La apelación del caso que estremeció a Francia }no solo confirmó una condena: elevó la pena contra Husamettin Dogan a 10 años de prisión por haber violado a Gisèle Pelicot mientras ella estaba inconsciente, tras haber sido drogada por su esposo. Ese crimen aberrante sigue resonando como una llamada de alerta sobre las grietas profundas en la percepción cultural del consentimiento, el género y el poder.

El jurado y los tres jueces rechazaron, con claridad, los argumentos de Dogan, quien negó haber cometido una violación y calificó los videos de las violaciones, presentados como prueba, de meras “escenas de sexo”. La sentencia de 9 años inicial se revisó al alza: el fiscal había pedido 12 años, por lo que los 10 años del veredicto final resumen una tensión entre la reparación simbólica y las resistencias que aún persisten en el derecho penal francés. 

El contexto es escalofriante. Entre 2011 y 2020, Dominique Pelicot, esposo de Gisèle, drogó a su mujer sin que ella lo supiera, para luego invitar a decenas de hombres a abusar de su cuerpo inconsciente, documentando esos ataques en videos e imágenes que guardaba meticulosamente. En el juicio original, llevado en Avignon en 2024, todos los 51 acusados fueron condenados --entre ellos Dominique, con 20 años de prisión-- en uno de los procesos más atípicos y mediáticos de la historia judicial francesa. De esos hombres, Dogan fue el único que apeló. 

La apelación no fue un mero trámite. La defensa de Dogan --que asegura haber actuado en un contexto de manipulación por parte de Dominique-- reapareció con los mismos argumentos: que no sabía de la sedación, que el consentimiento “delegado” del esposo bastaba, que no hubo intención de violar. Pero el tribunal, además de ver los videos en los que el cuerpo inmóvil de Gisèle roncaba y no respondía, insistió en que el silencio y la inconsciencia no se traducen en consentimiento. Y, lo que es más importante: es siempre personal, no existe algo llamado "consentimiento delegado". En la audiencia él alegó que “nunca violé” y que “continué porque me el marido tranquilizó”. Al responder, Gisèle le espetó frente al tribunal: “¿Cuándo reconocerás que me violaste? Jamás te di mi consentimiento”. 

La imagen pública de Gisèle es clave: con 72 años, renunció al anonimato judicial y permitió que su nombre estuviera al frente del caso, convirtiéndose en un símbolo internacional de resistencia contra la violencia sexual. “La vergüenza debe cambiar de bando”, sentenció desde el estrado. Fue ovacionada al salir de la corte cada día, rodeada de un público que veía en ella una voz para muchas mujeres que jamás podrán probar la magnitud de su dolor con pruebas visibles. 

Este caso no es un episodio aislado: pasa a engrosar las discusiones sobre la “culture du viol” (cultura de la violación) en Francia, un concepto que ha encontrado un espacio creciente en el debate público después de los procesos del #MeToo. El fiscal Dominique Sié lo dijo con crudeza en la audiencia: mientras Dogan se niegue a asumir la responsabilidad, no ataca solo a una mujer, sino a “todo un sistema social sórdido”. Y agregó: “la vergüenza aún no ha cambiado de bando”. En paralelo, sectores feministas y legisladores franceses impulsaban debates para incorporar explícitamente la falta de consentimiento en la ley penal francesa, algo que hasta ahora es interpretado por los tribunales más que definido legalmente. 

A lo largo del juicio de apelación, Dominique Pelicot compareció como testigo. Su credibilidad, sin embargo, se vio erosionada. Trató de apuntalar sus versiones anteriores --que los hombres sabían lo que hacían, que él mismo había comunicado que Gisèle sería sedada-- pero su participación fue considerada poco útil por el tribunal. Los abogados defensores trataron de sembrar dudas señalando inconsistencias, mientras Pelicot reaccionaba con ira o con reafirmaciones de su rol organizador. 

No es menor conocer quién es Dogan. Nacido en Turquía y llegado a Francia de niño, vivió episodios de marginalidad: su padre era violento, fue echado de casa, pasó por prisión por narcotráfico, vivió períodos de desalojo. Estaba casado y era padre de un hijo con síndrome de Down, del cual era cuidador principal. Sus abogados presentaron sus dolencias físicas --artritis, estrés-- como agravantes. 

Más allá de los detalles, lo que subyace es una pregunta urgente: ¿cuán sólido es el muro que separa la interpretación jurídica del consentimiento y la cultura social que tolera excusas absurdas? ¿Cuántas mujeres siguen siendo silenciadas por no tener videos, pruebas tangibles, presencia mediática? En Francia, se estima que una abrumadora mayoría de violaciones no llegan a juicio, muchas víctimas no denuncian o no encuentran respaldo institucional. 

Con este precedente, la justicia francesa acaba de enviar una señal: no es admisible argumentar ignorancia, ni alegar un "consentimiento delegado". Ese acto de nombrar y confrontar lo monstruoso pone en cuestión la complacencia de un sistema que aún negocia la frontera entre autonomía y sometimiento.