

–A mí no se me trata de usted.

Había en esa exigencia una pretensión de cercanía y familiaridad, pero también un ejercicio de seducción y coquetería, en consonancia con esa imagen de femme fatale que se tejió en torno a ella.

Cuando la vi por primera vez, era evidente que había pasado por al menos una cirugía estética en el rostro. Me hizo pasar, se disculpó por la falta de calefacción. Me ofreció un té y asiento. Sobre la mesa del comedor estaba el libro El drama del niño dotado, de Alice Miller, que trata del modo en que perduran en la adultez los daños de la infancia, daños como los vividos por los hijos del matri- monio Townley Callejas, criados en una casa de los faldeos precordilleranos de Santiago que fungía de cuartel militar y en el que se planearon los principales crímenes internacionales de la dictadura. Ella se apuró en decir que ese ejemplar no era suyo, que se lo había prestado un amigo budista y no le había interesado en absoluto. La autoayuda, dijo, no era lo suyo.

–No sé por qué a mi amigo se le habrá ocurrido que me voy a encontrar a mí misma, si ya me encontré hace rato– sonrió, celebrando la ocurrencia.

En esos días en que la visité en su departamento en la comuna de Providencia hablamos de libros, de su carrera literaria truncada, de sus amores, de los crímenes por encargo de la DINA, de su infancia, de su futuro. Y hablamos de Townley, de por qué su exesposo la había delatado. Fue en el segundo o tercer encuentro, y por primera vez se le quebró la voz y bajó la mirada, acusando un golpe.

–No tengo la menor idea sobre el motivo que habrá tenido.

Dijo luego, aclarándose la voz, que no sabía nada del crimen de Prats y su esposa. Y que en una conversación telefónica con Townley, él le habría dicho que no pensó que esa declaración sería usada en contra de ella por la justicia chilena. Entonces le pregunté si se había sentido traicionada por él y pareció recuperarse.

–Me sentí molesta, más que nada. Más que nada me dio hastío. Yo ya estaba metida en este baile, pero por los niños lo sentí mucho y me dio mucha rabia con él, porque no pensó en los niños. Si me condenan lo voy a sentir mucho por ellos, porque se van a amargar mucho. Pero yo particularmente no. ¿Qué puede ser tan diferente a esto? –dijo mirando el entorno con cierta displicencia–. Yo ya sé qué es la cárcel, y no es ninguna gran cosa. Morirse tampoco. ¿A qué hay que tenerle miedo? Además, podría aprovechar esos últimos días para escribir, que es lo que realmente me interesa.

La casa-cuartel de Lo Curro (Foto: Archivo Cenfoto-UDP, Fondo Diario La Nación)

VELADAS LITERARIAS

Escribir. La vida de Mariana Callejas estuvo marcada por la escritura. Por la escritura, los crímenes y la vida familiar. Había ganado algunos premios importantes para la escena literaria chilena de los años de la dictadura, había publicado, se había granjeado elogios y críticas favorables. Las veladas literarias en su casa cuartel de Lo Curro habían sido célebres: buena parte de los escritores y artistas de cierto renombre que permanecieron en Chile en los años setenta pasaron por esa casa, atraídos por la hospitalidad de su anfitriona, que agasajaba a los invitados con buena conversación, alcohol, sánguches y picoteos. Es probable que su nombre no hubiera trascendido como lo hizo de no ser por esas veladas literarias y su afán y empeño por escribir y publicar, que inspiraron películas, series, libros, crónicas, obras de teatro, comidillas. De no ser por esos talleres literarios, y su carrera de escritora, yo mismo no estaría escribiendo lo que escribo ahora. Sería una agente importante, sin duda, pero no más que eso, no la agente secreta de la DINA que tenía una vida pública como escritora y anfitriona de veladas literarias celebradas en la misma casa en la que vivía con su familia y donde se planearon y ejecutaron operaciones internacionales al tiempo que los hijos invitaban a compañeritos de curso después de clases y celebraban fiestas de cumpleaños. La misma casa cuartel en la que se torturó y se mató, en la que había un laboratorio donde se diseñó gas sarín usado contra opositores y enemigos de la dictadura, y también contra colaboradores díscolos.

