Ese era el clamor generalizado entre el piberío barrial cuando se acercaba octubre en el Rosario de mi niñez y pre- adolescencia, en torno a la década de los 40. Qué ganas teníamos de volver a adueñarnos de las calles en los meses de calor y días largos llenos de luz. El clima inhóspito del invierno y las tareas de la escuela -que ocupaba mucho de nuestro tiempo diario- tornaba imposible desarrollar los juegos, paseos y diversiones al aire libre que nos ofrecía el verano. Para escapar al invernal frio sólo quedaba recluirnos en nuestras casas o participar ocasionalmente en actividades de carácter colectivo, como el futbol cuando el sol brillaba en días feriados y no había escuela. Pero el disfrute del verano era un placer inigualable: pues nos permitía tomar parte de numerosas opciones para gozar del aire libre en toda su plenitud.

Vivíamos por entonces en un coqueto chalet sobre la calle España, cerca de la avenida Pellegrini. En aquella época las viviendas del barrio alojaban a dos sectores sociales bien definidos. Por un lado los descendientes de inmigrantes europeos, que conformaban la clase media emergente, y por el otro, los recién llegados de las zonas pobres del norte argentino, atraídos por el veloz desarrollo industrial que caracterizaba el perfil productivo de la ciudad.

Las familias inmigrantes del otro lado del Atlántico constituyeron el espacio poblacional de mayor peso relativo hacia finales del citado siglo XIX y principios del XX, según los censos municipales. Los más afortunados fueron accediendo a viviendas unifamiliares aceptablemente confortables para los patrones de la época. 

La oleada inmigratoria interna, arribada más tarde y acrecentada notablemente bien entrado el siglo XX, carecía de recursos y herramientas para rápidamente conseguir ingresos adecuados a fin de acceder a una vivienda propia. Por entonces poblaba, mayoritariamente, ya sea los conventillos (casas colectivas), para luego levantar su propia vivienda en los barrios más allá del centro a través de la auto construcción, en lotes de bajo precio.

En la época citada recién comenzaba a construirse vivienda social. En la vida cotidiana las diferencias de clase se borraban por el impacto del irrestricto ingreso de todos los pibes nacidos en hogares de uno y otro sector a la escuela primaria. Esta era una gran igualadora social. 

Los juegos comunes aportaban lo suyo pues congregaban a todos, cualquiera fuera el origen y la ubicación socio-económica. El uso del espacio público no fijaba límites para quienes teníamos edades entre siete y doce años. ¿Cuál era el principal paisaje urbano de tal espacio colectivo? Era la calle. Vamos a describirla: Las viviendas, cualquiera sea su tipo, eran de una sola planta. Los pibes del barrio en el invierno y en la primavera transicional íbamos a la escuela primaria cercana en gran proporción durante la mañana. Ya en el verano todas las jornadas eran libres, y conformaban el ámbito ideal para los juegos y actividades infantiles que se desarrollaban en las veredas y calzadas de cada cuadra.

Nuestra mayor alegría era disfrutarla como territorio compartible adonde nos congregábamos en cualquier momento, sin impedimentos En los barrios más alejados del centro todavía había baldíos disponibles para muchos juegos colectivos como el futbol para los varones. Pero donde nosotros vivíamos la construcción era muy densa, por lo que la calle era el único territorio libre para nuestras diversiones y juegos.

En las viviendas más equipadas se disponía de patios amplios y/o de terraza pero que convocaban a un número limitado de participantes Para diversiones masivas, el ámbito escogido siempre era el de la puerta de calle para afuera

Una actividad difundida que posibilitaba las condiciones climáticas estivales y escapaba al territorio callejero era la de levantar barriletes. Este vigía del cielo se podía desplegar solo desde las terrazas por el espacio amplio que requería, Se compraba en jugueterías o almacenes barriales. Pero para usuarios de limitados ingresos existía la posibilidad de construirlo con trabajo casero. Mediante un proceso de armado muy simple. Sólo requería de varillas lo más livianas posibles, de papel delgado, algunos clavos, un rollo de hilo y un trozo de tela para la cola, la que aseguraba el proceso de elevación y mantenimiento en las alturas

Esta aventura espacial nos exigía, por otra parte, el acompañamiento de alguna persona que se ocupaba de lograr el impulso inicial hacia las alturas. No siempre el artefacto volador se mantenía firme en el espacio aéreo. Era habitual, ya logrado elevar al barrilete de modo firme, que se cortara el hilo o una ráfaga de viento inesperada lo precipitara a tierra. Esa incertidumbre hacía que el buen manejo del barrilete fuera indispensable para que no desapareciese en el horizonte. 

