Abel no quiso ir, pero la madre lo obligó. Era el hermano mayor y el otro era muy chiquito; se llevaban ocho años entre sí: Abel contaba catorce y medio y no creía en la celebración de Halloween. Ellos eran argentinos y no había en la tradición argentina nada parecido a la Noche de Brujas ni cosas por el estilo, se defendía. A la madre le importó un comino; necesitaba tiempo libre para ella un rato, por amor de Dios. No es que tuviera planes especiales para la noche; se quería tomar una cerveza o dos, sola, ahí en el comedor de la casa, sin que los chicos la vieran beber hasta caerse, porque no quería darles un mal ejemplo con el alcohol. Era muy difícil criar dos hijos de dos padres diferentes -le habían fallado los anticonceptivos las dos veces, solía excusarse ella cuando le preguntaban. Los criaba un poco a la antigua y un poco con técnicas modernas. En el fondo de la casa crecía un árbol de palta muy fecundo, que le daba paltas para vender, y ella además criaba gallinas, por los huevos. Los mandaba a los chicos a la puerta del supermercado a vender paltas y huevos, los sábados por la mañana. La otra parte del dinero venía de la cuota alimentaria que pasaban los padres; al padre del chiquito ya lo había demandado dos veces, y dos veces había ido a la Mediación en el Tribunal de Familia y el tipo se escabullía. Hay que ser hijo de puta para no pasarle alimentos a tu hijo, y el tipo lo era, contaba ella.
Abel la siguió por toda la casa protestando con que no quería ir. La madre lo obligó: ¡se trataba de darle una alegría a su pobre hermano menor! ¿Acaso ella no le había permitido el año pasado ir con la chica de los Jordán, Lyra, por estas fechas a recoger gatos negros vagabundos por el barrio, para evitar que un loco los asesinara en cultos satánicos? Sí, se lo había permitido porque era buena madre y lo comprendía; también ella en su día había tenido las hormonas que le reventaban los sesos. Ahora le tocaba pensar en el chiquito que siempre estaba tan apagado y ella temía que la malvada de la maestra lo hiciera repetir el año, de puro clasista que era y porque no tenía compasión con los humildes.
No le quedó otra a Abel que salir a eso de las ocho y algo de la noche, cuando ya había caído el sol, y sin cenar, a acompañar a su hermano a pedir trato o truco. Tocaron la puerta de los González y abrió el padre, que los miró de arriba abajo sin comprender aun cuando el chiquito pidió con su voz finita y angelical: Dulce o truco. ¿Es una careta del demonio?, preguntó el hombre. Abel le aclaró: Tiene que darnos golosinas. González siguió parado en la puerta y sin moverse gritó a su mujer: ¡Nory, hay unos chicos pobres pidiendo comida! ¡Fijáte si quedó algo! Nory se tardó lo suyo y les entregó dos manzanas y dos sándwiches de salame y queso. El chiquito hizo que no con la cabeza. ¿Qué pasa, solcito?, preguntó ella con dulzura, ¿no te gusta el salame? Un poco frustrados, los chicos se fueron, y se deshicieron de las manzanas haciéndolas rodar por el bordillo de la vereda. Al otro día las picotearían los pájaros. También abrieron y tiraron el salame, por si podían comer los sándwiches, pero Nory los había untado con manteca y mayonesa mezclada, y a ellos les repugnaba la mezcla. La suerte quiso que los perros callejeros fueran tras ellos para comerse las fetas de salame y de pronto, una jauría seguía a los dos calle abajo.
