Joaquín Peinado nació de nalgas. Ese fue el primer sufrimiento que le causó a su madre y fue también el primero de muchos que causó a otras muchas personas y animales.
De niño se solazaba descabezando hormigas, arrancando las alas de las mariposas o cortando en trocitos las lombrices que encontraba cavando en el jardín. De eso soy testigo porque, aprovechando que éramos vecinos, desde el patio de mi casa, poniéndome en puntas de pie, yo alcanzaba a ver sus fechorías por encima del tapial que dividía nuestras viviendas. Para esta última actividad encontró más tarde, atravesada ya la edad de los seis años, una buena excusa, es carnada para ir a pescar al arroyo, decía. Y es verdad que había un arroyo a pocas cuadras, y es verdad que las tardes de verano él iba con su cañita de pescar y se sentaba a la orilla de aquel roñoso curso de agua a veces toda la tarde. Claro que a los moncholitos que pescaba, ya casi asfixiados a causa de esa agua corrompida, no los devolvía al caudal, casi siempre mínimo, del arroyo ni los comía, los ponía al sol fijados a un lienzo con alfileres, y, una vez secos y rígidos, los prendía con tachuelas en el tablero de corcho que le había regalado su tío Rodolfo para ayudarlo en los estudios pero que él había colgado en una pared de su dormitorio sin usarlo nunca para estudiar. El mismo Rodolfo, en el bar de Charly, un día en que se le había ido la mano con la ginebra, fue el que nos contó sollozando cómo su sobrino había malversado el noble destino que él había previsto para su regalo.
Hoy muchos se preguntan qué seres monstruosos pudieron haber engendrado a aquel tierno pequeño y cómo es que se convirtió luego en ese ser lampiño de cara granujienta y ojos celestes opacos en los que a veces, cuando estaba a punto de cometer alguna crueldad, se encendía una luz recóndita y maligna, que se pavoneaba por nuestras calles presumiendo de su condición de estudiante de Ciencias Económicas. Dónde quedó aquel sonrosado querubín que tantas esperanzas concitó en sus parientes llegó a ser la pregunta que se paseaba de boca en boca por el pueblo. Pero esos seres no fueron monstruos, esos seres fueron, ni más ni menos, que lo que acostumbramos a llamar personas normales, seres de mentalidad pequeño burguesa con ideales ordinarios y modestas esperanzas de progreso para su hijito querido.
Yo tenía quince años cuando el Joaco (así le decíamos) nació. El azar de que mi familia fuera desde siempre vecina de la suya fue el que no sólo me colocó en posición privilegiada para ser testigo de sus maldades, sino que me hizo también heredar la amistosa relación que los Peinado tenían con mis padres. Yo fui, a mi pesar y empujado y acicateado por los mayores de ambas familias, una especie de tío para él. En ese plan me tocó una vez llevarlo a un festejo al que asistió casi todo el pueblo. La entidad organizadora era nada menos que La Hermandad del Riel, una benemérita asociación dedicada al recuerdo de las antiguas glorias del ferrocarril nacional. En esa ocasión iban a poner en marcha una vieja locomotora a vapor, nada menos que una Caprotti 1930, a la que ellos mantenían en excelentes condiciones y era el orgullo de la institución. Partiendo de la estación de trenes local, haría un recorrido ida y vuelta a un pueblo vecino. Fuimos de la mano con Joaquín, yo llevaba una escarapela en la solapa y una banderita plástica en una mano mientras que con la otra asía con fuerza, siempre temiendo que se me escapara y pudiera cometer alguna maldad, la manito izquierda de Joaquín que debía tener en ese entonces alrededor de ocho años. Con el brazo derecho él sostenía un gatito que le habían regalado apretándolo, tal vez en demasía, contra su pecho.
La locomotora arrastraba dos vagones en los que iban las fuerzas vivas locales y algunas personalidades del pueblo especialmente invitadas. Nosotros subimos al puente de hierro que unía ambos andenes con la idea de ver pasar a la locomotora por debajo. Recuerdo el fragor del motor, el olor a aceite, a grasa negra pegajosa y a metal impaciente, el vapor nublando el aire, el silbato ensordecedor previo a la partida y el rumor festivo y cargado de temor y asombro de la multitud que se apretujaba inquieta en el andén. Y cuando la máquina pasó por debajo del puente con la imponencia de un dragón que dejara escapar nubes de vapor por la nariz el suelo tembló, los hierros del puente rechinaron como si todos los tornillos fueran a dispararse como proyectiles de una ametralladora impiadosa y el vapor nos cegó haciéndonos lagrimear. Yo entonces agarré con más fuerza la mano de Joaquín. Y cuando el tren ya se alejaba arrastrando su penacho de humo grisáceo, nos miramos y en sus ojos creí ver aquel brillo recóndito que anunciaba alguna maldad ya cometida o por cometer. Pero quise pensar otra cosa y me dije que esa excitación que lo hacía temblar y ese brillo en los ojos respondía, al menos por una vez, al poco de miedo que podría haberle inspirado la experiencia vivida y no el impulso de avanzar en alguna iniquidad ni el recuerdo de una maldad ya cometída. Iniciamos el regreso y cuando estábamos a unos cincuenta metros de la estación me volví para mirarlo y vi que ya no tenía al gatito apretado contra su pecho. Y Tigrecito, pregunté. No sé, se me fue, se debe haber asustado, y amagó con secarse una lágrima. No le creí. Imaginé al pobre gato arrollado al paso de la locomotora o cayendo dentro de la chimenea que, imagino, llevaba a la caldera.
Años más tarde, adolescente ya, antes de mudarse a Rosario donde iba a instalarse para iniciar sus estudios universitarios, supe de su última maldad. No sé cómo fue capaz de atrapar una golondrina, la encerró en una jaula impidiéndole partir en la migración con la bandada, la golondrina murió estrellándose contra los barrotes tratando de escapar.
Su época de estudiante es un capítulo aparte. Nunca lo había visto tan exultante. Solía visitarme para hablar de los avatares de su militancia en una agrupación de derecha. Fue un activo y exitoso militante, tanto que llegó primero a jefe de su agrupación y luego a presidente del Centro de Estudiantes. Como se imaginarán ahí no se detenía su ambición. Quería escalar a la política, ser concejal y luego intendente o diputado e incluso llegar a presidente de la nación. En esas visitas, cuando me hablaba de sus proyectos, yo alcanzaba a ver en sus ojos opacos aquella lucecita recóndita de la que ya les hablé.
Tiempo después, luego de la gran inundación, volvímos a encontrarnos. El arroyo que siempre había sido no más que un insignificante hilo de agua había crecido hasta la desmesura. Lo invité a ver el espectáculo desde el puente viejo, muy cerca de donde él solía pescar sus moncholitos. Estábamos mirando pasar la furiosa correntada que arrastraba palos, animales muertos, bolsas de plástico de todos los colores y hasta algún que otro automóvil. En un momento dado apoyé una mano en su espalda. Y lo empujé.