“¿Sabés cuál es tu problema? No querés a los tuyos”. Lo raro de esta frase –reclamo, sentencia o veredicto– es su contexto. Podría pensarse en lugares banales; un bar, un café, la puerta de cine, la cama matrimonial, incluso. Pero la frase con la que William Finnegan comienza el cuarto capítulo de su libro Años Salvajes está disparada en una escena que de tan extraña resulta idílica; dos jóvenes montados en sus tablas de surf, girando la cabeza cada tanto a la espera de que una leve ondulación en el océano se precipite en una ola perfecta, ellos puedan abandonar la charla –reclamos, sentencias o veredictos–, y ponerse de pie sobre sus tablas para perderse en un tubo de agua y espuma.

Cuando William Finnegan recibió ese extraño reclamo por parte de uno de sus tantos amigos del alma, era apenas un joven cumpliendo la mayoría de edad. No se había convertido, aún, en el periodista narrativo de largas y elegantes frases, con un enorme arsenal de vocabulario a la hora de encarar una subordinada o de construir un adjetivo. No había sido ubicado en el mapa del llamado (ay, las categorías) Nuevo Nuevo Periodismo narrativo norteamericano, que, junto a Jon Krakauer, Jonathan Harr, Ted Conover y Susan Orlean, entre otros, tomaron la posta de Tom Wolfe, Joan Didion, Gay Talese y John McPhee, y ampliaron el horizonte de la no-ficción durante la década de los noventa con novedosos y disímiles recursos narrativos.

Joyce Carol Oates definió su trabajo como “reportaje biográfico”. “Un híbrido de investigación y reporteo, análisis sociopolítico y narración en primera persona que avanza en tiempo presente” dijo Oates cuando reseñó Cold New World para The New York Times Review en 1994. Por aquellos años, Finnegan estuvo cuatro años conviviendo con familias en los distritos más pobres de Estados Unidos, entre skinheads, punks y familias negras.  El libro fue un fresco sobre la juventud y la pobreza en la era Clinton, una época  en donde parecía no haber pobres. No era, sin embargo, la primera vez que Finnegan escribía sobre juventudes perdidas o chicos de clases bajas. Durante 1980 trabajó como profesor de inglés en Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Abandonó sus ambiciones de convertirse en un escritor a lo James Joyce para abocarse finalmente al periodismo. De esa experiencia salió su primer libro de no ficción: Crossing the Line. Un retrato del modo de vida durante el Apartheid. Una crónica de hombre blanco en la comunidad negra. Un libro raro, mezcla de narrativa docente, diario íntimo y crónica policial. Fue un viraje en su carrera y comenzaba una larga y prolífica colaboración de Finnegan con The New Yorker; revista que lo tomó como periodista del staff permanente en 1987 y lo envió a cubrir la guerra de los Balcanes, los conflictos sociales y bélicos en Mozambique y nuevamente a Sudáfrica para atravesar el país con un grupo de periodistas negros que buscaban datos para periodistas blancos. 

De a poco, se especializó en política, problemas sociales y conflictos bélicos; se convirtió en un hombre serio. O, como lo definió Robert S. Boyton, “un especialista de lo inesperado”. Cubrió frentes de batalla y campañas presidenciales. Escribió artículos sobre macroeconomía y diferencias sociales. Hizo de la primera persona no solo un modo de narrar o de observar, sino de entender y crear empatía con su objeto de estudio, sin caer en el cinismo distante o el flirteo intelectual por la descripción de lo real. Sin embargo, parafraseando a Joyce Carol Oates, ¿dónde anudaba lo biográfico y donde despegaba el reportaje? ¿Cuánto de biográfico puede tener una entrevista? ¿Y por qué seguía resonando en su cabeza aquel reclamo de su viejo amigo? 

Era obvio: Finnegan había escrito sobre toda clase temas y aún esquivaba escribir sobre los “suyos”. Después de darle vueltas y más vueltas al asunto, decidió entrevistar a la persona que había puesto como observador de los movimientos sociales más importantes de fin de siglo: a él mismo. Y lo que tenía para decir no estaba relacionado con política exterior o guerras civiles, sino con una de las obsesiones más viejas del mundo: ¿cuál es el encanto mesiánico de caminar arriba del agua como un Cristo en una tabla?

Finnegan en la playa.

El surfista interior

La primera vez que escribió sobre surf fue un perfil que propuso para The New Yorker. Hacía unos pocos años que se había instalado en la costa oeste de Estados Unidos, después de estar un año en Sudáfrica y varios vagando por el mundo. Tenía 31 años y de a poco empezaba a escribir periodismo, a mandar sumarios a revistas, a hacer el típico trabajo de hormiga que todo aspirante hace cuando intenta ver su nombre publicado en papel. Su intención era escribir sobre la escena del surf en 1980, sobre San Francisco y sus playas. Eran temáticas que lo tocaban de cerca pero no le parecían lo suficientemente serias como para un artículo extenso. A los editores de la revista, en cambio, sí les resultó una buena idea. Si John McPhee escribía perfiles sobre tenistas ignotos o catadores de jugos de naranja, ¿por qué no haría lo mismo con un surfista?

