Nadie que vea una foto del living de Mauricio Kartun tomada durante esta mañana fresca de septiembre en Villa Crespo podría adivinar con precisión su fecha. Todo lo que alcanza a verse en un paneo rápido por el ambiente –el mobiliario de madera, el ventilador de techo, los cuadros, los objetos que se multiplican de a cientos en los estantes de la biblioteca– parece contener alguna historia que comenzó a escribirse unas cuantas décadas atrás. Habría que hacer un zoom profundo a los libros apoyados en la mesa ratona para encontrar alguna novedad editorial y verificar que la imagen corresponde, efectivamente, a la actualidad.
Es evidente que esta ambigüedad temporal no se explica solamente por el hecho de que Kartun tiene un gusto por las cosas de antes. El director y dramaturgo parece haber armado junto a Mónica, su mujer hace más de cincuenta años, una casa que funciona como una suerte de archivo vivo, un pequeño museo afectivo donde conviven, al alcance de la mano, muchas de las obsesiones que alimentan su imaginario artístico: los resabios de la Buenos Aires de mil novecientos y pico, algunas devociones populares, los recuerdos del circo y el teatro popular que dieron origen a la historia de las artes escénicas de esta ciudad.
Ni siquiera un smartphone tirado accidentalmente por ahí rompe la estética sigloventista: Kartun jamás tuvo uno. Dice que no sabe usarlos, y que hace papelones si alguien le pide que saque una foto; que nunca sabe bien qué botón tocar. Quien quiera comunicarse con él debe llamar a su casa. Si está y puede, Kartun atiende el teléfono. También usa el correo electrónico, otro medio que considera sano en la interacción que propone con los demás: nadie que envíe un e-mail espera respuesta inmediata. No siente que le falte algo por no tener un dispositivo móvil que lo acompañe a todos lados.
“Cualquier pasatiempo suponía, décadas atrás, una dedicación espacial, una concentración; incluso para hacer un crucigrama tenías que estar sentado, medianamente concentrado. Hoy, ese momento de ocio pasó a ser reemplazado por un aparato que no te abandona nunca, que podés usar en cualquier momento y lugar. Y, si no tenés desembarco, el día se te puede pasar remando el celu”, dice Kartun, que hace más de medio siglo logra dedicar atención casi plena a un oficio que hace mucho también comenzó como un pasatiempo: escribir obras de teatro. Obras que lo convirtieron en uno de los grandes dramaturgos argentinos vivos, desde los primeros títulos llevados a escena por reconocidos directores en los ’80 –Civilización ¿o barbarie?, Chau Misterix, Pericones, El partener, Sacco y Vanzetti–, Kartun fue construyendo un teatro argentinísimo, de fábulas plebeyas y lenguaje afilado, donde casi siempre los mitos y arquetipos de la literatura universal encarnan en personajes nacionales de diversas épocas. Bastante tiempo después –recién en 2003, recién a los 57– a Kartun se le dio por dirigir sus propios textos. Desde entonces, combinó los dos roles en unas cuantas obras estrenadas, en su mayoría, en el teatro San Martín: La Madonnita, El niño argentino, Ala de criados, Salomé de chacra, Terrenal y La vis cómica.
DE UNA LECTURA A OTRA
Fue justamente en la época de sus inicios como director que Kartun empezó a pergeñar Baco polaco, el trabajo que, veintidós años después de ese primer chispazo, estrenará el próximo jueves en el Teatro Sarmiento. El elenco de La Madonnita (Manuel Vicente, Verónica Piaggio, Roberto Castro), estaba sumido en esa euforia que dan los proyectos cuando funcionan bien, y sus integrantes tenían ganas de seguir trabajando en equipo. Por esos días, leyeron una convocatoria de Fundación Konex que proponía llevar a escena textos griegos desde una mirada contemporánea; Kartun pensó en participar del concurso y abrió, como tantas veces, su mapa de clásicos personales para entrar en tema, ver hacia dónde lo llevaban. Releyó al crítico Jan Kott, que en El manjar de los dioses analiza las tragedias griegas y, como en muchos otros trabajos de investigación, busca pensar qué hay de actual en los textos que una y otra vez, a lo largo de los siglos, seguimos yendo a ver al teatro.
Como sucede siempre con las buenas lecturas, ese libro lo llevó a otro. De todas las obras que mencionaba Kott, Kartun se entusiasmó especialmente con Las bacantes y empezó a bocetar un texto inspirado en la tragedia de Eurípides pensado para el elenco de La Madonnita. Pulió una primera versión, la envió, cruzó los dedos. El proyecto, finalmente, no fue elegido. Pero, cada tanto, Kartun regresaba a él, lo releía, se decidía a cambiarle algo: una escena abría otra, un personaje pedía crecer, una imagen disparaba alguna acción que no se le había ocurrido hasta entonces. “Este es, posiblemente, el material con más cambios de todos lo que escribí”, repasa. “Y no porque no me convenciera, sino porque constantemente, durante la escritura, se abrían nuevas puertas”.
