Existen tensiones ocultas entre lo que quiero hacer y cambiar. Y lo que me gusta pero me cuesta alterar. Me mudé de casa más de tres veces, renuncié a trabajos y viví en distintas ciudades siguiendo el impulso de la curiosidad.
De lo que nunca cambié, fue de pareja.
Nos conocimos una tarde de verano, yo todavía cursaba quinto año, él ingresaba a la FADU a estudiar Diseño Gráfico. En un banco de pocas maderas de la Plaza de la Avenida, nos encontramos con una coca y un paquete de papas fritas hasta que las estrellas iluminaron el cielo húmedo de diciembre. Logramos alarmar a los suyos y a los míos, estuvimos más de cinco horas sin aparecer. En ese entonces no existía el celular. Nos unían los deseos, la música, las películas de terror, River y el humor.
Al mes de conocernos, llegó la aventura. Un viaje relámpago a Villa Gesell en plena temporada. Lo costeamos con ahorros que juntaba de regalos de cumpleaños y con el sueldo que había recaudado él, por trabajar unos meses en la fotocopiadora del barrio.
Una tarde, mientras el viento de la costa azotaba nuestra carpa, hicimos un pacto. No era de amor eterno, era de curiosidad perpetua: prometimos que jamás dejaríamos de explorar.
Meses más tarde, con una mochila y un mapa, nos fuimos al Amazonas.
Profunda, imponente, misteriosa, la selva nos rodeaba por completo. Una mañana de caminata eterna nos perdimos. Lejos de entrar en pánico, Nico me miró y sin palabras, me acercó hacia él con sus manos. Mi espalda se arqueó contra su pecho. Sus dedos se deslizaron bajo la tela de mi short, sentí la brisa tibia sobre mi piel expuesta, un escalofrío recorrió mi cuerpo mientras sus labios buscaban mi cuello.
El aire denso y húmedo nos envolvía mientras nos sacábamos la ropa. La tierra blanda y las hojas caídas, hacían de cama improvisada. El ritmo de nuestras respiraciones se unían al latido de la selva. Éramos el único mapa que importaba.
Hace veintiún años tengo una relación monogámica, cerrada y tradicional. La idea del final me deja quieta, muerta.
Mis padres se separaron en mi adolescencia, cumplí quince años cuando en mi casa se disputaba un feroz fuego cruzado. Abogados, juzgados, desapego.
Mi papá se fue de casa en plena crisis de los cuarenta. Dejó de lado el ambo por chombas deportivas, cambió los mocasines marrones por Converse de lona y descartó los pantalones pinzados con cinturón por arriba del obligo por los Levis gastados. Fue uno de los primeros padres en comprarse un StarTAC canchero, poderoso. Siempre ocupado salvando vidas que poco tenían que ver con la nuestra.
De un día para otro, teléfono en mano, dijo: “¡Ahora sí soy feliz. Me enamoré!” y partió. Mamá nunca aceptó su nuevo estado civil. No había nacido para ser la sola.
Nunca quise parecerme a ella, menos, compartir sus miedos. De Drexler aprendí que uno conserva, lo que no amarra.
En tres meses cumplo cuarenta años. El cambio de década me inquieta.
Llega la oportunidad de que Arjona suene todo el año en la boca de cualquier mal humano. Siendo más optimista, diría que es también la oportunidad de empezar cerámica o congelar óvulos pero no es el caso.
El algoritmo me persigue, disciplina e indica cómo vivir y qué poseer para ser feliz.
Me muestra historias de gente linda, blanca, rica, joven, viajada. Y yo, no tengo seguidores, ni plata, ni casa, no tengo hijos. No sé hasta cuándo tendré pareja. Soy apenas una trabajadora precarizada con monotributo que acumula años sin poder llegar a una jubilación. En ningún momento es responsabilidad del sistema corregir su salvajismo sólo queda adaptarse y seguir.
El conflicto se asoma, me mira de lejos olfateando sangre para atacar y lastimar. Cuarenta años, un montón de zapatillas gastadas y algunas esquinas colonizadas.
¿Las crisis son hereditarias?
Hace una semana que no hablamos. Sabemos que el silencio no resuelve nada. Necesito el ruido aunque sea de la discordia.
Compartimos la cama, la mesa y el perro. No sé cómo, ni cuándo empezó.
Los malos humores, las mochilas individuales que siempre dan guerra, los caprichos, las faltas de negociaciones que en una pareja suelen ser la válvula con la que se mide el sacrificio. Los desencuentros. Nada original.
Mis amigas también cumplen cuarenta. Nacimos en mil novecientos ochenta y cinco, en un país que condenaba su pasado y reconstruía su memoria. Nos conocimos en una escuela de monjas a los cuatro años, nos rebelamos contra un estado de sitio y aprendimos a negociar vasos de cervezas con un billete raro, nuevo y devaluado en los bolsillos.
Nunca nos separamos. Nos tenemos, contenemos, peleamos y diferenciamos.
Dos, felizmente casadas con anillo y vestido blanco, una divorciada y actualmente separada del último novio que la engañó con una compañera de trabajo mientras ella brillaba en el carnaval por ser la reina de la batucada. Los filmaron y viralizaron teniendo sexo en el estacionamiento del Corsódromo. Todo el pueblo lo vio, incluso los dos hijos adolescentes de mi amiga. El perfecto varón idiota.
La cuarta, decidió ser madre a los treinta y nueve. Odia al bebé y al padre de la nena.
Todas son madres, profesionales y estables económicamente.
Desde que empezó el año, cada una está organizando el evento de las cuatro décadas. Un cumpleañitos de quince. Se gastan sus sueldos y los de ellos, para ganar la competencia a la gala más cringe de la clase media aspiracional. Son felices cobrando tarjeta, mientras yo critico por lo bajo tener que gastar en una fiesta.
No entiendo celebrar el paso del tiempo. ¡No es un logro crecer! ¿Por qué planear un acontecimiento tan espectacular por tener el hígado graso, la perimenopausia o déficit de vitamina D y posiblemente mal los valores de los análisis de sangre de ahora en más?.
Al final, la paso genial. Subo fotos para demostrarle al algoritmo que le pertenezco y a mis amigas que las amo.
Ellas lo adoran. Él las quiere pero a la distancia. Lo mismo me pasa a mi. Mis amigas son mías. Sus amigos, suyos.
Nada mejor que juntarme a chusmear y tomar helado, en el ritual que repetimos hace veinte años, dos jueves al mes, con las de siempre.
- Estoy abajo, ¿me tiran las llaves?. Subo con los 1/4.
Me esperan con el televisor en mute, sentadas en ronda, muy dramáticas y el sillón del living en el centro, solo para mi. La puesta en escena está lista para la intervención grupal.
- ¿Me sirven una copa de vino y me dejan de mirar así?. ¡Pongan música!, este silencio es insoportable. Tengo hambre, ¿pidieron comida?, ¿lasagna de la casa, no? ¿O cambiaron el menú? Che! ¿No hace calor acá?
Ah! Ya tengo el outfit para tu cumple Lu. Jean, camisa blanca y remera de Yagmour. Voy de zapatillas, claro, no pienso disfrazarme de cuarentona con tacos, base y tapa ojeras. No se qué hacer con mi pelo, ¿suelto, atado? ¿qué opinan?. Maite, ¿me ponés un hielo?.
- ¡Podés parar! No te hagas la superada. ¿Cómo estás?, se impuso Carito.
Silencio. Solo un Bossa chill, de fondo.
- Triste. Estoy triste