Vivos, me queden dos enemigos. Que yo me acuerde, al menos.

Uno, hace mucho que no lo veo ni sé nada de él. Pero sí intuyo que debe andar rondando por ahí, no muy lejos de estas sierras. Beto, el capo narco de la villa en la que me crie y de la que me tuve que escapar cuando lo mataron a Leo. Quizás nuestra deuda prescribió. O no, y él está detrás de todo lo malo que me viene sucediendo. Todavía no hallé la respuesta. Pero la percibo. Y por eso lo sumo.

La otra, la yegua de la fiscal Gabriela López Iturburu, la matunga que sí me busca, con certeza. Le bajé a su macho y su sangre todavía no se enfrió. Hace unos meses me envió el último whatsapp, corte amenaza, y me la tiene jurada. Debe estar moviendo su red de aceitados hilos para encontrarme.

Estuve pilla. En plena huida leí su mensaje y tiré el celular a la mierda. Estábamos en la estación servicio de la ruta a Rosario. En ese descarte habrá empezado a rastrearme. Sus resortes en la familia judicial habrán geolocalizado mi aparato en horas. Y las cámaras de la autopista habrán completado el acercamiento.

Estoy relativamente tranquila, de todos modos. Conseguí algunos espacios de paz. También de disfrute y goce. Compramos un terrenito con parte de la plata que me traje y nos dieron una mano para tener algo respetable en pocos días. La gente es muy buena acá. Todos tienen una pasado, pero prefieren un futuro. Como nosotras. Estamos aprendiendo la armonía de esta comunidad. Y la sencillez.

Además de los billetes que me quedan, comenzamos a cocinar chipita y Mbejú para la feria de los sábados y domingos, más algún encargo entre semana, y ya juntamos algunas monedas que nos vienen bien para ir proyectando.

Pero, ellos vuelven. Mis enemigos retornan. Una y otra vez. Generalmente en sueños. O, más bien, en pesadillas.

Hace un par de semanas visitamos con Juli y Nidia, su hija, el santuario de la Difunta Correa, en Vallecito, San Juan. Nos impresionó todo lo que se construyó a su alrededor. El estacionamiento inmenso. Los restoranes. Los negocitos. Hacía mucho que queríamos ir. Las tres somos muy religiosas.

Yo no la engaño con nadie a mi virgencita de Caacupé. Ella sabe. Pero siempre viene bien juntar aliados celestiales. O paganos. Qué importa. Tropa que juegue para una, cuando la mano pinta con mala baraja. Y en todo momento me acordé de mi virgencita. Los puestitos, los olores, me trajeron recuerdos de mi infancia, de cuando peregrinábamos con mamá a visitar a mi rubita ruluda en Paraguay.

Claro que lo arquitectónico, lo monumental, es otra cosa. Caacupé es una señora iglesia. Una basílica ahora. Blanca, enorme y centenaria. El oratorio de la difunta se fue haciendo camino al andar. Lo fueron puliendo, dándole un sentido. Pero el desorden de la expresión popular se distingue aun antes de visualizar la estación de servicio sin marca que es antesala del predio.

Lloramos mucho, aun antes de bajar del auto. Nos aferramos fuerte. Agradecimos en cada ermita, ante cada manifestación del pueblo creyente, a cada paso en la ascensión hasta verla recostada, ataviada en su vestido rojo, con su bebé y su pecho erguido. Única, milagrosa.

Estar vivas. Y estar juntas. Con todo lo que pasamos. Era demasiado. De alguna manera, con Juli sentíamos que éramos como ese bebé, mamando la leche de Deolinda Correa. Que murió para que, entre otras, nosotras viviéramos.

Estábamos conmovidas. Y felices, también.

Sin embargo, mis fantasmas y su eterno retorno a lo más oscuro de la noche. Los laberintos de la mente son insondables. Pero hasta ahí. No sé si hay que ser un especialista en psicología de los sueños para determinar porqué tres o cuatro noches después de volver a la casita hermosa que estábamos levantando, entre jipis y montañas, la conchuda de López Iturburu se me apareció.

Veníamos de contemplar el traje del chiqui Tapia en el museo y sonreírnos. Cómplices, como siempre. Miramos la camiseta de fútbol del muñeco Gallardo tras la vitrina y voló alguna cargada. Fuimos subiendo poco a poco. Leyendo las cintas rojas. Las patentes. Los nombres. Los rezos. Los ruegos. Las botellas con agua y sus gracias en pocas letras para tanto sentir. Las maquetitas de casas con los apellidos familiares. Los márgenes de la cultura popular sudamericana, a los dos lados de los peldaños que nos llevarían a sus brazos.

Cuando llegué al pie de su falda, sentí una emoción que hacía mucho que no experimentaba. Empuñé mi rosario y lo liberé de mi cuello. Necesitaba que el pecho de Deolinda lo cargara de la energía que necesitaba para esta nueva etapa de mi vida.

Me acerqué y con lenta suavidad apoyé el collar sobre su teta derecha, redonda, desnuda. Antes le pedí permiso a su vástago, alojado al costadito, contemplando todo. Sentí, de pronto, un estremecimiento que me sobresaltó. No era solo emoción pura y dura. Había algo que no me cerraba. El pecho era blando. Y tibio.

Era una teta, teta. Ese pecho estaba vivo. Intenté mirar a la difunta para intentar comprender y ahí, en ese instante, sobrevino el horror. Los ojos fijos que me morfaban con su mirada, no eran los de la dulce Deolinda. Gabriela López Iturburu, mi enemiga, la fiscal, se hacía la zorra, usurpando a la santa de los caminos para venir a cobrarse la cuenta.

Intenté gritar y me sentí muda. La parálisis pareció vitalicia, al menos, los segundos que duró. Abrí los ojos para buscar alternativas de escape y, para mi alivio infinito, la difunta, el oratorio, la fiscal, habían desparecido. La noche. Y la luna filtrando sus últimos destellos. Mi cuarto. Y Juli durmiendo a mi lado, bella como siempre.

La fiscal se fue. Pero su fantasma, no. Me siguió asolando por varios segundos. Los que tardé en quitarme alguna lagaña andrajosa en esa hora indefinida antes del amanecer, en el exacto centro de la oscuridad.

Estiré mi brazo derecho por debajo de la cama y tanteé. El frío del metal curvo, primero, y la rugosidad de la madera después, afirmaron mi templanza y bajaron mis pulsaciones. La Kalashnikov dormía conmigo y me cuidaba. Igual que la virgencita. Igual que la Difunta. En ese cuartito perdido en la montaña, había un batallón dispuesto a dar la talla.

Acá lo espero a Beto o a sus esbirros. Porque él nunca da la cara. Pero si la cosa sigue así, va a tener que darla. Sabe que no somos fáciles. Y los soldaditos, por dos chirolas, no van a poder con nosotras. Va a tener que mostrar sus huevos, si los tiene, y venir a ajustar números. Y mostrar para qué le da la nafta.

Acá la aguardo a la turra de la fiscal. En el medio de las sierras cordobesas. A metros del río y del puente. Entre la casa de Rodolfo, el artesano, y la de Lucrecia, cultivadora de cannabis. Somos gente de paz. Acá y ahora, nosotras también. Eso anhelamos. A eso vinimos.

Pero, a pasado, pasado y medio. Soy la que soy. Con lo bueno y con lo malo. Soy Flor Amarilla. Soy villera, abogada y buena mina. Me cargué algún fiambre aunque no quise. Soy guerrera y quiero misa.

 

Por si acaso, una AK47 cargada, una virgencita poderosa y una madre milagrosa hacen equipo con nosotras. Nada puede salir mal.