Siempre me ha fascinado la obra de David Hockney La gran zambullida. Esplendor de lo que está vacío. La contracara perfecta entre el hastío y el quehacer creador y fantaseador. Sin embargo, también puede leerse como una crítica revulsiva y precisa, tal como los trazos despojados de la obra de un capitalismo donde todo pretende estar lleno, en su voracidad y condescendencia consumista, hasta ofrecernos la vacuidad misma del alma. En el mundo transoceánico y transcéntrico que nos toca padecer cada vez a mayores poblaciones y a mayores habitantes, en este mundo afín a la publicidad de IBM --Un chico y su átomo, 2013-- que promete un mundo más cercano y en la perspectiva concentracionaria de la propia publicidad, cada vez más pequeño, lo que vemos no es otra cosa que los modos en que siempre los más estuvimos, en directa relación proporcional, más lejos.

El desierto humano en medio de las instalaciones acomodadas de La gran zambullida también hace pensar en este nuevo delirio mesiánico imperialista de expulsar y relocalizar las poblaciones de la Franja de Gaza, para construir allí complejos de lujo en un proyecto inmobiliario global que el gobierno de Trump ha llamado “Great Trust”, La Riviera de Medio Oriente, plagada de edificios lujosos y robotizados, rascacielos y hoteles de lujo. La información se cuela en las páginas del Washington Post, borrador que proyecta sobre Medio Oriente un nuevo enclave de tecnología transhumana. Se troca genocidio en reconstrucción y hace recordar los destinos de modernización de Hiroshima y Nagasaki después de la bomba atómica arrasadora.

Argentina votó en contra de la solución de los dos Estados, Israel y Palestina, en la Asamblea General de la ONU, en un hecho inédito de alineación contra la autodeterminación de los pueblos. Se suspende la última etapa de La vuelta de España en una Madrid convulsionada de reivindicación por los sucesos en la Franja de Gaza. Me recuerda la epopeya tal vez idealizada, aunque siempre viva, de las brigadas internacionales en la Guerra Civil Española. No puedo evitar pensar en rojo, y aunque haya sido, posiblemente, la historia contemporánea la de los fracasos de las revoluciones, es verosímil imaginar que una revolución comienza por una posición ética que concierne a uno mismo y luego se comparte en la comunidad. Los gestos de censura y autocensura no ayudan a construir un nuevo lazo social, avalar genocidios tampoco.

No vemos otra política posible, para los años por venir, que hacer lugar frente a este contrapunto vil de los pocos que se han quedado con todo el espacio disponible, como en La gran zambullida de David Hockney. No solo es una obra sobre la evanescencia de las objetividades contemporáneas, hasta el punto en que lo único que habita allí es el desierto y la trama indirecta de una zambullida que hace suponer una cierta presencia humana, en los modos antropomórficos en que está dispuesta: el espejado de la enorme casa, una barriada, la silla al otro lado de la piscina o el propio trampolín, efecto postrero de los universos tecnocráticos por sobre los lazos humanos. Es lo que parece promover hasta aquí también la inteligencia artificial en una amenaza, que es también promesa, de superación hacia un transhumanismo. Sin embargo, basta con que uno empiece a indagar las aristas y los pormenores de esta inequidad tecnológica, para descubrir que allí no hay más que --una vez más-- la presencia de lo humano que rige, regula, orienta y dispone la organización del mapa tópico en el cual se desenvuelve la inteligencia artificial.

Una vez más es la creación de sentido la que prima en la experiencia humana y también su aleatoriedad irrevocable. Sobre el tapete desierto de la IA se escribe la comunidad, y detrás del algoritmo, por ahora, están los grandes intereses corporativos. No hay manera de predecir los modos en que cada uno de nosotros, los humanos, singularizaremos esa experiencia hasta volverla un acto creativo, si la tecnología podrá o no transformarse en acto creativo. Mientras tanto, ni siquiera los horrores distópicos y los otros, los mundanos, pueden detener el arte creativo de un humano y sus palabras arrojadas al albur de otras vidas. Cada proclama que surge en este mismo instante en que leemos estas líneas puede ser una gloriosa herramienta de revolución.

De allí a arroparnos en la comunidad depende de nosotros, que haya un paso y que ese paso esté encadenado a los próximos eventos de la vida social, económica y política de nuestra época, lo que nos toque habitar en un momento determinado de nuestras vidas. Nada, ni siquiera las represiones más brutales, incluso las que no han sido planeadas de manera sistematizada, pero ejercen su presión, los corsets de toda índole, de los cuales la tecnología es uno de sus brazos armados, nada de esto puede detener el modo en que nombramos aquello que entendemos por mundo, que nos hace humanos y nos hace pertenecer a las cosas de este mundo.

Nuestros ojos observadores recortan trazas de una existencia, no solo individual sino también humana. ¿Qué hace que pensemos que el efecto de la zambullida, la salpicadura del agua en borbotones, blanca y efervescente, es la que ha producido un cuerpo humano? Tenemos allí no solo el contexto urbano sino también una serie de elementos antropomórficos. Es el trampolín que solo un humano tomaría como punto de clivaje y de salto, un baile lúdico. Es también la silla, al fondo de la escena y antes de ingresar en los grandes espejados de la casa, la silla de un humano que probablemente está allí por omisión para señalarnos precisamente de su existencia.

La Riviera de Medio Oriente no podrá existir sobre la pila de cadáveres, ya que la voz de lo humano nos habla y nos interpela. La IA se quedará balbuceando sola sus algoritmos sin alma, en un delirio mesiánico que nos hace recordar la impostura abyecta de cierto presidente y su vaticinio de exterminio del kirchnerismo. Este presidente creía que la manipulación de los algoritmos iba a blindar la realidad y volverla la otra realidad. Ahora esa pretendida realidad empieza a confirmar que es parte de un delirio. Sin la marca de lo humano no hay artificio posible, el desierto de lo humano nunca es absoluto, vibra lo humano que siempre se expresa en fogonazos de comunidad y sorpresa.

 

Cristian Rodríguez es psicoanalista y escritor.