Lo que permaneció como elemento central del relato en cada una de sus versiones es un objeto de hace casi un siglo, una joya dentro de la colección de tesoros de Kartun: una vitrola de los años treinta. Pensar una versión argentina de Las bacantes con un gramófono en medio de la escena fue la punta del ovillo ficcional: ¿y si las bacanales de estas bacantes pampeanas sonara al ritmo de la música que se escuchaba gracias a esos antecesores del tocadiscos? Ese antojo lo llevó a investigar diversos personajes arquetípicos de las primeras décadas del XX, para situar en la obra alguno que se vinculara con la música de forma directa o indirecta.
Recordó entonces uno simpatiquísimo con el que se había cruzado en el libro Tango judío (del ghetto a la milonga), de Julio Nudler: la vitrolera, una muchacha guapa que tenía como oficio pasar música en los “cafés de caballeros”. Una suerte de sirena que en vez de cantar seleccionaba temas, una DJ en territorio varonero. Ellos, además de disfrutar de los ritmos elegidos por la muchacha, se deleitaban con su belleza. En Baco polaco, entonces, la protagonista es Reina Esther, una vitrolerita que se pasea de pueblo en pueblo, en algún lugar de la llanura pampeana, creando orgías con los ocho discos de pasta que heredó de su madre, una prostituta polaca. Los gauchos, descontrolados, bailan al ritmo de los sonidos que les propone este personaje casi legendario. Esther va a todos lados acompañada por Sarita, su hermana y por Silenio, su representante. También va junto a ellos un chico con una discapacidad mental que hace las veces de asistente. Ese chico es nada menos que el dios Dionisio, que por razones que el espectador descubrirá a lo largo de la obra, se fue transformando en un opa, ese personaje recurrente de la gauchesca.
En la tragedia de Eurípides que inspiró las criaturas de Kartun, Dionisio –dios del vino, de la fiesta y del teatro– es el personaje central que echa a andar la trama. Al comienzo de la obra llega a Tebas para exigir reconocimiento, pero el joven rey Penteo le niega tratos divinos y prohíbe los ritos que le rinden culto. El conflicto que se dirime es, por trazarlo de modo esquemático, el del orden versus el desborde, la ley de la ciudad contra el trance del monte. Las bacantes del título adoran a Dionisio y le rinden culto en ritos que pueden llevarlas hasta el trance. Dionisio lleva a Penteo, vestido de mujer, a espiar el ritual de las bacantes y ahí mismo, en el Citerón, su visión se vuelve castigo: Agave, su madre, lo confunde con un león y lo descuartiza en pleno furor báquico. Cuando el hechizo se diluye, el saldo es un filicidio y la certeza de que lo dionisíaco no se puede extirpar de este mundo sin consecuencias.
DE UNA SALA A OTRA
Ya se dijo que Kartun es experto en crear historias enlazando mitos universales con el imaginario argentino. Por caso, lo hizo en Salomé de chacra, trasplantando el episodio bíblico de Salomé y Herodes a la pampa, y en Terrenal, donde puso a dialogar a un Caín y un Abel en clave de conurbano y antaño. Con los griegos ya se había metido alguna vez, en Salto al cielo, un texto inspirado en Las aves de Aristófanes que dirigió Villanueva Cosse. Cuando el año pasado, finalmente, decidió montar Baco polaco para volver una vez más a lo helénico, llevó la propuesta a la Escuela Municipal de Artes Dramático (EMAD), donde había dado clases durante muchísimos años.
Le entusiasmaba la idea de comenzar un proceso de investigación con exalumnos a los que había “visto y fichado” en sucesivos trabajos y muestras de fin de cursada. La escuela puso a disposición toda la ayuda que hacía falta para que el proyecto echara a rodar y lo ayudó a terminar de armar equipo: finalmente, no solo el elenco –que naturalmente cambió respecto de aquel para el cual había sido escrito el texto–, también la asistencia de dirección, el vestuario, la escenografía, el diseño de movimiento y la iluminación están a cargo de egresados de la escuela, como un testimonio de todos los perfiles profesionales que la institución –y por extensión, la educación pública de esta ciudad– es capaz de dar.
Una vez que tuvo reunido al equipo, Kartun le anunció que esta versión criolla de Las bacantes sería un trabajo de experimentación a estrenar, eventualmente, en alguna sala de la ciudad de Buenos Aires; no le importaba demasiado, todavía, definir en cuál ni cuándo: sentía que necesitaba armar un equipo dispuesto a la experimentación, capaz de dedicarle muchas horas a probar tonos y escenas “con una garantía relativa de llegar a algún puerto”.
