Era el día franco de mi marido y estábamos de paseo. Hacía mucho que no íbamos así por la ciudad, al tuntún, entre los puestos de la feria. Me gustaba detenerme en el retablillo improvisado por el titiritero: el títere era un borrachín que se aferraba a un farol para no caer y gesticulaba las palabras de un tango que sonaba. Casi siempre un tango de Gardel. Cuando acababa de sonar el tango, el tipo pasaba un sombrero y la gente ponía monedas, billetes; más billetes que monedas si debíamos ser justos con el titiritero, porque estábamos en un tiempo de mucha inflación y las monedas ya no valían nada. Fue ahí cuando lo ví, sacando un billete de su billetera y poniéndolo dentro del sombrero. Era un billete azul. Miré hacia él para hacerle una seña, pero no me vio. Era mi amigo Omar, vivía en otra ciudad y estaba de paso. Hace tiempo que no sabía nada de él; éramos amigos en Facebook pero yo no lo tenía visible: con el asunto de las elecciones del año pasado, él se dedicó fervorosamente a defender al partido que se iba y a defenestrar a los que venían. Leer cada mañana las diatribas de la gente enconada con el nuevo gobierno y para el cual la culpa de todo son los gobiernos y no las personas, me deprimía. Pellizqué a mi marido y le señalé: “Aquel es mi amigo Omar, del que te hablé. Acompañame a saludarlo”.
Iba hacia el parque; estábamos a sólo una cuadra de la plaza con el antiguo aljibe. Apuré mi paso mientras le decía que a él le gustaría mucho conocer a mi amigo Omar. Sabía ponchazos de cine y de actores europeos de los que ya nadie habla. Mi amigo lo sabía todo sobre esos actores. Éramos más amigos en otro tiempo, en el pasado. En realidad, él era amigo de mi primer marido y juntos tenían una pequeña empresa de cine. No era que hicieran películas, de esas que se exhiben en el cine, sino que filmaban documentales, o avisos para la televisión.
Pasan tantas cosas en la vida de una persona, épocas, eras, glaciaciones.
Conocí a otro hombre y dejé a mi marido. Por supuesto, Omar era amigo suyo, así que dejó de hablarme. Sólo me envió un correo diciéndome que seguro yo esperaba que este hombre nuevo se convirtiera en mi marido y me mantuviera económicamente. Las palabras de Omar, no obstante, fueron palabras fuertes y denotaban una agresión; yo había dejado de estar enamorada de mi primer marido, y también él de mí. Claro que yo había dado el primer paso y eso tenía un costo social, por aquel entonces: no puede explicarse el desamor a los amigos y parientes de uno. El desamor es el precipicio que nadie quiere cruzar ni aun en pensamiento. Igual, el romance con este nuevo hombre fue muy breve y no pasó a mayores; yo me fui de la ciudad a la ciudad en la que vivo ahora y empecé otra era geológica de mi vida. Corté todo tipo de relación con mi primer marido y sus amistades, ya no supe de ellos.
Firmé el divorcio sin necesidad de ver a mi marido.
Así lo había arreglado él con un abogado.
Al tiempo supe que Omar y él habían roto la amistad: primero había sido una discusión sobre Werner Herzog. Un poco después, cuando las Torres Gemelas fueron destruidas por el atentado terrorista, Omar se mostró alegre porque creyó que con las torres caería el sistema capitalista que tanto daño hacía a la humanidad. Mi ahora exmarido, le criticó su actitud, los terroristas no eran otra cosa que criminales. La relación entre ambos se tensó y finalizó cuando la hermana de Omar -o tal vez fuera la novia- falleció de cáncer de mama y mi exmarido no fue al entierro.
“Nunca voy a perdonarle esa traición”, me escribió por MP al Facebook.
Nuestros chats por Facebook fueron apenas un saludo y un emoji y dos veces un poco más extensos. Yo le hablaba de la carrera que piensan seguir mis hijos. Tengo dos hijos y ninguno está interesado en el cine; Omar no tiene hijos, milita en un partido de izquierda, compró una casa con un árbol de paltas en el fondo. Suele comer paltas en el verano, quiere viajar a Jerusalén a conocer a Shura, una mujer que le escribe y con la que conversan por Skype y de quien está muy enamorado. Hasta tienen proyecto de casarse y vivir en alguno de los dos países, aquí o Israel.
Después lo perdí de vista; ya dije, las elecciones presidenciales me hicieron bloquear todo aquello que, cuando abría mi computadora por la mañana, me hacía daño.
Mi marido me indicó que Omar había doblado la calle.
Era Finocchieto, donde hay un hotel muy modesto que se llama Tánger.
No es lejos de mi casa.
Omar había desaparecido en el Hotel Tánger.
Mi marido me dijo que no veía bien que fuéramos a tocar la puerta del hotel. No era hora y no estábamos invitados. Yo le dije que a Omar le agradaría y que le gustaría mucho conocerlo. Le había hablado de él, en las dos conversaciones de Facebook. Mi marido es actor vocacional y sabe también de artistas de cine y de teatro. Seguro hubieran podido mantener una charla interesante. Mi marido accedió.
Golpeé a la puerta del hotel y salió una señora, con un pañuelo de colores atado a la cabeza. Tenía una dentadura blanca y un diente con una funda de oro. Le pregunté por el hombre que acababa de entrar. Así le dije Quiero ver al hombre que acaba de entrar.
-¿Don Pablo? -preguntó ella
-No se llama así -la corregí yo.
-Aquí entró don Pablo.
-Estoy buscando a Omar Ponce. Se llama así: Omar Ponce. Es un hombre como de mi estatura y tiene unos sesenta años. Barba larga; usa barba larga y bigotes y tiene aún todo su cabello, a pesar de la edad. Omar Ponce.
La mujer se golpeó la frente con la mano y la sonrisa se le apagó: su diente de oro dejó de brillar. Nos hizo seguirla hasta la recepción y sacó un gran libro, el libro de entradas del hotel. Pasó las hojas, largo rato, hasta que se ubicó en una fecha, un sábado de cinco años atrás.
-Aquí está. Omar Ponce, 58 años.
Luego ponía una dirección, en mi antigua ciudad.
La mujerona dejó su dedo apuntando el nombre de mi amigo Omar.
-Ya no está aquí; tuvo la desgracia de salir el sábado e ir hacia la avenida, y que el colectivo lo atropellara. Es maldito el 39. Cayó de bruces en la calle pero enseguidita se levantó; los vecinos lo trajeron al hotel en lugar de llevarlo a un hospital. Tenía apenas un rasguño en la frente; pidió hielo y se metió en su habitación, a recostarse. Le pedimos que dejara la puerta abierta y que llamara si necesitaba algo. Pero no llamó, o lo hizo tan bajito que nunca oímos su voz… Vino el doctor, y ya no había nada que hacer, era conmoción cerebral; eso es, nos explicó, como si a una persona normal le cae de pronto un meteorito en la cabeza. La puerta ésa se estropeó, de cuando sacamos el cuerpo capaz. Nunca pudimos volver a cerrarla; está siempre abierta.
No hicimos ningún comentario al salir del Hotel Tánger.
Afuera, el día se volvió crudo invierno.
Cuando la fui a buscar, su página en Facebook no existía más.