El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (ONU) aprobó que la Gang Suppression Force (GSF) reemplace a la Misión Multinacional Keniana (MSS), con un mandato inicial de 12 meses, equipada para operar de forma más autónoma que sus antecesoras. Se estableció también una Oficina de Apoyo de la ONU (UN Support Office) para encargarse de logística, abastecimientos, transporte, comunicaciones y apoyo operacional.
El pueblo de Haití no necesita limosnas ni más represión internacional. Lo que necesita es justicia. De todas maneras, el Consejo de Seguridad de la ONU hoy ofrece eso, soldados, discursos en Nueva York y condolencias en diferido. Desde hace meses la violencia de las bandas arrasa barrios enteros, con un Estado reducido a sombras y una comunidad internacional que todavía se pregunta cómo intervenir sin mancharse las manos. La ONU aprobó una nueva fuerza multinacional, respaldada por el Consejo de Seguridad, para enfrentar a las pandillas que controlan casi toda la capital. Lo llaman operación de apoyo, pero nadie ignora que es una misión armada en un país exhausto. La GSF promete más violencia y represión para parar con la violencia existente.
La GSF será integrada por 5.550 personas, entre militares, policías y 50 miembros civiles, con facultades para neutralizar, aislar y disuadir a las bandas armadas, así como asegurar infraestructura crítica como aeropuertos, puertos, escuelas y hospitales. No operará bajo casco azul de la ONU. Sus efectivos se desplegarán bajo sus propias banderas nacionales, y su financiamiento dependerá de contribuciones voluntarias de los Estados miembros.
Desde el Consejo de Seguridad señalaron que esta vez será distinto a las anteriores veces donde autorizaron fuerzas internacionales de ocupación. Subrayaron en varias oportunidades que no es una invasión. Pero Haití ya conoce de memoria este guión, las fuerzas llegan, los titulares se apagan, los cuerpos quedan. La historia se repite con nombres distintos y la misma fragilidad. La seguridad convertida en espectáculo.
En las calles de Puerto Príncipe la esperanza se cotiza más cara que el pan. Las agencias humanitarias alertan por cientos de miles de desplazados, por niños reclutados por las mafias, por mujeres atrapadas en territorios sin ley. Mientras tanto, los gobiernos discuten quién paga los cascos y las balas.
Desde el norte global miran a Haití como si fuera una falla geológica, una grieta que traga su propio destino. Lo cierto es que el país sigue pagando la factura del colonialismo, de las deudas impuestas, de la indiferencia moderna. Lo que allí se libra es una disputa por el derecho a existir con dignidad. En cada calle ocupada, en cada niño desplazado, en cada madre que entierra a sus hijos, late la pregunta que nadie en la ONU puede responder, ¿quién reconstruye lo que el poder destruye?.
Porque una fuerza multinacional no puede devolver la confianza. No puede devolver el tiempo ni la soberanía. Puede, en el mejor de los casos, detener un disparo. Pero Haití necesita mucho más que eso. Hoy necesita que el mundo deje de usar la palabra “ayuda” como excusa para no mirar de frente la raíz del desastre.