La que sea. De donde sea. Sopa, siempre sopa. De cebollas, cocinadas con manteca a fuego bajo hasta que se deshacen. De pollo, con esa capa de schmalz, de grasa, flotando por encima. El caldo de un buen puchero servido con fideítos munición, difícil que haya algo más rico en el mundo. Una parihuela peruana, con el pescado entero, la cabeza y las espinas, ese colágeno que hace tan bien, como mirar el mar. El ramen japonés, la panceta de cerdo, el caldo lechoso, el huevo ni sólido ni líquido.

A fines de los años noventa renuncié a mi trabajo en Argentina y con mis ahorros compré un pasaje a Londres. Tenía 25 años, mucho resentimiento, autocompasión y ninguna idea de futuro. Me contrataron en un cyber café de nombre italiano, cerca de la estación de tren Victoria, para que ayudara a los clientes en el uso de internet, aún una novedad. Pasaba ahí seis horas por día; el resto del tiempo caminaba por los parques y me emborrachaba en los pubs, con la esperanza de que sucediera algo. En Londres, la cocina asiática era y sigue siendo común, una cocina de inmigrantes. Una noche, en un restaurante tailandés, probé una sopa, la tom kha gai, con pollo, galangal, cilantro, leche de coco, gírgolas, salsa de pescado, ají picante, azúcar mascabo y jugo de limón verde. Tomé un sorbo y quedé atónito: no entendía los sabores en mi boca. Esa superposición de dulce, ácido, salado, picante, herbal. Como un perfume, como unas flores, como un mundo lisérgico que no conocía. Esa sopa era lo opuesto a las comidas de mi infancia, a mi tradición de cocinas llegadas del centro de Europa: la papa, la cebolla, la crema, la manteca. Habrá sido eso, arriesgo, mi necesidad imperiosa de oponerme a lo que había dejado atrás. Esa noche, por esa sopa, me enamoré de la gastronomía. Esa noche, por esa sopa, empecé otra vida.

(Ilustración: Agustina Ramos)

TORTILLA DE PAPA

Por años, viví engañado. Por años comí en Argentina pésimas tortillas de papa creyendo que eran así, que debían ser así. Pero vivía engañado, rezándole a un Dios que no existe. Más tarde, en un viaje a Betanzos, en Galicia, descubrí la verdad. Y hoy vengo, generoso, con el Evangelio bajo el brazo, para compartirla con ustedes. La receta no es idéntica a la de Betanzos, porque acá somos así, un poco rebeldes, pero se le parece. La papa se corta en rodajas finas y se cocina en abundante aceite a fuego medio. Es ideal uno de oliva suave, pero quién pudiera; yo uso girasol. Me gusta que la papa se dore un poco, sin exagerar, la doy vuelta cada tanto, dejo que se rompa. Mientras, casco los huevos en un bol, la relación es de uno cada 100 gramos de papa pelada. Los bato con una cuchara, no demasiado, evitando hacer burbujas, les agrego sal. Cuando las papas están listas, algunas crujientes, otras blandas, las cuelo y coloco en el mismo bol. Lo más importante: dejar descansar esa mezcla por cinco minutos, hasta que el todo sea más que las partes. Recién entonces, en una sartén –uso antiadherente– del tamaño adecuado –la de 20 centímetros para unos 400 a 500 gramos de papa, la de 24 para 600 a 800 gramos– vierto un poco de aceite y ahí mismo echo la mezcla de papa y huevo. Revuelvo unos segundos, bajo el fuego al mínimo, espero un minuto y medio, la doy vuelta con ayuda de un plato, apenas otro minuto, listo. A comer. Una fina capa de huevo cocido por fuera, la mezcla cremosa por dentro, húmeda pero no cruda.

No vengan con boludeces. Que le falta cebolla, que el chorizo colorado, que la papa frita, que es demasiado huevo, que una tortilla debe ser más alta, más líquida, más cocida. Estoy bajando del monte con la palabra de Dios escrita en piedra. Sean humildes: escuchen, callen y obedezcan.

(Ilustración: Agustina Ramos)

PICANTES

Entonces, como te decía, yo era chico, tenía siete u ocho años, estaba en Tao Tao, el restaurante chino que sigue estando ahí mismo, en la Avenida Cabildo. Agarré el pollo frito y lo embadurné con salsa, era roja, yo pensaba que era la agridulce, la que usaba siempre, pero no, era una de aceite con ajíes picantes, y le puse una cucharada entera de ese aceite por encima del pollo, sin mirar, sin pensar. Lo metí en mi boca y, no lo olvido más, hubo como dos segundos de pausa, y ahí el ardor, la lengua, los labios, los ojos llenos de lágrimas, una locura. No sabía qué estaba pasando, hasta dónde podía llegar ese dolor, me asusté, pero también, cómo lo explico, me encantó. Quería gritar, salir a calle, estaba eufórico, aterrado y feliz, todo junto. Era un nene, sabía que había cruzado un umbral, no sé, mis padres jamás me hubieran dejado ponerle esa salsa picante al plato, fue un accidente, nadie se dio cuenta, yo no me di cuenta, hasta que era tarde, y fue una suerte, porque ese día, de pronto, me sentí grande, poderoso, ese día, y ya para siempre, me enamoré del picante.

Portada del libro editado por Vinilo

Estos textos forman parte de Menú del día, que acaba de publicar la editorial Vinilo. Las ilustraciones son de Agustina Ramos, y forman parte del libro.