La dueña de casa, una promesa de las letras chilenas, además de socialité de años sombríos, no se rindió después de que todo eso quedara al descubierto. Por qué habría de rendirse, se preguntaba. Por qué la obra no puede hablar por sí misma, con independencia del creador. Por qué su literatura tenía que ser juzgada por su papel en el terrorismo internacional, papel que por lo demás ella relativizaba, si es que no desconocía.

La escritura interesó a Mariana Callejas muchísimo más que la política, de la que entendía poco. Fue una vía de escape y también una condena: una vez que su papel de agente se hizo público, en 1978, ella cayó en desgracia. Y con todo en contra, con la justicia pisándole los talones, con la policía política de Pinochet acosándola, con el descrédito y el desprecio a cuestas, siguió escribiendo y, cada tanto, publicando. Con la porfía que dan el descaro y la convicción, procuró colarse en los circuitos literarios de la capital chilena y una y otra vez fue rechazada, como la paria que era. Si las editoriales no querían publicarla, ella se las arreglaba para publicar por cuenta propia, ya sea en autoediciones o pagando a alguna editorial menor para que lo hicieran. Si algún sello de prestigio no daba respuesta acerca del original impreso enviado por ella, se plantaba en la editorial para recibir el rechazo en persona.

Escribir, escribir. Escribir sin destino, esperanzada quizás en que algún día de un futuro lejano –como me dijo uno de sus pocos amigos escritores que se mantuvo leal, si no el único, Carlos Iturra, quizás porque él había sido funcionario de la dictadura y tampoco era apreciado en círculos literarios–, treinta o cincuenta años después de muerta la reconocerían y le perdonarían todo, como a Louis-Ferdinand Céline.

Una literatura de guarda, que resiste la infamia.

En su casa de Lo Curro (Foto: Archivo Cenfoto-UDP, Fondo Diario La Nación)

EL DESCRÉDITO Y EL OLVIDO

En esas semanas en que la frecuenté, ella sabía que cargaba con una condena literaria a perpetuidad. Me mostró cuadernos universitarios anillados en los que tenía cuentos que había escrito en los últimos años. Los tenía en su pieza, guardados en un clóset. Me dijo también que tenía varios repartidos en distintos lugares en los que había vivido, y otros tantos que había perdido en mudanzas.

Faltaba cerca de un mes para que la Corte Suprema, contra todo pronóstico, rebajara la condena de veinte a cinco años, lo que significó que, en la práctica, no fuera a la cárcel. Faltaban seis años para que muriera en un asilo de ancianos en Santiago, afectada por el Parkinson, el descrédito, el olvido. Era el primer año del gobierno de Sebastián Piñera, el primero de un gobierno de derecha elegido por las urnas en cinco décadas, y eso a ella la tenía sin cuidado. La política me da una lata atroz, me dijo. Decía estar decepcionada de todo. Lo que realmente le importaba, además de la familia, era que no la reconocieran como la escritora que ella creía ser. Eso sí que le dolía, me dijo.

–Es que es tan triste escribir, y que uno encuentre que lo hizo bien, y que no te publique nadie. Y tú sabes que no te lo publican por razones ajenas a la literatura, porque tú sabes que está bien escrito, que está mejor que lo de muhos otros que andan por ahí dándose vueltas –dijo, y por segunda y última vez se le quebró la voz–. Yo trato de no hacerme mala sangre por eso. ¿Quieres otro té?

De esa visita me llevé un ejemplar de La larga noche, el libro de cuentos que ella había autoeditado en 1981, pero que no salió a la luz hasta dos años después, sin pena ni gloria, cuando la dictadura permitió su publicación. Me hizo prometer que se lo devolvería, porque ya casi no tenía copias y nadie le devolvía los libros que prestaba.

Me salió a despedir al pasillo de su edificio, que estaba casi a oscuras, salvo por un tubo fluorescente que titilaba, y aún más frío que su apartamento. Me ofreció su mejilla, me dijo que en la próxima visita, que sería la semana siguiente, como siempre al atardecer, me cocinaría.

–¿Te gusta el goulash?

–Sí –mentí–, aunque no suelo comerlo.

–Bueno, mejor: te voy a preparar uno.

Ya había comenzado a avanzar por el pasillo del edificio cuando volví a escuchar su voz a mis espaldas.

–Te advierto una cosa, eso sí: soy una pésima cocinera.

Este es un extracto del libro publicado por la editorial de la unversidad chilena Diego Portales, y que acaba de distribuirse en Argentina.