Pero el Complejo Teatral de Buenos Aires se enteró del proyecto y mucho antes de lo previsto le impuso un cauce. Hasta ahora, siempre que había trabajado ahí, Kartun lo había hecho para estrenar en la Cunill Cabanellas, la sala más pequeña del San Martín. No es que lo considere el mejor o el más atractivo, pero ese escenario que no estaba destinado a serlo es el que más le gusta por muchos motivos. Algunos se remontan a la época en que él –pésimo alumno, repetidor serial– trataba de terminar la escuela secundaria. Sus padres hicieron un último intento y lo anotaron en un instituto de apoyo para preparar las materias que pendían de un hilo. Esas clases fueron su llave para salir de su barrio, San Martín, y recalar en el centro.
El joven Kartun descubrió el placer de recorrer una librería, y otra, y otra inmediatamente después; se dejó atrapar por el imán de las mesas de saldo y, sobre todo, comprendió la magia de las ciudades: ahí donde hay mucha gente junta también hay mucha literatura, muchos cines, mucho teatro. Empezó a hacerse la rata también del instituto de apoyo escolar, y encontró refugio en la Cunill, que todavía no se llamaba la Cunill ni existía como sala: ahí, en el subsuelo del teatro, casi tocando las vías del subte, funcionaba la confitería que muchísimo tiempo después primero terminaría convirtiéndose en la casa de La Madonnita, y más tarde de otras obras más. Pero esta vez, para este nuevo estreno, la Cunill no estaba disponible, y la dirección del CTBA le ofreció el Teatro Sarmiento. Kartun lo pensó. No estaba del todo seguro del cambio. Finalmente dijo que sí, y el proyecto que había empezado a escribir más de veinte años atrás tuvo entonces lugar y fecha de estreno.
FALLAR MEJOR
No es la primera vez que entre la idea y su materialización a Kartun se le cuelan algunas décadas y unos cuantos desvíos. Antes de convertirse en dramaturgo y maestro de muchísimas generaciones, Kartun fue un veinteañero que, además de batallar con el secundario a los ponchazos y a destiempo, escribía cuentos. Siempre que podía, le llevaba sus textos a Hugo Loiacono, el editor de un diario zonal de San Martín. Después de leer uno de sus últimos intentos, Loiacono le hizo una devolución tajante: “Tus diálogos son flojos, suenan muy artificiales”. Le aconsejó escribir teatro para ejercitar las voces, como quien aconseja ir al gimnasio a fortalecer un músculo puntual. Durante alguna de esas caminatas por la calle Corrientes para llegar al instituto de apoyo escolar, Kartun vio el cartel publicitario de un curso de dramaturgia que ofrecía Nuevo Teatro y se anotó. La pequeña bifurcación rápidamente desembocó en una autopista: se dio cuenta casi de inmediato de que “en el mundo del teatro” había un lugar para él, empezó a conocer gente que lo entusiasmaba, empezó a formar parte de la asociación de estudiantes de teatro. Casi todos sus compañeros querían ser actores o directores, él era el único que soñaba con ser dramaturgo. En la asociación no solo encontró un espacio de militancia, sino que dio con amores, amigos y una demanda: algunos grupos empezaron a pedirle que escribiera textos para llevar a escena y él aceptó el desafío. Lo demás es historia.
Recién durante la pandemia, mientras todo el mundo de las artes escénicas se preguntaba si alguna vez volvería a existir el teatro tal como lo habíamos conocido, Kartun volvió a probarse con la narrativa. En ese momento fuera del tiempo nacieron dos libros editados recientemente por Alfaguara: la novela Salo solo, el patrullero del amor (2024) y Dolores 10 minutos, una antología de cuentos publicada este año. Casi ninguno de los relatos que conforman Dolores fue pensado inicialmente como un cuento. La mayoría es una deriva –otra vez– de potenciales obras cuyo autor, en algún momento, entendió que no iban a ser y podían transformarse tranquilamente en otra cosa, aunque hubieran sido fantaseados alguna vez como hecho performático, para ser dichos por cuerpos en un espacio.
–Tu método de trabajo parece partir de la premisa que entre lo que uno quiere hacer y lo que finalmente hace, muchas veces existe un espacio ineludible y, sobre todo, mucho tiempo.
–Bueno, por empezar, yo creo que no existe “dirigir bien” ni “escribir bien”: existe crear como se puede, corregir mucho, saber descartar. El arte es de los pocos oficios donde el error y la corrección son parte energética, y hasta feliz, del proceso. Si uno no aprende a vincularse con el error y fortalecer la paciencia, es difícil que pueda avanzar en su disciplina. Creo que el 99% de los artistas que abandonan lo hacen porque no terminan de amigarse con la idea de equivocarse, de dar vueltas, transformar los materiales en proceso y esperar hasta que llegue, por fin, el momento adecuado para ellos.
Baco polaco se podrá ver de jueves a domingo, a las 20, en el Teatro Sarmiento, Av. Sarmiento 2715. Desde el jueves 25.