Tenía al personaje: Mark Renneker. Mito cerrado de las costas de Ocean Beach, California.  Un surfista con una personalidad carismática y avasallante, que, dentro de la acotada comunidad de San Francisco, ostentaba una amplia reputación en olas grandes. Mark era médico. Se había especializado como oncólogo para encontrarle una cura al cáncer de su padre. El cáncer no fue tal, y Mark continuó con sus estudios mientras buscaba olas en las playas del sur de San Francisco. Finnegan tuvo problemas con el perfil. No podía encontrar el tono, ni la forma. Temía que sus nuevos colegas de The New Yorker se rieran de él, o no lo tomaran tan en serio cuando lanzara sus ideas irreverentes y latinoamericanistas sobre política. Finnegan se pasó de rosca. Su perfil se convirtió en una bola de nieve que tomó dimensiones irreverentes durante siete años. Mientras tanto, surfeó con él olas de cuatro metros, estuvo a punto de perder la vida en dos oportunidades, sufrió lesiones y alegrías, le sacó diversas fotos desde la orilla antes de que el tubo se lo tragara, se apegó a su colega, Edwin, un argentino que vivía en California y había aprendido a surfear con una puerta como tabla. 

Durante esos siete años, Mark se convirtió para Finnegan en un capitán Ahab tras la huella desesperada de la ola metafísica. Un evangelista del mar, desquiciado y apacible, de voz tranquila y frases elocuentes, obsesionado día y noche por el oleaje, que había estudiado durante toda su vida el mismo punto; un hombre tan obsesionado con las olas que, en toda su vida, había estado apenas tres días sin surfear. Finnegan conocía a los de su estirpe: él mismo había sido uno de ellos. Mark no podía creer que un joven de apenas treinta años quisiera dejar atrás su pasado como surfista, ¿no había vivido gran parte de su pre adolescencia y adolescencia en las costas de Hawai, arriba de una tabla? ¿No había viajado por islas del sur del Pacífico buscando olas y playas secretas, ocultas en los pliegues de los mapas? ¿No había estado un año entero en Australia estudiando la costa que va desde Sydney hasta los mares del norte, atravesando el desierto interior de la Isla Continente, conocido como El País de la Suerte? ¿No se había ido a Tailandia, al sudeste asiático durante varios meses, en un velero? ¿No había dormido a la intemperie, en carpas, en playas llenas de víboras, andado en barcos por mares llenos de tiburones blancos? ¿No había sido él su propio Ahab buscando la trascendencia en una ola?  

Finnegan estiró tanto el perfil de Mark que terminó siendo una novela breve. Publicada en dos partes en 1992: Chasing Doc supuso para Finnegan una reconciliación con su alter ego y una, como la denominó él mismo, “salida del closet” como surfista. Tenía miedo que su amigo se enojara; no se enojó pero tampoco le pareció bueno el texto. Las intuiciones de Finnegan habían sido erróneas: a nadie le importó que su pasado como fanático religioso de las olas supusiera una falta de credibilidad para su faceta como analista político y escritor renombrado de non-fiction. Sí operó como un cambio para su vida personal: abandonó la costa, se mudó a Nueva York e intuyó que, quizás, escribir sobre surf no era tan mala idea. Quizás tenía algo más que decir sobre el tema.

Finnegan hoy.

Flujo y reflujo

Faltarían por lo menos veinte años para que Finnegan se sentara a escribir sus memorias surfistas, por las que obtendría el Premio Pulitzer en 2015. Como toda biografía, Años Salvajes (que en inglés es Barbarian Years, un título un poco más preciso, y que refiere a una cita rarísima de Edward St. Aubyn) comienza, por supuesto, durante la infancia. Hijo de dos productores de cine, los Finnegan se mudaron desde California hasta Hawái cuando el joven William tenía 13 años. El bicho del surf había inoculado su bacteria en las playas espumosas y salitres del Pacífico. Viajar a Honolulu y establecerse allá parecía el sueño del pibe; costas paradisíacas, mar cristalino, olas perfectas. Al llegar, sin embargo, William tuvo que hacerse un lugar a las piñas en un grupo multiétnico y cultural, donde los blancos (haoles) no eran mayoría entre portugueses, japoneses, coreanos, samoanos, filipinos y, por supuesto, los nativos, que muy poco querían a los americanos. Son largos los pasajes narrados en un torrente de acciones, donde Finnegan se detienen en su viejos compañeros de infancia: los amigos con quienes fue tejiendo códigos de surfistas, aprendió a ponerse de pie sobre el agua y generar fetiches por las diversas tablas. Años después, cuando cumpliera la mayoría de edad y los padres de Finnegan regresaran a Estados Unidos con la promesa de un trabajo más o menos fijo en California, William volvería a Hawái a los 18 años, arrastraría a su primera novia a las islas volcánicas ocupadas por americanos (después la arrastraría en un viaje desaforado por Europa hasta la costa de Odessa con apenas 17 años) y trabajaría en una librería a medio turno. El resto del tiempo lo pasaría arriba de su tabla o leyendo libros.