Cuando tal pérdida desafortunadamente ocurría, los pibes nos preguntábamos ¿Adónde irá mi barrilete perdido? Por entonces sólo un avión se despegaba de la tierra y permitía imaginarnos qué era lo que se veía desde arriba de nuestras cabezas. 

Pero por supuesto, compartir un vuelo aéreo estaba totalmente fuera de nuestro alcance. En nuestra Imaginación infantil subir al espacio con el barrilete desataba escenarios desconocidos para los que sólo conocíamos la superficie terrestre. Su presencia desataba toda clase de conjeturas de lo que se podía apreciar desde el territorio ignoto e inconmensurable del espacio celeste. 

Observar la vida de todos era la fantasía inalcanzable y recurrente para los que manejábamos ese visitante del cielo. Recién tuve la oportunidad de despegarme del suelo varias décadas más tarde, con viajes en avión y el espectáculo que se abrió a mis ojos de adulto me impactó sobremanera, justificando todas las fantasías de mi infancia

Volviendo a tierra firme, el otro uso del espacio público más atractivo para los varones era la practica futbolística. Se jugaba entre veredas con la calzada como principal espacio para la disputa del balón en juego.

El despliegue del encuentro deportivo se hacía sin necesidad de inversión monetaria alguna. La pelota era, por lo general, el fruto del trabajo de alguna madre bondadosa que la armaba con trapos en desuso. Los dos equipos, ubicados cada uno en una vereda opuesta a la otra, se movían con toda libertad sobre la ancha calzada como territorio de la disputa. 

Para evitar accidentes y ordenar el desarrollo del partido siempre designábamos a uno de los que no competían que se encargase de avisar en voz alta cuando venia un vehículo, ya sea un carro a caballo o un automóvil. 

La mayor velocidad del vehículo motorizado nos obligaba a ser cuidadosos con su presencia, a veces sorpresiva. Al grito de “Viene un auto”, emitido por el vigía, interrumpíamos el juego respetándose, al reanudarlo, las posiciones previas al ingreso del rodado invasor.

En el caso de nuestra experiencia, el equipo formado por pibes que vivíamos en la vereda oeste éramos originarios de hogares de clase media. El equipo de la vereda de enfrente, convocaba a niños que provenían de familias humildes, en especial de moradores de un conventillo allí ubicado. 

Cuando no había acuerdo en la sanción de algún incidente del juego se acudía a un vecino mayor de edad, respetado por todos. En nuestro caso era mi madre, que surgía como jueza de un juego cuyas reglas desconocía. Pero sus decisiones se acataban sin chistar por su condición de maestra de la escuela vecina. 

Se le explicaba, en detalle la incidencia y cuáles eran las reglas del caso. Y decidía. Oído el fallo del árbitro ocasional se lo acataba sin controversias.

Las otras diversiones eran juegos como la escondida, la lopa, los intercambios de las figuritas y las disputas con bolitas. En estos casos eran varones los que más disfrutaban. Las niñas preferían la rayuela.

No hacía falta citarse previamente para ninguna de estas actividades lúdicas en las horas vespertinas o nocturnas, convocatorias especiales. Se salía a la calle, y rápidamente se conseguía compañía para los juegos colectivos El espacio público era, además totalmente seguro. Había siempre mayores disponibles a tal efecto.

Finalmente, era característica del ansiado verano la presencia de clásico vendedor de helados, ofrecidos desde los reconocibles carritos a pedal, muy requeridos a toda hora para la golosina a precios accesibles.

Coincidían, entonces, muchos motivos para esperar ansioso el verano por el piberío barrial. El uso del espacio público era, además, un ámbito socialmente inclusivo, gratuito y muy valorado por todos.