Así hablaba mi padre: “No hay vuelta que darle al asunto: las mujeres hermosas son las que pierden a los caballeros y los vuelven más pelotudos. Buscate una novia fea, así no te la mira nadie. Si conseguís una buena hembra, que sea de noche y en barrios apartados. Si la mujer de tu amigo te busca y además es linda, rajale al asunto: vas a mancar una amistad y ella tarde o temprano, te va a deschavar. El mundo está lleno como para fijarse justo en esa. Rajale a lo que viene en un envase lujoso: hay gato encerrado. Las que son lindas y pobres son las que más sufren: no tienen conocidos que las acamalen y además, tienen que poner el lomo para laburar si son decentes. Por eso hay tantos tangos que hablan de la perdición de las mujeres. Y no es perdición: es hambre”. 

Culminados estos dichos, se arreglaba el pelo a lo Glostora y se iba a jugar al club, de donde regresaba por la noche oliendo a nicotina. Era encantador mi viejo. Una planta crecida en los arrabales de la década peronista. No levantaba la voz. Jamás me pegó. Era amable con mi madre. Creía saber más de la cuenta. Se enojaba cuando me veía en offside con algún rango femenino. Le molestaban las cosas de un extremo -el amor eterno, por ejemplo- con una suerte de indefinible malestar. O las tácticas de un compromiso dudoso que según él acaban después de la primera visita a un amueblado, pero continúan por la necesidad fisiológica de ambos. Aquello le repugnaba.

“Lo mejor es buscarse una hembra para esos momentos que seguir adelante con un idilio de novela, puras mentiras que terminan en el matrimonio”. Le perturbaba verme atontado por una dama o bien que me saquen del lugar personal, del cetro que él aseguraba que yo poseía, aunque nunca me preguntó por los recovecos de mi alma. Daba por seguro que su hijo era libre, heterosexual y que habría de llegar muy lejos. “No te rajés de este país así nomás: salvo que sea por una mujer adinerada que te invite a vivir en Europa, o que juegues al fóbal y te hagas millonario o te busque la policía”.

Mi padrino, entretanto, parte de la otra mitad de este asunto, montaba una bici de carrera envidiable. Además de su liviandad y hierros firmes ostentaba en el caño calcomanías de señoritas pulposas. “Las minas, flaco, son un problema para cualquiera: hay que tocar y rajar, siempre. Las que viven casadas son peligrosas pero te dan un toque de aventura, aunque nunca se sabe si uno va a toparse con un marido celoso y armado. Las mujeres buenas van al cielo; las malas, a cualquier parte. Y a veces te usan para darle celos. Las mejores son las solitarias que han perdido un amor y están desesperadas: a esas apuntale, que se te regalan, y si son un churro, mejor todavía. Si guardan algún secreto y vos lo descubrís, jugales con la vergüenza. Las que lo saben todo son peligrosas, mejor las mansitas que se deslumbran con alguna pavada que inventás a pura parla. Se garcha más con la lengua que con el 'amigo' de abajo”.

Intervenía mi padre: “Una cosa es estar engrillado como estamos nosotros con nuestras esposas, y otra es todo el tiempo con todas las que se te cruzan. Mucho dulce pica los dientes. No te olvides que el hombre es el cazador y la mujer la presa”. Acotaba mi padrino: “El hombre es fuego, la mujer estopa: viene el diablo y sopla. La mujer y la mentira nacieron el mismo día. Niños y mujeres: más disgustos que placeres”. Y ambos festejaban. 

Yo los miraba alelado: era un pibe, por lo tanto, ¿un estorbo para ellos? ¿Y sus esposas -mi madre- a qué categoría de mujer pertenecían? ¿Habían salido de las entrañas de la Virgen María? Mi padre una vez repuesto de su sonrisa continuaba: “Si una mina te sorprende en un renuncio negá todo… que se fijó mal, que era mi hermana, qué se yo… En los bailes hay que andar con cuidado porque es el lugar donde se mezcla la hacienda”. Mi padrino asentía, pucho en la boca. “Y ahora el mayor de los secretos a voces que nunca se dice: las esposas por lo general saben, intuyen todo, no sé cómo hacen pero adivinan, consultan, te hacen seguir, se enredan, se enmarañan en chimentos: hay que echarles en cara alguna cosa fulera que hicieron: por ejemplo, nos ardieron la mejor camisa al planchar, o se les quema la comida muy seguido, o recordarles que dejen de tomar tanta pastilla que las pone bobas y confundirlas, un poco de gritos y un poco de cariño. Bajo las sábanas todo se arregla”, pontificaba mi viejo. 

Y ambos, en el atardecer de verano, satisfechos de haber inculcado al púber las máximas para sobrevivir al mundo inhóspito del amor y sus correrías con mujeres, parecían dos figuras de un libro de filosofía colonial, expertos en el arte de sobrevivir entre la pobreza, el trabajo en las fábricas, el herraje de estar casados y la ensoñada idea de poder escapar algún día de esta cárcel donde dominan los ganadores, los que se pasean en autos deportivos y son señores de la bacanal que nada tienen que explicar a nadie porque son dueños de todo, de sus vidas; tienen dinero, hacen lo que quieren, bancarrotas o riquezas pero siempre dueños: la vida enigmática, la cueva de tesoros fabulosos donde habitan las mujeres más bonitas. Mi viejo y mi padrino, ahora lo comprendo, eran mendigos barriales de aquellas trampas, pero eficaces en su modestia, alardeaban con lo poco o mucho que habían sabido conseguir.

“Las hermosas son los laureles del Himno Nacional Argentino, ¿no compadre?” suelta como final mi padrino; antes de despedirse empujando su bici hacia el horizonte que ya se insinúa como parte de la noche que se nos vino encima. Luego, mi viejo caminando a mi lado me habla de los pajaritos que llegan de la isla para dormir, de los Reyes que se aproximan pero que esta vez no pasarán por casa y de la cena que nos espera.

Mi padre y mi padrino volverían a morirse si me vieran ahora, depilándome con la maquinita eléctrica, el vestido rojo de matelasé sobre la silla, listo para salir a escena. La Lemoine me quiso maquillar pero me negué: tiene mal aliento. Dragqueen nos llaman, pero yo prefiero -como escribía Federico García Lorca- la hermosa y alucinante afirmación: soy una marica, una hermosa mariquita de colores.

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