El siguiente fue el turno de los Jordán, y salió Lyra a abrirles. Daba saltitos con entusiasmo y comentó excitada el disfraz del chiquito. A cada saltito de ella, los perros gruñían. Qué buena era la máscara del diablo, qué bien se le pegaba a la cara al hermanito, en que cotillón la habían comprado, qué bien se veían los cuernos parecían reales. Interrogó a Abel acerca de por qué él no se había disfrazado y Abel movió la cabeza de un lado al otro. No podía contarle lo que había revelado a Roger, su mejor amigo. Que su padre era excomunista, aunque había votado siempre por el General Perón y el General Perón, aunque estaba muerto, no aprobaba las celebraciones de Halloween que eran extranjerizantes. Entendía que su hermanito quisiera celebrarlo porque en la escuelita de cinco lo hicieran, pero él, el padre de Abel, como hombre adulto no veía bien que lo permitiera la madre. Tampoco iba a pelearse con la madre por el hijo de otro, que era la razón lisa y llana por la cual el matrimonio se había separado, contó el padre a Abel y Abel a Roger. La madre, una noche, le largó que estaba harta de él, y se fue a una fiesta y dejó que en la fiesta la embarazaran. Al padre no le dio el cuero, según su expresión, para hacerse cargo de un bastardito. Cuando el padre estaba achispado por la bebida, llamaba bastardo al hermano chiquito. Por fortuna, no utilizaba expresiones más fuertes para referirse a la madre.
Lyra mencionó que ese año había salvado cinco gatos negros de los satánicos, y Abel supo que en su afán de proteger gatos negros se había robado el del taller mecánico de Osvaldo, que lo estaba buscando por el barrio. Dulce o truco, pidió con claridad el hermano menor, que no tenía ganas del parloteo de Lyra. No pienso darte nada, concluyó ella. El nene la miró fijo con esos ojos que se llaman del color del tiempo y que cambian de azul a gris o de verdes a amarillos, como era el caso de él. Eran unos ojos maravillosos, insondables, que la madre adoraba y que cuando él era más bebé y lo acunaba para dormirlo, susurraba: Me enamoré de tu padre por sus hermosos ojos. Abel la había escuchado ¡dos veces!, decirlo.
No tenemos dulces en casa, explicó Lyra, mamá no nos permite porque arruina los dientes. El hermanito pronunció las palabras que Abel temía que pronunciara y había aprendido en TikTok, creía; a Abel le gustaba la chica con locura. Te maldigo a que se te llene de sangre la boca, graznó el hermanito. La chica no entendió: ¿Qué gusto tiene la sangre?, preguntó. Es agria, contestó el chiquito porque le estaban enseñando los sabores en la salita de cinco. Primero habían sido las formas, los colores y ahora los sabores. Entonces Lyra empezó a toser y se llevó la mano a la boca; cuando se miró la mano esta manchada con sangre. Abel creyó que era una broma porque Lyra podía ser muy pícara. Y entre borbotones de sangre, llamó a la madre con un alarido. ¡Mamá, mamá!: antes de salir corriendo hacia el interior de la casa, le ladró a Abel que era un virgen de mierda y que siempre iba a seguir siendo virgen. Esa maldición lo dejó al hermanito descolocado; no era de TikTok.
La madre apareció en el celular con un mensaje. Abel, vuelven ya o no hay PlayStation en toda la semana. Abel le mostró el mensaje de WhatsApp a su hermano, aunque el chiquito todavía no sabía leer: Mamá quiere que volvamos. El otro se encogió de hombros. ¿Qué es ser virgen?, le preguntó por el camino con los perros detrás de ellos. Abel no le respondió, y el chiquito se quedó con la duda, porque la Virgen que conocía estaba en la iglesia, sola o con el hijito en brazos, que casi siempre era un bebé o un niño de pocos años, y tenía esa mirada de tipo grande, que te lee los pensamientos; la mirada que le decían a él que tenía y que tenía su papá, según notó, las dos o tres veces que lo vio, porque el padre era un mal hombre, un diablo, según su madre, que no respetaba ni pasar los alimentos ni las visitas arregladas. Abel lamentó no haber comido, aunque fuera el pan de los sándwiches de la señora González. Al otro día había escuela, debía levantarse temprano y seguro no tenían nada para desayunar en la casa.
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