En las largas ruedas de prensa que hizo para presentar sus memorias como surfista,  remarcó que la temática de su libro, o al menos, su conflicto residía en cómo unir dos mundos que en principio parecen irreconciliables: la escritura y el surf. A simple vista, el primero supone un mundo de encierro, una batalla intelectual con ideas y lecturas, tradiciones y experimentaciones literarias. El segundo es físico: exposición al sol, peleas con el agua, largas horas de anulación mental para alcanzar el sartori de un tubo perfecto. Pero para Finnegan el surf representaba otra cosa. Nacido en 1952, su derrotero fue producto de su época, en donde el Surf cobró una relevancia cultural icónica. La vida en la playa se estableció como un estandarte opuesto a la vida de oficina; la típica vida burguesa de los 50. Vivió Woodstock (aunque desde el Greenwich en un viaje que resultó su primera odisea), atravesó de costa a costa Estados Unidos arriba de un tren leyendo a Kerouac, fue operario ferroviario (el mismo trabajo que hizo Neal Cassidy) y abrazó la cultura lisérgica del primer hippismo, a tal punto de surfear varias olas empepado. Había una aparente igualdad de clases en el surf. Lector primerizo y salvaje de Karl Marx, Claude Levi Strauss y James Joyce, Finnegan completó su formación intelectual en la arena, bajo el sol, cuando no estaba persiguiendo olas. Si bien obtuvo sus credenciales universitarias que le facilitarían un acceso a la docencia primero y a la revista más prestigiosa de la Gran Manzana, años después, sus memorias se leen como el costado B, o bien, la versión playera de En el camino de Kerouac. 

Relato de iniciación, sí, pero también de aprendizaje literario, si el surf busca capturar en un instante breve y efímero (el parpadeo de una ola), una experiencia intensa y casi intraducible en el medio de una inmensidad oceánica inabarcable, la escritura para Finnegan suponía lo contrario; acotar el mundo, y si bien maneja cientos de variables para denominar a las olas, como si fuera un esquimal hablando del color de la nieve, la escritura choca contra su propio horizonte. Por eso, a los 25 años y con su amigo Bryan de Salvatore (también aspirante a escritor y surfista) buscaron ampliar ese horizonte con experiencia y se lanzaron en la búsqueda de la ola perfecta aunque improbable, derrotero que ocupó seis años de su vida, desde las islas Fiji, pasando por Samoa, Tailandia, Australia, Nueva Zelanda, de ahí a Hong Kong, el sudeste asiático y el sur de África: “Los surfistas persiguen el fetiche de la perfección” señala en un pasaje donde Finnegan  y Salvatore logran llegar a una playa secreta en Samoa, “la ola perfecta no existe. No son objetos estáticos de la naturaleza, como las rosas o los diamantes. Son hechos fugaces y violentos que se producen al final de una larga cadena de acciones provocadas por las tormentas y reacciones marinas. Incluso las rompientes más simétricas tiene sus manías y un carácter completamente autóctono que cambia con cada alternación de las mareas, el viento o el mar de fondo. Y los mejores días en los mejores picos tienen un cierto aire platónico, ya que encarnan el modelo de lo que los surfistas anhelan que sean las olas. Pero ese comienzo también significa el final de todo”.

¿Qué queda, entonces, cuando esa búsqueda insaciable va llegando a su fin? Como la mencionada Moby Dick, o mejor, El Gran Gatsby de Fitzgerald, Años Salvajes es un canto a la juventud perdida, a los amores truncos, las amistades fugaces en la ruta, los viajes a dedo; cuando la mutación de las fibras jóvenes y los músculos tirantes no han desencadenado aún la degradación física en un cuerpo con pocas energías para batallar contras las olas y más ganas de quedarse en la costa tomando un aperitivo. Los amores que Finnegan gana y (muchas veces) pierde en la playa, los personajes que se cruza a lo largo de su viaje por el mundo, los amigos que surgen en el agua, esas comunidades flotantes en donde está mal visto celebrar un tubo bien hecho, o montar en la ola de otro es asimilado más que un insulto a un pecado, reaparecen más viejos, aburguesados, con más o menos plata, llenos de canas o pelados, avinagrados y recelosos por aquellos que abandonaron la práctica como rehabilitados de drogas, cuando la vida de Finnegan va llegando lenta e inexorablemente a los sesenta años. Y, si bien, siempre se las manejó para encontrar playas (Brasil supuso un destino de adultez), aún cuando su vida transcurriera en Nueva York, y las olas de Coney Island obviamente no lo satisficieran en lo más mínimo, su relato logra esa comunión, ese sabor agridulce más tirando a salado que queda cuando una ola descarnada lo lanza sin piedad contra las rocas o una cadena de corales, y, movido por una fe mística, se lanza con su tabla otra vez contra las olas buscando una experiencia renovadora, una nueva anécdota, o más simple, un nuevo modo de narrar lo que se deshace cuando el agua se escurre en la arena.